La noche se había desangrado sobre el pueblo de Vaelthorne como una herida abierta en el cielo. Las casas se retorcían como bestias agonizantes, vomitando llamaradas por sus ventanas rotas mientras el humo tejía una mortaja negra que ahogaba las últimas súplicas. Los Hijos del Hierro habían llegado como una tormenta de acero y sed, sembrando muerte con la voracidad de lobos hambrientos.
En el corazón de esa pesadilla, dos pequeñas figuras corrían hacia el bosque como sombras desesperadas.
—¡Vamos, Daemon! ¡No mires atrás! —gritó Darius, sus ocho años cargando el peso de una responsabilidad que no debería conocer. Sus pequeños dedos se cerraron alrededor de la muñeca de su hermano gemelo, arrastrándolo entre los árboles que se alzaban como centinelas silenciosos.
Daemon tropezó, sus piernas temblando como hojas en tormenta. Una rama traicionera le abrió la ceja, pintando su rostro infantil con un hilo carmesí que brillaba bajo la luna pálida.
—¡Ash, no puede ser! —Darius sintió como si le arrancaran el corazón del pecho. Sin dudarlo, cubrió la boca de su hermano con una mano temblorosa—. Shh... van a oírnos.
Detrás de ellos, el estruendo de botas pesadas y voces rugientes se acercaba como una avalancha de hierro. Los bárbaros los perseguían con la paciencia cruel de cazadores que saben que su presa está herida.
—Soy tu hermano mayor, ¡tengo que protegerte! —susurró Darius, aunque solo tres minutos los separaran del vientre de su madre.
—Solo por tres minutos... —gimió Daemon, la sangre mezclándose con lágrimas en sus mejillas.
—¡Tres minutos que cuentan!
Algo se despertó entonces en el pecho de Darius, algo que pulsaba con la fuerza del amor fraternal más puro. Chispas doradas brotaron de su piel como constelaciones furiosas, y un aura brillante comenzó a correr por sus venas como sangre líquida de luz. Su Esencia Vital se había despertado, alimentada por la desesperación y el amor incondicional.
Agarró a Daemon del brazo y corrió.
Corrió como nunca había corrido, como si sus pequeños pies apenas tocaran la tierra. El bosque se convirtió en un borrón de sombras verdosas mientras la energía dorada lo envolvía como un manto protector. Las ramas se apartaban a su paso, como si la naturaleza misma conspirara para salvarlos.
Pero la Esencia de los niños es como una vela en la tormenta: arde brillante, pero se consume rápido.
Darius sintió como su fuerza se desvanecía, como arena entre los dedos. Sus piernas se volvieron plomo, su respiración se fragmentó en jadeos desesperados. El aura dorada parpadeó como una llama moribunda antes de extinguirse por completo.
Cayeron sobre la hojarasca húmeda, dos pequeños cuerpos exhaustos abrazándose mientras las voces de sus perseguidores se acercaban inexorablemente.
—No... no puedo más... —susurró Darius, sintiendo por primera vez el sabor amargo del fracaso.
Los pasos de los bárbaros resonaron como tambores de guerra. El final parecía escrito en las estrellas frías.
Entonces, una figura emergió de entre las sombras.
Era alta, envuelta en una capa que parecía tragarse la luz de la luna. Sus ojos brillaban con una sabiduría antigua, y cuando habló, su voz fue como el eco de montañas milenarias.
—Pequeños lobos perdidos —murmuró Roski, extendiendo sus manos hacia ellos—. Esta noche, la muerte no os reclamará.
Y en ese momento, mientras el salvador se alzaba entre ellos y la oscuridad, los gemelos no sabían que acababan de conocer al hombre que cambiaría sus destinos para siempre.
El recuerdo se desvaneció como humo entre sus pensamientos, y la guerra volvió a rugir.
Los gemelos descendieron del coloso con la gracia de quienes han nacido para la guerra. Sus pies tocaron el suelo como si sellaran un pacto con la muerte, y el aire mismo pareció espesarse con la promesa de lo inevitable.
Daemon sonrió, esa sonrisa que no llegaba a los ojos. —Supongo que eso los entretuvo un poco.
Aurelio apretó el puño alrededor de su espada, su sonrisa cargada de sarcasmo filoso como una navaja. —Te parece un poco, ¿no?
Darius ladeó la cabeza, con esa calma que precede al caos. —¿Y qué tal esto?
Alzó la mano como si invocara al mismísimo infierno.
El cielo se desgarró.
No con truenos, sino con el batir de alas que sonaba como tambores de guerra. Las quimeras descendieron en una avalancha de carne y furia, bestias híbridas que parecían haber sido forjadas en las pesadillas de un dios loco.
Cuerpos leoninos de músculos tensos y pelaje dorado que brillaba como bronce fundido, pero donde debía estar solo fuerza salvaje, brotaban extremidades reptilianas: colas serpenteantes cubiertas de escamas verdes como esmeraldas enfermas, y patas traseras que terminaban en garras de lagarto capaces de desgarrar piedra. Sus alas se extendían como velas desgarradas, membranas translúcidas que cortaban el aire con silbidos mortales.
