"El dolor no destruye. Moldea.
Y aquellos que arden en él, si no se consumen, renacen distintos.
Pero no todos tienen esa suerte."
Hubo un momento —breve, imposible, eterno— en que el tiempo se contuvo.
Aurelio avanzó un paso. Solo uno.
Y fue como si el universo contuviera la respiración.
Porque en su mirada había algo nuevo.
No rabia. No miedo. No desesperación.
Sino una voluntad desnuda. Pura. Peligrosa.
Y el Devorador de Luz... titubeó.
Apenas un segundo. Apenas un gesto. Pero en él se escondía una verdad:
hasta el vacío puede temer.
Fue entonces cuando el mundo decidió equilibrar la balanza.
Porque cada chispa de esperanza debe pagar su precio.
Y el precio, como siempre, fue sangre.
El silencio no fue inmediato. Fue progresivo.
Primero callaron los ecos. Luego las voces. Y finalmente... la esperanza.
El Devorador no avanzaba. No necesitaba hacerlo. Su mera presencia torcía el aire, desfiguraba los contornos del mundo, quebraba la percepción como si la realidad misma comenzara a disolverse en una niebla que no era del todo física.
Las órdenes de Marcus se volvían susurros sin raíz. Thane apretaba los dientes sin saber si los sonidos que escuchaba eran del mundo o de su mente. Amelia tensaba el arco, pero la luz se quebraba en tres, y ninguno de los blancos era real.
Kai fue el primero en notarlo:
—No... no lo ven... ¿verdad?
No había pánico aún. Solo desconcierto.
Hasta que los tentáculos empezaron a moverse.
Como raíces de un árbol enfermo, se deslizaron entre escombros, esquirlas de piedra y grietas del aura como si leyeran el miedo con tacto. Uno de ellos rozó el tobillo de Viktor. Otro envolvió el mango de la espada de Marcus. El tercero… se estiró hacia Kai, como reconociendo en él el relámpago que no sabía cómo morir.
Entonces el miedo ya no fue abstracto.
Lira vio cómo los tentáculos del Devorador se extendían como serpientes hambrientas hacia Marcus y Kai, envolviendo sus muñecas con la paciencia cruel de un verdugo. Sus rostros se desencajaban mientras sus esencias se drenaban como agua por un colador roto.
—¡NO TOQUES A MIS AMIGOS! —rugió, su voz quebrándose como cristal contra piedra.
No había tiempo para la estrategia. No había tiempo para el miedo.
Solo quedaba el amor feroz que sentía por aquellos que había elegido como familia.
Sus bastones se conectaron con un chasquido eléctrico. Las chispas azules danzaron por su piel como constelaciones furiosas, y por un momento —solo un momento— fue hermosa como la tormenta misma.
"Perdóname, hermana," pensó, recordando aquella promesa que le había hecho bajo la lluvia de su pueblo natal. "No podré volver a casa para contarte historias de aventuras."
Cargó su último rayo. Todo su ser se convirtió en un canal de electricidad pura, sus ojos centelleando con la luz de mil rayos. Saltó hacia el Devorador como una estrella fugaz, sus bastones fundiéndose con su esencia vital.
Pero el Silencio del Vacío distorsionó su hechizo en el aire. La electricidad se desintegró como humo azul, inútil, hermosa, perdida.
Un tentáculo la atravesó en pleno vuelo.
No hubo dolor. Solo sorpresa. Colgó en el aire como un insecto atrapado en ámbar negro, mientras su último rayo se disparaba hacia el cielo nocturno —inútil, brillante, desesperado.
—Al menos... al menos fue hermoso —murmuró, sintiendo cómo el Devorador absorbía no solo su energía, sino cada recuerdo precioso: la risa de su hermano, la primera vez que controló un rayo, el sabor de la victoria compartida.
Su cuerpo se desvaneció lentamente, como si fuera absorbida no solo en carne, sino en alma. Las últimas chispas de electricidad parpadearon en sus dedos como luciérnagas moribundas.
