El Renacimiento del Rey

La Consecuencia

"No todos los cuerpos mueren cuando caen.
Algunos se rompen primero por dentro...
Y cuando se levantan, ya no son ellos.
Son algo más. Algo que el mundo no debería haber despertado."
El eco del combate aún vibraba en los huesos de los que quedaban. No en forma de sonido, sino como una resonancia muda que se adhería a la piel, al alma, a la memoria.
El muro que había separado a Aurelio del resto seguía allí, inamovible, como si el propio laberinto se negara a devolver lo que había tomado. Nadie sabía qué ocurría al otro lado. Solo el silencio respondía.
Y en ese silencio, el dolor se volvió estructura.
Zara seguía allí. De pie. Respirando. Pero no viva.
Sus ojos, antes tan atentos, tan llenos de luz, ahora eran espejos rotos que no reflejaban nada.
La ilusión no la había matado. La había vaciado.
—Zara... —susurró Marcus, tocándole el hombro con la delicadeza de quien teme que el más leve contacto pueda romper lo poco que queda.
Kai chasqueó los dedos frente a su rostro. Nada. La curandera permanecía inmóvil, perdida en laberintos mentales que solo ella conocía.
—Déjame intentar —murmuró Amelia, acercándose con paso vacilante.
Colocó dos dedos sobre la frente de Zara y cerró los ojos. Su aura se extendió como una brisa cálida, buscando los fragmentos de consciencia dispersos en el vacío.
—¿Dónde... estoy? —murmuró Zara finalmente, tambaleándose como un árbol al viento.
—Con nosotros —dijo Amelia con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Aún no has terminado.
Desde lo alto de una plataforma, Daemon y Darius observaban en silencio. El humo del coloso se disipaba lentamente, como si el mundo mismo exhalara tras una larga contención.
—Ya hicimos lo que debíamos hacer —dijo Daemon, girándose con la elegancia de quien ha cumplido su papel en una obra de teatro.
—El tablero está en movimiento —añadió Darius, tocando su gema flotante—. Ahora solo queda esperar el jaque mate.
Los gemelos se desvanecieron entre las sombras, dejando solo el eco de sus palabras flotando en el aire espeso.
Marcus se incorporó lentamente, cada movimiento una declaración de guerra contra el dolor que le atravesaba el costado.
—Necesitamos reagruparnos —dijo, su voz cortando el aire como una orden—. Evaluar heridos. Planificar el siguiente movimiento.
—¿Planificar? —Kai dejó escapar una risa amarga—. Watson está muerto. Lira está muerta. Viktor está muerto. Elena está muerta. ¿Qué más hay que planificar?
—Seguir adelante —respondió Thane, apretando los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos—. Eso es lo que ellos habrían querido.
—¿Ah, sí? —Kai se levantó de un salto, sus ojos centelleando con lágrimas contenidas—. ¿Cómo lo sabes? ¿Hablaste con sus fantasmas?
—Kai... —comenzó Amelia.
—¡No! —rugió él—. ¡No me vengas con palabras consoladoras! ¡Vi cómo Lira se desvaneció! ¡Vi cómo Viktor se desangró! ¡Vi cómo Elena se perdió en sueños que nunca fueron reales!
Selene emergió de las sombras, su rostro más pálido que la luna.
—El dolor no los traerá de vuelta —dijo con voz suave pero firme—. Pero honrar sus muertes... eso sí podemos hacerlo.
—¿Honrar sus muertes? —Kai se rio con amargura—. ¿Cómo se honra a los muertos, Selene? ¿Llorando? ¿Vengándose? ¿Muriendo también?
—Viviendo —respondió ella sin vacilar—. Viviendo con propósito.
Marcus se acercó a ellos, cojeando pero con la espalda recta.
—Escuchen —dijo, su voz cargada de autoridad—. Sé que duele. Sé que quieren rendirse. Pero Aurelio sigue ahí dentro. Solo. Enfrentando lo que sea que quede de esa cosa.
—¿Y si ya es tarde? —preguntó Thane, con voz grave como el rumor de una tormenta distante.
Amelia se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
—Entonces llegaremos tarde —dijo, su voz temblando pero sin quebrarse—. Pero llegaremos.
Se hizo un silencio pesado. Los sobrevivientes se miraron entre sí, midiendo el peso de la decisión que se cernía sobre ellos.
—No podemos ir todos —dijo Marcus finalmente—. Los heridos nos retrasarían. Y si algo nos pasa a nosotros, no quedará nadie para contar la historia.
—¿Estás sugiriendo que nos dividamos? —preguntó Zara, aún vacilante pero recuperando la lucidez.
—Estoy sugiriendo que seamos inteligentes —respondió Marcus—. Algunos se quedan. Algunos van.
—Yo voy —dijo Amelia inmediatamente—. Si él está vivo, lo encontraré. No importa si este laberinto se parte en mil pedazos.
—Yo también —añadió Selene—. Las sombras me conocen. Puedo guiarlos.
—Cuentan conmigo —gruñó Thane—. Ese bastardo me debe una pelea pendiente.
