El aire en las salas de entrenamiento era espeso. No por el calor, sino por la tensión. El grupo de niños se reunía tres veces por semana para ejercicios físicos, habilidades básicas y control de poderes. Algunos hablaban, otros solo se miraban. Aurelio, en cambio, observaba.
Desde la pelea en el comedor, algo en él había cambiado. No solo había despertado un poder que no comprendía, sino que la mirada del mundo también se había modificado. Ahora lo veían diferente. Algunos con respeto, otros con miedo. Y otros, como Zarek, con hambre de revancha.
Zarek, el niño alto de complexión fuerte, se había convertido en una sombra incómoda. Desde el día en que salió volando por el impulso descontrolado de Aurelio, no le había quitado los ojos de encima.
Kai, como siempre, rompía la tensión con su humor.
—¿Listos para que el instructor nos haga correr hasta vomitar? Porque yo ya desayuné dos veces.
—Solo tú puedes hablar de comida antes de que nos maten a golpes —dijo Lira, rodando los ojos.
Aurelio esbozó una leve sonrisa. Aunque breve, el momento era valioso.
El instructor llegó. Alto, frío, con una voz que cortaba como metal. No se molestaba en fingir empatía.
—Parejas. Combate físico. Muestra de control. No quiero accidentes… otra vez —dijo mirando fugazmente a Aurelio.
La sangre de Aurelio se aceleró. Sabía lo que venía.
Zarek caminó hacia él sin decir nada, pero su mirada lo decía todo. El instructor no intervino. Nadie lo hizo.
Ambos se posicionaron en el círculo de combate. Zarek tensó los hombros.
—Esta vez no me agarrarás desprevenido —dijo con voz baja.
—Ah, ¿de verdad? Qué fascinante —añadió Aurelio, seco, firme.
La señal llegó.
Zarek se lanzó primero, veloz, con una fuerza entrenada. El impacto de su primer golpe fue desviado por Aurelio con agilidad. No era tan fuerte como él, pero era más preciso.
La batalla se volvió una danza feroz. Puños, esquivas, bloqueos. Zarek intentaba derribarlo con fuerza bruta, pero Aurelio ya no era solo instinto. Había estudiado su entorno, sus propias capacidades… y algo más.
Zarek cargó de nuevo, directo. Entonces, Aurelio se deslizó hacia un punto de sombra proyectado por una de las columnas. Su cuerpo pareció desaparecer un instante y reapareció justo detrás de su oponente. Una ilusión momentánea, un eco oscuro.
Zarek no tuvo tiempo de reaccionar. Recibió un golpe seco en el costado, y luego otro que lo derribó.
—¡Suficiente! —gritó el instructor, levantando la mano.
Zarek, jadeando, lo miró con rabia contenida. Aurelio, sin alardes, dio un paso atrás. El silencio se apoderó del grupo. Todos habían visto lo mismo. El niño que antes parecía fuera de control… ahora era otra cosa. Algo más calculado. Más peligroso.
En las sombras de una pasarela metálica, un científico de bata blanca observaba. Sus ojos no parpadeaban. Había estado allí desde antes, pero nadie lo había notado. Sus manos temblaban levemente.
—Control… ya comienza… —susurró.
Más tarde, en la noche, Selene lo esperaba en una zona restringida del ala oeste. El entrenamiento con ella no era oficial. Ni permitido. Pero Aurelio había aceptado desde la primera vez.
—¿Qué ves cuando miras una sombra? —preguntó ella sin girarse.
—Oscuridad.
—Error. La sombra no es ausencia de luz… es lo que la protege.
Aurelio frunció el ceño. Selene caminaba descalza, sus pies deslizándose con gracia felina entre las franjas oscuras del pasillo.
—Aquí —dijo señalando una esquina oscura.
Aurelio se concentró. La oscuridad vibraba, leve, como si respirara. Dio un paso. Otro. Y entonces su cuerpo se deslizó entre el muro y el suelo, como si flotara entre dos membranas invisibles.
No viajó lejos, pero emergió a unos pasos de Selene, cubierto de un leve temblor.
—Tu cuerpo aún lo resiste. Tu mente, no tanto. Pero mejorarás.
Los días siguientes repitieron la rutina. Movimientos entre sombras, silencios prolongados, incluso creación de reflejos ilusorios para engañar a otros. Aurelio aprendía. No con la velocidad de un prodigio… sino con la voluntad de alguien que no se permitiría fracasar.
Durante una sesión forzada de estimulación mental, lo llevaron a una cápsula con electrodos y sensores que invadían su piel. No era doloroso, pero sí inhumano.
—Cierra los ojos —ordenó una voz neutra.
Entonces, fue arrastrado a un lugar distinto.
No era sueño. No era conciencia. Era una franja entre ambas.
Se encontró de pie frente a un muro vivo, cubierto de símbolos que latían como corazones. Figuras geométricas imposibles se entrelazaban, giraban, se abrían hacia dentro y hacia fuera. Y una voz, o muchas, comenzaron a hablarle sin palabras.
“Receptáculo… Voz… Preparación…”
Aurelio sintió que su cuerpo se deshacía y se reconstruía con cada palabra no pronunciada. Y en el centro, una figura sin forma, hecha de líneas y sonido: La Directriz.
Comprendió algo aterrador. El CNE no buscaba perfección. No buscaban curar o avanzar a la humanidad. Todo era una búsqueda de un huésped. Alguien capaz de albergar aquella entidad antigua. Una puerta.
Despertó jadeando, empapado en sudor. Nadie dijo nada. Nadie explicó. Solo anotaron cosas en sus tabletas y lo dejaron ir.
Esa noche, mientras se miraba en el espejo del cuarto, Aurelio se habló a sí mismo por primera vez en semanas.
—No estoy bien… pero tampoco roto.
Recordó cuando no podía controlar su poder, cuando hería sin querer, cuando temía hablar o sentir. Ahora era distinto. No perfecto. No héroe. Pero algo más definido.
“No nací para brillar como los dioses, sino para caminar entre los restos de sus promesas.”
Y eso estaba bien.
En una de las paredes del ala médica, encontró algo extraño. Un símbolo trazado con una herramienta punzante, casi imperceptible. Era el mismo que vio en su visión con La Directriz.
No era casualidad.
Editado: 11.05.2025