No hay explosión. Solo un destello azul... y luego nada.
-El relámpago fue tragado por la oscuridad.
No hubo grito. No hubo lágrima.
Solo un silencio que pareció extenderse más allá del combate, más allá del tiempo.
Lira no cayó.
Fue borrada.
Como si nunca hubiera existido más allá del destello que dejó flotando en el aire.
Kai se arrodilló sin entender si aún respiraba. Amelia no alcanzó a disparar. Marcus apretó los dientes, sin poder siquiera maldecir. El mundo seguía girando... pero más lento, como si todo se hubiera vuelto viscoso.
Y en ese vacío… el Devorador siguió avanzando.
Ya no lo hacía con apuro. Ni con rabia. Lo hacía con la solemnidad de un juicio final. Como si cada paso fuera una lápida.
Uno.
Otro.
Hasta que su sombra tocó a Amelia.
Entonces Viktor se movió.
Cojeando. Sangrando. Sin armadura completa.
Pero con la mirada de quien ha hecho este cálculo antes.
Y ha decidido que el resultado es... aceptable.
Viktor nunca había retrocedido. Ni siquiera ahora, cojeando, con su pierna fracturada protestando a cada paso, con su armadura agrietada como cáscara de huevo roto.
El Devorador se deslizó hacia Amelia con la gracia líquida de una serpiente de sombras. Ella había agotado casi todas sus flechas, su brazo derecho temblaba por el agotamiento, y la desesperación dibujaba líneas oscuras bajo sus ojos.
Viktor vio la trayectoria. Calculó la distancia. Comprendió la ecuación.
—¡¡NO!! —rugió, empujando a Amelia fuera del camino con su último aliento de fuerza.
Recibió el golpe directamente. No había aura que lo protegiera. No había barrera mágica. Solo su cuerpo interponiéndose entre la muerte y la esperanza.
Pero Viktor no era un hombre que muriera en silencio.
Canalizó todo lo que le quedaba en su puño derecho —cada gota de esencia, cada memoria de batallas ganadas, cada promesa incumplida—. Su técnica especial, "Freno Cinético", se activó como un último rugido de desafío.
El golpe impactó en el torso del Devorador.
La criatura retrocedió un paso. Solo uno. Pero fue suficiente para que Viktor sonriera.
—Eso fue... por Lira —jadeo, sangre brotando de sus labios como pétalos rojos—. Y por los que siguen vivos.
El Devorador lo observó con esa presencia abrumadora que no necesitaba ojos para ver. Cuatro tentáculos lo atravesaron simultáneamente: abdomen, pecho, garganta, hombro.
Lo elevaron como una ofrenda.
Viktor no gritó. Los soldados veteranos no gritan cuando mueren. Simplemente se desvanecen, sintiendo cómo el Devorador absorbe todo lo que queda en él: músculo, piel, energía, recuerdos de guerra, el sabor de la victoria, el peso de las medallas que nunca recibió.
En segundos, solo quedó su armadura vacía, que cayó al suelo con un sonido sordo como el de un corazón que deja de latir.
El escudo se rompió, pero compró segundos que salvaron vidas.
Por un instante, nadie se movió.
El impacto emocional de la pérdida fue un segundo más lento que el físico. El cráter donde había estado Viktor parecía absorber más que escombros… parecía arrastrar consigo la voluntad del grupo, como si su ausencia tuviera peso gravitacional.
Amelia soltó una flecha hacia el vacío, sin apuntar. Solo porque no podía quedarse quieta.
Kai bajó los ojos, cerrando los labios como quien contiene algo mucho más letal que un conjuro.
La esencia de Viktor flotaba en el aire como un eco que se negaba a apagarse.
Y sin embargo… el Devorador ya había virado su atención.
No necesitó mirar. Porque no miraba.
Solo sabía.
Y ahora sabía que Elena aún podía luchar.