—¡SANTO INFIERNO! —rugió Marcus, empuñando su espada—. ¡¿CUÁNTAS SON?!
—¡Demasiadas para contarlas! —gritó Amelia desde su posición elevada, tensando el arco con manos que temblaban más por la adrenalina que por el miedo.
La primera oleada atacó como granizo letal. Las quimeras escupieron proyectiles de hielo del tamaño de puños, cristales afilados que silbaban al cortar el aire. El suelo se convirtió en un campo minado de fragmentos helados que explotaban al impactar.
—¡CUIDADO CON EL HIELO! —advirtió Elena, rodando para esquivar una bola que se estrelló donde había estado parada, creando un cráter humeante.
Watson, con el brazo izquierdo aún vendado por las quemaduras anteriores, alzó su bastón mágico con la mano buena. —¡Necesitamos cobertura! ¡No podemos pelear al descubierto!
—¡YA VOY! —Thane golpeó el suelo con su martillo. La tierra se agrietó y se alzó, formando muros de piedra improvisados—. ¡No durará mucho, pero es mejor que nada!
Viktor, cojeando por su pierna fracturada, se apoyó contra la barricada de piedra. —Las alas... hay que cortarles las alas. En tierra son más lentas.
Selene ya estaba en movimiento, sus pasos silenciosos como sombras danzantes. —Tres desde la izquierda. Voy por la que vuela más bajo.
Su katana centelleó. Un salto imposible, un corte limpio, y una de las bestias cayó del cielo con las alas cercenadas, estrellándose contra el suelo en una explosión de sangre dorada.
—¡Bien hecho! —gritó Kai, girando sus cuchillas en círculos defensivos—. ¡Pero hay como veinte más!
Lira, pálida pero decidida, conectó sus bastones con una chispa azul. —La electricidad las aturde, pero necesito que se acerquen más...
—¡Yo me encargo de eso! —Aurelio se lanzó hacia adelante, su espada cortando el aire en arcos plateados. Su aura dorada se extendió como un manto de guerra—. ¡VENGAN POR MÍ, MALDITAS!
Una quimera descendió en picada, garras extendidas. Aurelio esquivó por centímetros, sintiendo el viento helado de las alas rozarle la mejilla. Su espada encontró el cuello de la bestia en el momento exacto.
—¡Lira, AHORA!
El rayo saltó de los bastones como una serpiente de luz pura. Tres quimeras convulsionaron en el aire, sus músculos traicionándolas. Cayeron como piedras.
Amelia, desde su árbol, disparaba flecha tras flecha. Su brazo derecho, aún débil por las batallas anteriores, temblaba con cada disparo. —¡Las escamas son demasiado duras! ¡Tengo que apuntar a los ojos!
Una flecha certero se hundió en el ojo izquierdo de una quimera. La bestia rugió, un sonido que era mezcla de león herido y serpiente furiosa, y se estrelló contra el tronco del árbol de Amelia.
—¡AMELIA! —gritó Kai.
Ella saltó en el último segundo, rodando al caer. Su hombro izquierdo crujió al impactar contra el suelo. —¡Estoy bien! ¡Sigan luchando!
Pero no estaba bien. Kai podía verlo en la forma en que se tocaba el hombro, en la mueca de dolor que intentaba esconder.
Zara corría entre los combatientes como una sombra medicinal, aplicando vendajes y pociones con manos que no conocían la duda. —¡Watson! ¡Tu brazo está sangrando otra vez!
—¡No tengo tiempo para sangrar! —Watson canalizó otra descarga mágica, pero su rostro estaba pálido por el esfuerzo—. ¡Esto está agotando mi esencia más rápido de lo normal!
Elena, con el brazo derecho en cabestrillo, luchaba con una sola mano. Su espada cortaba el aire en patrones defensivos perfectos, pero era una danza desesperada contra un enemigo que atacaba desde todos los ángulos.
—¡No puedo sostener esto mucho más! —gruñó entre dientes, esquivando una garra que le rozó la mejilla, dejando tres líneas rojas.
Marcus coordinaba la defensa como el veterano que era. —¡Viktor! ¡Tú y Elena cubran el flanco derecho! ¡Thane, necesitamos más muros!
—¡En eso estoy! —Thane sudaba por el esfuerzo, pero siguió golpeando el suelo. Cada impacto creaba nuevas defensas, pero también agotaba sus fuerzas—. ¡No puedo seguir mucho más! ¡Mi esencia está casi vacía!
Daemon y Darius observaban desde la distancia, montados en su coloso, con esa calma que solo tienen quienes ven el tablero completo.
—¿Crees que es suficiente? —preguntó Daemon.
—Todavía no —respondió Darius, estudiando el campo de batalla—. Aurelio sigue luchando con demasiada fuerza. Necesita ver sangre. Sangre de los suyos.
Una quimera logró atravesar las defensas. Sus garras encontraron la espalda de Watson. El mago gritó, un sonido que se quebró en el aire como cristal roto.
