El Renacimiento del Rey

El Fin del Rey

La oscuridad se cerraba sobre mí como una garra de hierro. Mi respiración era débil, mi corazón latía con dificultad. Sabía que mi tiempo se acababa.

El aire apestaba a cenizas, acero y traición. El campo de batalla, antes mi dominio, ahora yacía hecho ruinas. Torres incendiadas, estandartes rotos, cadáveres sin nombre... todo bajo un cielo gris que lloraba sangre.

Mis manos, una vez temidas por reyes y dioses, ahora temblaban. La sangre escapaba de mi cuerpo en silencio, como si incluso ella quisiera abandonarme.

—¿Es este el fin? —me pregunté, mi voz apenas un susurro en la nada.

Una sombra me observaba desde lo alto de la colina, con los mismos ojos que un día juraron lealtad. No hubo última palabra, ni compasión. Solo silencio… y una hoja en mi espalda.

Una traición.
Pero no mostré dolor. Solo rencor… y cálculo.

“Interesante elección…” pensé mientras caía. “Incluso en mi final, sigo enseñándoles a jugar.”

Recuerdos de mi reinado tiránico me asaltaban la mente como pesadillas que jamás me abandonaban. Las imágenes eran vívidas, casi palpables: océanos de sangre derramada por mis órdenes, lágrimas de inocentes que imploraban clemencia, y los gritos desgarradores de los condenados que aún resonaban en los rincones más oscuros de mi alma. Cada rostro que vi desaparecer, cada vida que tomé o quebré, se había convertido en parte de la pesada corona que llevé con orgullo.

Mi nombre, Vorgath, no era solo un título… era una maldición susurrada con temor en los rincones más lejanos de mi imperio. Sinónimo de terror, opresión y fuerza absoluta. Y yo lo sabía. Lo forjé con mis propias manos, con hierro, fuego y muerte. No hubo compasión en mi trono, solo dominio. Yo era el lobo que gobernaba sobre corderos. Y así, con cada acto, sellé mi leyenda como el Rey Tirano.

No me arrepentía. Todo había sido necesario. Todo… salvo confiar.

Mi conciencia se desvaneció. No hubo juicio, ni redención. Solo la nada.

Y en esa nada…
Sentí que flotaba.

Como una pieza fuera del tablero, sin jugador, sin guerra. Una voz sin cuerpo, un poder sin reino.

Pero algo me jaló. Una fuerza sutil, casi burlona.

Mi alma viajó a través del tiempo y el espacio, arrastrada por un hilo invisible que se enredaba en un nuevo destino.

Un llanto se mezcló con mi conciencia. Luz. Calor. Una presencia suave.

Abrí los ojos.

Y esta vez, no lo hice como un rey.

Lo hice como un recién nacido.

Alrededor, figuras vestidas con ropajes nobles se acercaban. Una mujer de ojos violetas sostenía mi cuerpo diminuto con cuidado, como si fuera una joya frágil. A su lado, un hombre alto, de porte regio, la miraba con una sonrisa contenida.

—Nuestro hijo… —susurró ella.

Mi nueva mente, aún adaptándose al cuerpo, no reaccionó. Pero dentro… yo entendía todo.

“Arin Cassius… Lirien D’Arvelle… ¿nobles del Alto Círculo?”
“Esto no es una casualidad. Es… una segunda oportunidad.”

Yo, el Rey Vorgath, había renacido como Aurelio Cassius D’Arvelle. Hijo legítimo de una de las casas más poderosas del continente.

Mi mente seguía intacta. Fría. Calculadora. Pero mis labios solo emitían un llanto común.

Por ahora… era un niño.

Mientras Lady Lirien me mecía, sus lágrimas cálidas cayendo sobre mi mejilla de recién nacido, algo se quebró en mi armadura de tirano. Recordé a la nodriza que me crió en mi vida pasada -sus manos callosas, su miedo palpable cada vez que me acercaba. Esta mujer me abrazaba sin temor, cantando una nana que hablaba de bosques y estrellas. Juré proteger ese candor... incluso si para ello debía volver a mancharme las manos de sangre.

Pero el juego acababa de comenzar.



#515 en Fantasía
#90 en Magia

En el texto hay: fantasia, renacimiento, antiheroe

Editado: 11.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.