Todos miraron a Kai, que había permanecido callado, contemplando el muro que los separaba de Aurelio.
—¿Kai? —lo llamó Amelia suavemente.
Él cerró los ojos, respiró profundo, y cuando los abrió, había algo diferente en ellos. Algo más frío. Más determinado.
—Voy —dijo simplemente—. Pero no por venganza. No por heroísmo. Voy porque...
Hizo una pausa, buscando las palabras correctas.
—Porque si no voy, las últimas imágenes que tendré de mis amigos serán sus muertes. Y eso... eso no puedo permitirlo.
Marcus asintió, una sonrisa triste cruzando su rostro curtido.
—Entonces está decidido —dijo—. Zara, nos quedaremos aquí. Estableceremos un campamento base. Ustedes cuatro irán por Aurelio.
—¿Y si no volvemos? —preguntó Selene.
—Entonces haremos que su sacrificio valga la pena —respondió Marcus—. Como soldados. Como hermanos.
Los cuatro se acercaron al muro que los separaba de Aurelio. Amelia colocó la palma sobre la piedra fría.
—Resiste —murmuró—. Solo... resiste un poco más.
—Estamos llegando —añadió Kai, su voz apenas un susurro.
—No importa lo que te esté pasando allá dentro —dijo Thane—. No estás solo.
Selene no dijo nada. Solo presionó su frente contra la piedra y cerró los ojos, como si tratara de enviar su fuerza a través de la roca sólida.
Se separaron del muro. Se miraron entre sí una última vez.
—Si esto sale mal... —comenzó Amelia.
—No saldrá mal —la interrumpió Selene—. No puede salir mal. Ya perdimos demasiado.
—¿Listos? —preguntó Kai, tratando de sonar casual y fallando miserablemente.
—Nunca —respondió Thane—. Pero vamos de todos modos.
Y así, se adentraron en el corazón del laberinto, dejando atrás la seguridad relativa del campamento y dirigiéndose hacia lo desconocido.
El mundo mutaba a su alrededor. Las paredes cambiaban cada pocos minutos, como si el laberinto tuviera ahora una voluntad propia. Una criatura viva que deseaba confundir, atrapar... o tal vez presenciar.
Cada paso los alejaba más de Aurelio.
Y sin embargo, cada paso los acercaba a la verdad.
Porque mientras ellos caminaban entre ruinas y ecos, en otro rincón del laberinto, el destino ya había comenzado a escribir con fuego.
"La batalla no comenzó con un grito.
Comenzó con un susurro...
El de una voluntad que se negó a morir."
La cámara era circular, como un coliseo diseñado por dioses crueles. La única luz provenía del aura dorada de Aurelio y de la sombra viviente del Devorador de Luz.
Aurelio se puso en pie lentamente, cada movimiento un desafío a la gravedad del destino. Su espada cantaba al cortar el aire, un lamento metálico que resonaba en las paredes de piedra.
—¿Hablas? ¿Piensas? ¿O solo devoras? —preguntó, su voz cortando el silencio como una navaja.
El Devorador no respondió. No necesitaba hacerlo. Su presencia era respuesta suficiente: un vacío que aspiraba luz, esperanza, existencia misma.
Avanzó con la gracia líquida de una pesadilla hecha carne.
Aurelio dio un paso hacia adelante y, con su espada, cortó el aire mismo. Un tajo que rompió el campo de distorsión, devolviendo el sonido al mundo con un golpe de trueno que estremeció los cimientos de la realidad.
—Bien —murmuró, sus ojos dorados centelleando—. Empecemos.
El choque fue inmediato. Violento. Definitivo.
Espada contra artes marciales oscuras. Luz contra vacío. Voluntad contra aniquilación.
El Devorador se movía como agua líquida, sus extremidades doblándose en ángulos imposibles. Una patada giratoria envió a Aurelio por los aires, estrellándolo contra la pared con un crujido que resonó en sus huesos.
Aurelio escupió sangre, pero se levantó. Siempre se levantaba.
"No peleo solo por mí. Peleo con la fuerza de los que ya no pueden levantarse."
Activó su poder de sombras. Se movía más rápido ahora, sus golpes eran más fluidos. Su aura dorada y oscura se entrelazaban como serpientes danzando, creando patrones de luz que hipnotizaban y destruían.
Pero el Devorador era más viejo que el dolor. Más sabio que la desesperación.
Con un movimiento casual, como quien rompe una rama seca, destrozó la espada de Aurelio.
El acero se hizo añicos. El aura se dispersó como humo dorado. Aurelio cayó de rodillas, sintiendo cómo su poder se desvanecía como agua entre los dedos.
Pero se levantó. Siempre se levantaba.
Esta vez a puño limpio.
Brutalidad pura: sombra contra luz, rostro contra rostro, voluntad contra vacío. Golpes que quebraban huesos y realidades. Cada puñetazo era un grito silencioso, cada patada una oración violenta.
Hasta que el Devorador, cansado del juego, lo atravesó con un tentáculo.