El campo volvió a retorcerse.
No con violencia… sino con elegancia. Como si la oscuridad tejiera su siguiente escena con mano de dramaturgo.
Y entonces llegó… el Silencio del Acero.
Elena luchaba con una sola mano, su brazo derecho aún prisionero del cabestrillo, pero su espada cortaba el aire con la precisión matemática que había perfeccionado durante años de entrenamiento militar.
El Devorador activó su Distorsión de Luz.
De pronto, se encontró rodeada por copias ilusorias de la criatura. Cinco. Diez. Veinte formas idénticas que la acechaban desde todos los ángulos como un ejército de pesadillas.
Su percepción falló. No podía confiar en su vista. Se guió por el sonido... pero el Silencio del Vacío anulaba todos los ruidos.
Aun así, sonrió con esa soberbia militar que había heredado de generaciones de guerreros.
—¿Así es como terminas esto? ¿Con ilusiones? —murmuró, girando su espada en círculos defensivos—. Pensé que eras una fuerza de verdad.
Cargó contra la primera forma. Su espada atravesó humo.
La segunda. Aire vacío.
La tercera...
Su hoja encontró resistencia. Algo sólido. Algo real.
Clavó su espada en el costado del verdadero Devorador, hundiendo el acero hasta la empuñadura. Un corte profundo que habría matado a cualquier criatura viviente.
Sangre oscura brotó de la herida, pero no era sangre real. Era como humo denso y espeso, como si hubiera cortado un concepto en lugar de un cuerpo.
—Te tengo —jadeo Elena, sintiendo la victoria como miel en su lengua.
Pero el Devorador tomó su rostro con una mano de sombras. Sin violencia. Sin urgencia. Como si le ofreciera descanso después de una larga batalla.
Y comenzó a devorar su mente.
No le arrancó la vida de golpe. No.
Le mostró visiones alternativas. Realidades donde no había perdido a sus compañeros de armas. Un mundo donde su familia seguía viva, donde sus hermanos la esperaban en casa con sonrisas y abrazos. Todo lo que nunca tuvo, todo lo que siempre quiso.
Elena cayó de rodillas, lágrimas de gratitud rodando por sus mejillas como perlas de plata.
—Es... es hermoso —susurró, perdida en la ilusión—. Finalmente puedo descansar.
Hasta que una parte de su mente militar, entrenada para la supervivencia, gritó una advertencia.
"¡Todo es mentira!"
Intentó moverse. Intentó gritar. Pero ya no podía distinguir lo real de lo ilusorio. Su conciencia se fragmentó entre la promesa y la traición, entre el deseo y la verdad.
Y así, en ese limbo cruel entre la esperanza y la desesperación, su alma se apagó como una vela en la tormenta.
-No cayó por la espada. Cayó por lo que quiso creer.
Durante todo la masacre, Aurelio había corrido como un demonio dorado de una muerte a otra, intentando llegar a tiempo, intentando salvar a quienes ya no podían salvarse.
Cuando Lira saltó hacia su destrucción, él estaba a veinte metros de distancia, gritando su nombre.
Cuando Viktor se interpuso entre Amelia y la muerte, él llegó dos segundos tarde.
Cuando Elena cayó en el laberinto de ilusiones, sus manos se cerraron alrededor del aire vacío.
Su aura dorada parpadeaba como una llama en la tormenta, alimentada por la frustración, la rabia y una culpa que le carcomía las entrañas como ácido.
"No pude salvar a Watson. No pude salvar a Lira. No pude salvar a Viktor. No pude salvar a Elena."
Cada nombre era una puñalada en su corazón.
Desde lo alto del coloso, Daemon observó todo con una sonrisa ladeada que no llegaba a sus ojos.
—Dicen que la esperanza es el sueño de los despiertos —comentó con desdén, sus palabras destilando veneno—. Pero también dicen que el sueño prolongado es una forma de muerte.
