El amanecer no existía en aquel lugar. Solo el zumbido perpetuo de las luces blancas, eternamente encendidas, robándoles el sentido del tiempo. Cada día, cada hora, cada minuto, se mezclaban en un solo océano de dolor y espera.
La rutina era siempre la misma: abrir los ojos ante el frío metálico, ser escoltados como ganado hasta las salas de experimentación, soportar horas de pruebas que parecían no tener fin. Luego, regresar arrastrando los pies, con cuerpos temblorosos, a las celdas donde el silencio era el único refugio.
Aurelio, a pesar de su apariencia infantil, lo observaba todo. Como un depredador encerrado, sus ojos seguían los movimientos de los guardias, memorizaba los turnos de cambio, los códigos que susurraban los técnicos al pasar. No era una simple víctima; era un estratega atrapado en un tablero mortal.
No estaban solos.
Con el pasar de los días, otros niños se sumaban a aquel infierno. Cada uno con una mirada vacía, rota, o peligrosamente viva. Entre ellos, surgió un pequeño grupo que, como brasas bajo la ceniza, se negaba a apagarse.
Había uno llamado Kai, un chico de cabello desordenado y sonrisa traviesa, que parecía capaz de encontrar humor hasta en el borde de la locura.
—¿Cuánto crees que tardarán en hacerme un monstruo? —preguntaba, riendo entre toses, mientras mostraba las cicatrices frescas en sus brazos.
Selene, una niña silenciosa de cabello negro como la obsidiana, prefería comunicarse con miradas intensas y gestos breves. Se decía que podía manipular pequeñas sombras a su antojo.
Thane, el más grande de ellos, era pura fuerza bruta; su magia gravitacional apenas controlada lo hacía un riesgo incluso dentro de su celda.
Una noche, en una sala de espera improvisada —fría, estéril, iluminada por una luz azulosa—, se encontraron reunidos. Sus cuerpos heridos, sus auras tambaleantes, pero sus lenguas aún dispuestas a tejer palabras.
—Hoy casi me rompen los huesos —comentó Kai, con tono ligero.
—A mí me inyectaron algo… vi colores donde no había —añadió Selene, su voz apenas un susurro.
Aurelio, sentado en silencio, escuchaba. No por debilidad, sino por estrategia. La información fluía en esas confesiones inocentes: cada uno era torturado de manera distinta, cada método revelaba una obsesión diferente del CNE.
Amelia, sentada a su lado, rompió el silencio.
—Fui noble, una vez. Mi familia tenía tierras en el norte. Luego… la revolución. Nos arrasaron. Me vendieron como experimento a estos malditos.
Sus palabras no tenían tristeza, solo un filo de acero. Era como él: alguien que había perdido todo, y que había decidido sobrevivir sin perderse a sí misma.
Aurelio sintió algo removerse dentro de su pecho. No compasión, sino reconocimiento.
Pero su cuerpo... su cuerpo comenzaba a traicionarlo.
Cada mañana, al ponerse de pie, sentía cómo sus músculos temblaban. Su piel, pálida y marcada, ya no se regeneraba con la misma rapidez. Aunque su mente era un templo de voluntad, el cuerpo de siete años era un grillete cruel. Lo sentía. Y lo odiaba.
Una tarde, durante una de las pruebas más crueles —la "alteración áurica", como la llamaban—, lo forzaron a entrar en una cámara donde energías desconocidas vibraban en el aire. La sensación fue como tener el alma desgarrada hilo por hilo. Casi deseó morir... pero resistió.
Fue entonces, en medio del dolor, cuando lo vio.
Una sombra gigantesca, más allá de la percepción humana. No era un ser, era una presencia. No tenía rostro, pero Aurelio sintió que lo miraba. Lo evaluaba. Lo marcaba.
"El Núcleo", murmuraron las voces en su mente. "La Directriz."
Las palabras eran como cuchillos de hielo que cortaban el velo de la conciencia.
Regresó a la celda temblando, los ojos abiertos como platos, el sudor pegado a su piel.
—¿Qué viste? —susurró Amelia, notando su estado.
Aurelio tardó en responder.
—Nada... y todo —murmuró al final, su voz quebrándose apenas.
No se atrevió a contar lo que realmente había sentido: una orden silenciosa, una fuerza que los impulsaba desde las sombras hacia una evolución que desafiaba la naturaleza misma.
Esa noche, mientras todos dormían —o fingían dormir—, Aurelio se sentó en la esquina más oscura de su celda.
Sintió el cambio.
Un calor sutil brotó en su pecho, como brasas encendidas bajo la piel. Su aura, antes mermada, empezó a vibrar de nuevo, pero de forma distinta. Como si algo hubiera sido desbloqueado, como si una puerta interior se hubiera abierto sin su permiso.
El infierno había comenzado a transformarlo.
Y en el fondo de su mente, una certeza sombría se asentó: sobrevivir ya no era suficiente.
Debía dominar ese nuevo poder... o ser consumido por él.
Editado: 11.05.2025