Aurelio miró hacia abajo, viendo cómo la oscuridad emergía de su pecho como una flor terrible. La sangre corrió por sus labios, cálida y final.
Cayó. Veía borroso. La muerte susurraba canciones de cuna en sus oídos.
"Fue entonces cuando el simbolo en su hombro, en vez de apagarse... brilló".
Una llama.
Una chispa.
Aurelio apareció en el vacío blanco.
No gradualmente. No como un sueño. De golpe, como quien cae en agua helada.
La Directriz lo esperaba. No como salvación. Como juicio.
Era imposible describirla. Era geometría y música. Era matemática y poesía. Era todo y nada, el concepto puro de existencia consciente.
—¿Creíste que bastaba con voluntad? —preguntó, su voz resonando desde todas partes y ninguna—. No eres suficiente. No todavía.
—Entonces hazme suficiente —respondió Aurelio, su voz firme incluso en el vacío—. Hazme lo que necesito ser.
—¿Sabes lo que me pides? —La Directriz se acercó, y su presencia era como estar en el centro de una tormenta de estrellas—. ¿Sabes el precio?
—El precio ya lo pagué —dijo Aurelio—. Lo pagué con la sangre de mis amigos. Con sus vidas. Con mi alma.
—No —respondió La Directriz—. El precio es lo que quedará de ti cuando esto termine.
Aurelio cerró los ojos. Vio los rostros de Watson, Lira, Viktor, Elena. Vio a Amelia, Kai, Selene, Thane esperando del otro lado del muro.
—Acepto —dijo.
La Directriz no lo castigó. No lo bendijo. Lo poseyó.
Como quien toma el timón de un barco a punto de hundirse.
Como quien enciende una estrella dentro de una herida.
Y entonces, el vacío blanco se quebró.
No con sonido, sino con intención.
Como si la realidad misma se replegara para dejarlo pasar.
El cuerpo de Aurelio se levantó.
Pero ya no era Aurelio quien lo controlaba.
La herida en su pecho se cerró con una mano, la sangre fluyendo hacia atrás como tiempo reversado. Con la sangre restante, se peinó hacia atrás con elegancia sobrenatural.
Cuando abrió los ojos, ya no eran dorados.
Eran prismas. Reflejaban todas las posibilidades del universo.
—La carne sangre —dijo, su voz multiplicándose en harmonías imposibles—. La voluntad quiebra. Pero yo... soy la consecuencia.
El Devorador retrocedió por primera vez. En su presencia sin forma, algo parecido al miedo comenzó a crecer.
Los golpes que siguieron fueron imposibles de describir. No eran solo físicos. Eran conceptuales. Cada puñetazo reescribía las leyes de la realidad. Cada patada borraba posibilidades del tiempo.
Las sombras se multiplicaron en formas geométricas, sellando la cámara en un laberinto de oscuridad absoluta. El Devorador intentó huir, pero no había escape de algo que existía en todas las dimensiones simultáneamente.
La Directriz no solo lo golpeaba. Lo destruía emocionalmente. Lo destrozaba simbólicamente, de adentro hacia afuera.
—Eras hambre —dijo, su voz un eco de infinitas voces—. Yo soy el final del apetito.
El Devorador fue absorbido como energía pura. Deshecho. Olvidado. Borrado no solo de la existencia, sino de la memoria misma del universo.
Y entonces, las paredes del laberinto se estremecieron. No como una estructura... sino como una bestia que exhala antes de abrir los ojos.
Dos nuevas presencias irrumpieron en la cámara. No caminaron. No se materializaron. Simplemente... estuvieron.
La Quimera Psíquica: Un león con cabezas de dragón que atacaba la mente, tejiendo pesadillas como obras de arte.
El Guardián del Vacío: Un humanoide de cuatro metros cubierto de armadura orgánica que pulsaba como un corazón de acero.
No vinieron a devorar. No vinieron a luchar.
Vinieron a presenciar.
—Vaya, vaya... —murmuró la Quimera, sus múltiples cabezas sonriendo con dientes que eran pequeños soles—. Esto sí que va a ser entretenido.
El Guardián no habló. Solo inclinó la cabeza en un gesto que podría haber sido respeto... o desafío.
La Directriz, en el cuerpo de Aurelio, los miró con esos ojos que reflejaban infinitos.
—¿Vienen a jugar? —preguntó, su sonrisa conteniendo la promesa de apocalipsis.
Y así, en la cámara donde la esperanza murió y renació,
lo único que quedaba en pie...
era un niño vacío.
O algo que fingía ser uno.
El eco de la batalla se desvanecía lentamente, como el último suspiro de una tormenta que ha arrasado con todo a su paso.
En algún lugar del laberinto, cuatro voces gritaban un nombre que ya no pertenecía a quien lo había llevado.
Y en el silencio que siguió, algo nuevo comenzó a respirar.
Algo que había sido Aurelio.
Algo que ahora era mucho más.
Y mucho menos.



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En el texto hay: fantasia, renacimiento, antiheroe

Editado: 21.07.2025

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