Darius asintió, tocando la gema flotante con la punta de su dedo. Las ondas de energía emocional que emanaban de Aurelio eran caóticas, hermosas en su destrucción.
—Él cree que el dolor lo hará más fuerte —murmuró, estudiando los patrones de luz que danzaban en el cristal—. Pero el dolor solo quiebra en formas más bellas para nosotros. Mira bien: su alma está fracturándose como vidrio bajo presión.
—Pronto —susurró Daemon—. Muy pronto llegará el momento perfecto.
-
El Devorador se deslizó hacia Amelia, que había retrocedido hasta quedar acorralada contra una pared de piedra. Sus últimas tres flechas temblaban en su mano izquierda —la derecha ya no podía sostener el arco.
Sus ojos, siempre tan seguros al apuntar, ahora estaban nublados por lágrimas que se negaba a derramar.
—No... no así —murmuró, cargando una flecha con manos temblorosas—. No después de verlos morir.
La criatura se acercó con esa paciencia cruel que había mostrado con todos los demás. Sabía que ella no podía huir. Sabía que ya había ganado.
Fue entonces cuando Aurelio apareció.
No corrió. Voló.
Su aura dorada explotó como un segundo sol, propulsándolo a través del campo de batalla con una velocidad que desafiaba la comprensión. Los músculos de sus piernas se tensaron como resortes de acero, y el suelo se agrietó bajo sus pies.
Llegó en el momento exacto en que los tentáculos del Devorador se extendían hacia Amelia.
—¡APÁRTATE DE ELLA! —rugió, estrellándose contra el Devorador como un meteoro dorado.
El impacto resonó como un trueno. Ambos rodaron por el suelo, sombras y luz dorada mezclándose en una danza caótica.
Aurelio se incorporó primero, colocándose entre Amelia y la criatura como un muro viviente.
—Tranquila —le dijo por encima del hombro, su voz sorprendentemente calmada—. Yo me encargo.
Pero había algo más en su tono. Culpa. Determinación feroz. Y algo que sonaba peligrosamente parecido a una despedida.
"No pude salvarlos a ellos. Pero a ti sí."
Fue entonces cuando el laberinto decidió intervenir.
Las paredes se movieron.
No gradualmente, sino de forma violenta y súbita, como si el propio dungeon hubiera cobrado vida. Las piedras rugieron mientras se deslizaban, creando nuevos corredores, sellando pasadizos, separando a los combatientes como fichas en un tablero de ajedrez cósmico.
Un muro de granito negro se alzó entre Aurelio y el resto del grupo con la velocidad de una guillotina.
—¡AURELIO! —gritó Amelia desde el otro lado, golpeando la piedra con sus puños—. ¡NO NOS DEJES!
Pero su voz se apagó detrás de metros de roca sólida.
Aurelio se encontró solo en una cámara circular, iluminada únicamente por su aura dorada y la presencia opresiva del Devorador de Luz.
El silencio que siguió fue diferente al Silencio del Vacío. Era el silencio que precede a la tormenta. El silencio en el que se toman las decisiones que cambian el destino.
Aurelio desenvaino su espada lentamente, la hoja cantando al cortar el aire espeso.
—Solo tú y yo —murmuró, su aura brillando más intensamente—. Como debería haber sido desde el principio.
El Devorador de Luz se irguió en toda su terrible magnificencia, sus tentáculos ondulando como serpientes hambrientas, su presencia llenando la cámara como tinta vertida en agua clara.
Y así, en esa arena improvisada por el destino mismo, comenzó la batalla que definiría no solo el destino de Aurelio, sino el equilibrio entre la luz y la oscuridad que habitaba en su alma.
Las últimas palabras que resonaron en la cámara sellada fueron un susurro dorado:
—Por Watson. Por Lira. Por Viktor. Por Elena.
Por todos los que no pude salvar.
El laberinto había elegido sus gladiadores.
Ahora solo quedaba determinar cuál de los dos saldría vivo.