El Renacimiento del Rey

Fragmentos del Abismo

Aurelio flotaba. O al menos, eso parecía. Su cuerpo no obedecía, su piel no dolía. Estaba suspendido en un vacío que no era oscuro, sino saturado de ecos: sombras danzantes, nebulosas rotas, planetas sin órbita que giraban como pensamientos sin dueño.
Frente a él, como una grieta en la realidad, apareció Vorgath. Su otro yo. Su antes. Su después.
Cabello blanco como la escarcha del olvido, una mata negra cruzando su rostro como cicatriz estética. El torso desnudo, marcado por historia viva: una cruz grabada a fuego sobre el corazón —la traición— y una mordida en el cuello —la bestia de las Montañas de Hielo. Sus ojos eran los mismos que los de Aurelio, pero más fríos, más vacíos. Eran pozos en los que ningún reflejo se atrevía a vivir.
Detrás de él, La Directriz. No tenía forma, pero sí presencia. Un remolino de constelaciones muertas, como si el universo llorara estrellas viejas. Sus voces hablaban todas a la vez, rasgando el tejido del silencio.
—¿Recuerdas? La Fortaleza de Hierro Negro… donde tus hombres bebían miedo en lugar de agua. ¿Por qué te siguieron al abismo?
Vorgath sonrió. No fue un gesto humano.
—Porque sabían que el infierno que yo creaba era más justo que el cielo que les prometían.
Las visiones golpearon como latigazos.
La Llanura de Huesos: miles marchando bajo un estandarte negro con un dragón devorándose la cola.
La Toma de Lys: quirúrgica, sin emoción. Ni saqueo ni gloria, solo control.
Y la traición final: el puñal que descendió sin advertencia, justo en su espalda, en silencio.
—Mataste por un reino de cenizas… —dijeron las voces—. Yo te ofrezco uno de estrellas. Donde tu voluntad sea la ley que ate a las galaxias.
Vorgath no respondió. Sus labios se movieron sin voz, y la Directriz retrocedió… como si hubiera sido golpeada con la pura esencia de la soledad.
Y luego todo se volvió humo.
Aurelio se incorporó en su camastro, ahogado por el sudor. Su pecho subía y bajaba como un tambor de guerra.
En su hombro derecho, una nueva marca palpitaba: una espiral violeta, trazada como si las venas hubieran aprendido a escribir. El pulso del símbolo era idéntico al de su corazón.
No son heridas... son grilletes, pensó.
Recordó la nota de Roski. “¿El poder te obedece… o simplemente te tolera?”
Se levantó. Tembloroso, pero firme.
—No caeré. Aprenderé a usar estas cadenas como armas.
La sala del comedor parecía menos hostil esa mañana. No porque hubiese cambiado, sino porque Aurelio la veía distinto.
Amelia se acercó a él, tocando suavemente la espiral en su hombro.
—Brilla como los hongos del Bosque de los Suspiros… pero duele, ¿verdad?
Aurelio asintió. No hacía falta responder más.
Kai irrumpió con dos bandejas en la mano, sonriendo con falsa alegría.
—¡Comida real! Juro que esto huele a huevos de verdad. Si esto es un sueño, no me despierten.
—Tienen especias —dijo Amelia, sorprendida.
—O un intento de envenenarnos con sabor —replicó Kai, dejando caer una fruta escarlata sobre la mesa.
Desde la esquina de la sala, Roski Vorn alzó su taza en un gesto casi solemne. Su sonrisa era un secreto que nadie más entendía.
Aurelio sintió cómo el símbolo en su hombro ardía ligeramente.
Los entrenamientos habían cambiado. Ya no eran castigos disfrazados de pruebas. Eran desafíos. Selecciones. Cada enfrentamiento revelaba algo. No solo fuerza. Carácter. Fracturas internas.
Primero fue Aurelio contra Amelia.
Ella llegó seria, concentrada. Sus esferas de fuerza flotaban a su alrededor, girando como satélites de un planeta enfadado.
Aurelio la enfrentó con calma. No blandía rabia, sino estrategia. Sus sombras se alargaban como látigos, listas para desviar, no atacar.
El combate fue elegante.
Ella lanzó una esfera. Él desapareció. Reapareció detrás. Otro intento. Un muro de energía. Él lo desgarró con las manos desnudas.
—Vaya —dijo él, respirando con esfuerzo—. Has dejado de luchar como una damisela.
—Y tú dejaste de temerle a tu sombra —replicó ella, sonriendo de lado.
El aura de Aurelio había cambiado. Ya no empujaba. Absorbía. Doblaba la energía del enemigo contra él mismo.
Después fue Kai contra Thane.
Thane era una muralla viva. Su poder gravitacional hacía que el aire se volviera más denso a cada paso.
Kai, por su parte, era pura burla y velocidad. Con cada chiste, creaba ilusiones táctiles: fuego falso, abismos simulados, serpientes que desaparecían al ser tocadas.
En un momento, Thane se paralizó al creer que el suelo se abría bajo sus pies. Kai aprovechó para tocar su espalda.
—¡Punto para el cerebro! —gritó, riendo.
Thane no se ofendió. Solo murmuró:
—Otro día, bromista.
A un costado, Zarek aplastaba a su oponente con brutalidad. No era arte. Era pura furia. Al final, miró a Aurelio. Sin decir nada. Pero con una promesa.
Aurelio fue llamado a la sala de pruebas. Nuevas agujas. Nuevos dolores. Pero esta vez, los monitores mostraban algo distinto: el símbolo del hombro se expandía, como raíces que buscaban otros nervios.
—Fascinante —dijo Roski, entrando sin anunciarse.
Traía un grimorio. No uno digital. Era de cuero oscuro, con runas vivas que parecían abrirse solas. Al tocarlo, Aurelio sintió una presión en la base del cráneo.
—Mira esto —dijo Roski, señalando una ilustración. Era un guerrero ancestral con marcas idénticas a las suyas.
—¿Por qué yo?
Roski lo miró con ternura cruel.
—Porque los demás luchan por no romperse… pero tú te rompiste hace siglos. Y elegiste seguir.
Aurelio lo fulminó con la mirada. Pero no lo negó.
—Los elegidos no portan símbolos —continuó Roski, con voz suave—. Son símbolos. Y tú no estás destinado a gobernar este mundo… sino a descoserlo para tejer uno nuevo.
En la pantalla, el símbolo crecía.
Aurelio se giró hacia el vidrio del laboratorio.
Y por un instante, Vorgath le devolvió la mirada.
Esa noche, Aurelio no durmió. Se sentó en el suelo de su celda y comenzó a meditar. No buscaba paz. Buscaba estructura.
Las sombras a su alrededor se movían con él. Selene le había enseñado a esconderse. Ahora quería aprender a atacar. Su aura se alineaba, se contraía, se templaba como una espada.
Movimientos lentos. Respiración controlada.
Luego, con gestos fluidos, comenzó a practicar artes marciales. No estilo noble. No danza militar. Era un sistema híbrido que combinaba instinto con técnica. Golpes precisos, uso del entorno, control del peso corporal.
Cada puñetazo que lanzaba dejaba un eco de sombra.
Cada giro era una espiral que recordaba el símbolo en su piel.
Estaba reconstruyéndose. No como héroe.
Como arma.
Y en algún lugar, más allá del concreto, de los monitores, de las paredes del complejo, La Directriz observaba.
Y sonreía.



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En el texto hay: fantasia, renacimiento, antiheroe

Editado: 25.06.2025

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