El Renacimiento del Rey

La Posesión

Aurelio despertó en la penumbra artificial de su celda. Los sensores en las paredes emitían un zumbido leve, como si el concreto respirara. Había silencio, pero no paz. Lo primero que vio fue la cama. No la habitual estructura metálica fría y mínima, sino algo nuevo: más acolchada, con sábanas limpias. Un escritorio en una esquina, varios libros antiguos —algunos de magia, otros de historia arcaica—. Incluso una lámpara con intensidad regulable.
Roski había decorado su prisión.

Caminó hacia el espejo del baño, con paso lento, pesado, como si el aire tuviera una densidad diferente. Al inclinarse hacia su reflejo, notó la espiral en su hombro…

"¿Cree que con lujos me ganará la confianza?" pensó, tocando inconscientemente el símbolo en su hombro. "Necesito encontrar la manera de dominar esto antes de que..."

El símbolo comenzó a brillar.
Una oleada de placer inexplicable lo recorrió. Una corriente caliente que le subió por la columna, le erizó la piel, le nubló la mente. Su respiración se volvió errática. Cada célula parecía cantar, como si el cuerpo entero se plegara a una voluntad superior.

Y entonces lo sintió.

No fue dolor, ni miedo. Fue… rendición.

Cuando volvió en sí, estaba de pie frente al espejo, jadeando. Pero algo era distinto. En su rostro no había tensión, ni furia, ni sorpresa. Solo una sonrisa… que no era suya.

—Qué interesante… —dijo su voz, con una inflexión extraña, ajena, seca como grava.

Sus dedos se alzaron con precisión quirúrgica. Movimientos suaves, calculados, que no obedecían a su intención.

—Este cuerpo es más dócil de lo que esperaba.

Los ojos de su reflejo brillaron, y por un instante, ya no se reconoció en ellos. Eran suyos, sí… pero detrás había algo más. Un espectador. Un titiritero.

La espiral palpitó. Un destello. Y como si lo arrojaran hacia atrás, Aurelio cayó contra la pared, jadeando.

—¿Qué… qué fue eso? —susurró, con la voz quebrada.

Pero lo peor no fue el miedo.

Fue el placer. Un goce oscuro, embriagador, que aún se adhería a su piel como tinta pegajosa.

Se vistió con manos temblorosas. En el pasillo, la rutina de siempre: pasillos blancos, cámaras vigilando cada ángulo, técnicos de rostro inerte. Pero ahora, todo parecía más… vigilante. Como si ya no fueran solo humanos los que lo observaban.

Kai lo esperaba apoyado contra la pared, mordisqueando una manzana sintética como si fuera un manjar de reyes.

—¡Ah, el hombre marcado! ¿Vas al comedor o a una cita con el dolor?

—Comedor —dijo Aurelio, frotándose el hombro.

Kai lo miró de reojo.

—¿Estás bien? Te ves como si hubieras visto un fantasma. O peor… como si fueras el fantasma.

Aurelio no respondió de inmediato. La imagen de su propio rostro hablando con otra voz seguía clavada detrás de sus ojos.

—Estoy… bien.

Kai sonrió, pero sus ojos no perdieron el filo.

—Eso es justo lo que diría alguien que definitivamente no está bien. Pero hey, adivina qué escuché por ahí. Hoy tenemos sesión especial. Nada de pruebas de aguante. Hoy nos tiran en un laberinto lleno de bichos mágicos y trampas mortales.

Aurelio arqueó una ceja.

—¿Estás bromeando?

—¿Yo? Jamás. —Hizo una pausa teatral—. Bueno, sí. Pero esta vez no. Tres días. Laberinto cambiante. Monstruos. Cero piedad.

Aurelio sintió una punzada en el estómago, no de miedo, sino de premonición.

—Van a ver qué somos capaces de hacer… cuando ya no nos quede nada.

El comedor estaba más ruidoso que de costumbre. Voces bajas, risas nerviosas, platos mal puestos. Todos sabían que algo se avecinaba.

Dos figuras se deslizaron silenciosamente hacia ellos. Los gemelos. Idénticos en todo excepto en una cicatriz que uno tenía sobre la ceja izquierda. Sus movimientos eran perfectamente sincronizados, como si compartieran un sistema nervioso.

Se inclinaron hacia Aurelio, uno a cada lado.

—Buena suerte —susurraron al unísono, sus voces creando un eco extraño.

Y se desvanecieron tan rápido como llegaron, dejando solo un leve rastro de viento.

Kai frunció el ceño.

—¿Qué diablos querían? —preguntó Kai, mirando hacia donde habían desaparecido.

—No lo sé —Aurelio frunció el ceño—. Pero no me gustó cómo lo dijeron.

En la mesa, Amelia los esperaba. Selene tallaba símbolos en el borde metálico con una uña afilada. Thane afilaba su cuchillo sin levantar la mirada.

—¿Cómo va… tu situación con el símbolo? —preguntó Amelia en voz baja.

Aurelio tardó en responder.

—Hoy perdí el control —confesó—. No solo del poder. Del cuerpo. Por un momento… no era yo.

Selene alzó la vista.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé. Segundos, quizás minutos. Pero hice cosas que no recuerdo.

—Eso es... peligroso —dijo Amelia.

—Eso es aterrador —añadió Kai—. ¿Y si pasa en medio del laberinto?

Antes de que alguien más pudiera hablar, una voz resonó por los altavoces.

—TODOS LOS SUJETOS REPÓRTENSE AL SALÓN DE EVALUACIÓN GAMMA. LA PRUEBA INICIARÁ EN TREINTA MINUTOS.

Un murmullo general sacudió el comedor. Las bandejas quedaron olvidadas. Las miradas se tornaron afiladas. Todos sabían: esto no era una prueba más.

El Salón Gamma era una monstruosidad de ingeniería. Un coliseo metálico con techos que parecían no terminar, y gradas vacías como ojos ciegos. En el centro, hologramas mostraban un laberinto vivo: paredes que se movían, pasillos que se deshacían, trampas flotantes, niveles múltiples.

Un hombre del CNE, alto, de voz metálica, se acercó al atril central.

—Sujetos. Esta es la Evaluación AAA. Durante 72 horas, estarán dentro del Laberinto Adaptativo. Las estructuras cambiarán. Las criaturas hostiles aumentarán. No habrá descanso. No hay retiro. Solo adaptarse... o extinguirse.

Pantallas mostraron las amenazas:

NIVEL C: Lobos de sombra del tamaño de caballos, con colmillos que goteaban energía negativa.



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En el texto hay: fantasia, renacimiento, antiheroe

Editado: 25.06.2025

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