—¡WATSON! —Zara corrió hacia él, pero otra quimera descendió entre ambos.
Watson cayó de rodillas, sangre empapando su túnica. Sus ojos encontraron los de Aurelio por un instante.
—Cuida... cuida de los chicos... —murmuró, antes de que sus fuerzas lo abandonaran.
El silencio que siguió fue más ensordecedor que cualquier rugido.
Aurelio se quedó inmóvil, viendo el cuerpo de Watson desplomarse sobre la tierra ensangrentada. Por un momento, el mundo entero pareció detenerse.
Daemon sonrió desde la distancia.
—Ahí está —susurró—. La primera grieta.
El silencio que siguió a la caída de Watson fue más ensordecedor que cualquier rugido de batalla. Por un momento que se sintió eterno, todos se quedaron inmóviles, procesando lo que acababa de suceder.
Aurelio fue el primero en reaccionar, con los ojos desorbitados por la shock. "¡Watson!" gritó, dando un paso hacia donde había caído su compañero, pero una quimera se interpuso en su camino, obligándolo a retroceder con su espada en alto.
Marcus apretó los puños, su mandíbula tensa mientras observaba el cuerpo inmóvil de Watson. "Maldita sea..." murmuró entre dientes, su voz cargada de una mezcla de rabia y dolor contenido.
Lira sintió como si le hubieran arrancado el aire de los pulmones. Sus manos temblaron por un instante antes de aferrarse con más fuerza a sus armas. "No... no puede ser..." susurró, pero su voz se perdió entre los rugidos de las bestias que los rodeaban.
Kai, usualmente el más despreocupado del grupo, sintió un vacío extraño en el pecho. Su sonrisa característica se desvaneció completamente mientras miraba hacia donde había caído Watson. "Esto... esto no debería haber pasado," murmuró, más para sí mismo que para los demás.
Pero las quimeras no les dieron tiempo para el luto. Con rugidos ensordecedores, las bestias se lanzaron sobre ellos, y el grupo tuvo que reaccionar o morir.
"¡Manténganse juntos!" gritó Marcus, su voz cortando a través de la confusión. "¡Watson no habría querido que nos rindiéramos aquí!"
La batalla que siguió fue diferente a todas las anteriores. Sin Watson, perdieron no solo su apoyo de combate, sino también su ancla emocional. Cada movimiento parecía más desesperado, cada ataque más frenético.
Lira se movía como una sombra enloquecida, sus dagas encontrando puntos vitales con eficiencia mortal, pero sus ojos estaban vidriosos, luchando tanto contra las lágrimas como contra los enemigos.
Marcus coordinaba los ataques con voz ronca, manteniendo al grupo unido a pura fuerza de voluntad, aunque su propio corazón estuviera destrozado. Su magia crujía con intensidad peligrosa, alimentada por la desesperación.
Kai, a pesar de su shock inicial, encontró en la pérdida una determinación que no sabía que poseía. Sus hechizos volaron con precisión letal, cada conjuro dedicado silenciosamente a la memoria de su compañero caído.
La batalla pareció durar horas, aunque probablemente fueron solo minutos. Una por una, las quimeras cayeron ante el grupo devastado pero decidido. Cuando la última bestia se desplomó, todos se quedaron de pie, jadeando pesadamente, cubiertos de sangre y sudor.
Kai, apoyándose en su bastón mientras trataba de recuperar el aliento, soltó una risa amarga y exhausta. "Eso... eso era todo," dijo entre jadeos, su voz temblando ligeramente. Su sonrisa habitual intentó regresar, pero se veía forzada, casi desesperada. "¿Ven? No era tan... tan difícil después de todo."
Darius se río, pero fue un sonido hueco, vacío. Se pasó una mano por el cabello, tratando de acomodárselo como siempre hacía, aunque algunos mechones siguieron cayendo sobre su frente . "Haber si esto es suficiente."
Fue entonces cuando el aire mismo pareció volverse denso y opresivo. Una presencia malévola se materializó lentamente ante ellos, y todos sintieron como si la temperatura hubiera bajado varios grados.
El Devorador de Luz de dos metros emergió de las sombras como una pesadilla hecha realidad. Su forma era imposible de describir completamente - una masa cambiante de oscuridad absoluta que parecía absorber la luz misma del ambiente. Donde debería haber estado su rostro, solo había un vacío que dolía mirar directamente. Tentáculos de sombra se extendían desde su forma central, moviéndose con vida propia, y un aura de desesperación pura emanaba de su ser. El aire alrededor de la criatura se distorsionaba, como si la realidad misma se curvara ante su presencia.
Aurelio, que acababa de terminar de clavar su espada en el corazón de una quimera moribunda, levantó la vista hacia la nueva amenaza y luego dirigió una mirada de reproche hacia Kai. El agotamiento y el dolor reciente hacían que su voz sonara más áspera de lo usual. "Tenías que abrir la maldita boca."
El silencio que siguió fue cargado de terror y resignación. Frente a ellos se alzaba una criatura que parecía salida de las peores pesadillas, y todos sabían que la verdadera batalla apenas comenzaba.