La luz era la misma. Siempre la misma.
Un fulgor pálido, sin origen ni sombra, que caía desde un cielo inexistente, filtrándose entre grietas de piedra como si el tiempo hubiera olvidado su curso. Las paredes del laberinto se repetían con una crueldad matemática, cada corredor idéntico al anterior, cada curva un eco de la anterior. Y ellos... corrían.
Las respiraciones eran irregulares. El sudor les empapaba el cuello, la espalda, el alma. Las pisadas resonaban como tambores rotos en la piedra.
—¡Esto es el mismo maldito pasillo! —gruñó Kai, deteniéndose de golpe y golpeando una pared con el puño—. ¡Llevamos horas dando vueltas!
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Thane, con la voz aún firme, pero el ceño marcado—. Todo se parece. Podría ser otro lugar.
Kai pateó una roca, que salió rodando sin sentido.
—Porque ya conté esa grieta. Y esa maldita curva. Y esa runa... —se volvió, señalando una figura tallada en una piedra—. Mira bien. Tiene forma de cuervo. Y una línea rota al costado.
Selene se acercó y, tras observarlo, asintió con una seriedad dolorosa.
—Es cierto. Ya pasamos por aquí. Al menos... tres veces.
—¿El laberinto se mueve o... nosotros? —murmuró Amelia, deteniéndose y apoyándose en la pared. Tenía la mirada fija en el suelo, pero su mente estaba lejos.
Kai se dejó caer en cuclillas.
—Genial. No solo estamos atrapados. Estamos siendo burlados. Como ratas en un experimento.
—Eso es exactamente lo que somos —dijo Selene con calma helada—. Ratas con aura.
Un silencio tenso se formó entre ellos, apenas interrumpido por sus respiraciones entrecortadas.
—Debemos parar —dijo Thane, girando el cuello con un leve crujido—. Recuperar aire. Pensar.
—¿Y si mientras pensamos, él... —Kai tragó saliva— ...no resiste? ¿Y si ya no queda nadie a quien rescatar?
Amelia levantó el rostro. Sus ojos, enrojecidos pero fijos, se clavaron en los de Kai.
—Aurelio no es tan fácil de romper.
Kai bajó la mirada.
—Nadie es indestructible.
—No hablo de fuerza bruta —respondió Amelia—. Hablo de voluntad. De ese fuego raro que tiene. Ese que ni siquiera él entiende.
Thane asintió con lentitud.
—Recuerdo su mirada antes de que se quedara atrás... No era de miedo. Era de decisión.
Selene, que se había adelantado unos pasos, se detuvo.
—Aquí.
Todos se giraron hacia ella. Había un árbol. Uno solo. Torcido, de raíces negras y copa baja, que parecía haber brotado de la piedra misma. Las hojas eran rojas, y entre ellas colgaban manzanas oscuras, brillantes como obsidiana húmeda.
—¿Esto es real? —murmuró Kai, acercándose con cautela—. ¿Fruta en medio del laberinto?
Selene se agachó junto al tronco, pasó los dedos por la corteza.
—No siento magia hostil. Pero no lo sé. Puede que sea una ilusión… o un regalo envenenado.
—No lo sabremos si no probamos —dijo Thane, arrancando una manzana sin dudar y mordiéndola.
El jugo corrió por su mentón. Su expresión no se torció.
—Está buena. Sabe a... algo entre dulce y amargo.
—Dámela —dijo Kai, tomando otra—. Si vamos a morir, al menos con el estómago lleno.
Uno por uno, tomaron fruta. Amelia fue la última, pero cuando la probó, sus ojos se suavizaron por un instante.
—Esto no es comida. Es un ancla —dijo Selene, sentándose en el suelo con la espalda contra la piedra—. El laberinto no nos quiere muertos. Nos quiere... contenidos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que entramos? —preguntó Thane, con el tono de quien teme la respuesta.
Selene entrecerró los ojos, tocando un símbolo que flotaba débilmente sobre su muñeca. Su runa de orientación, debilitada, aún marcaba flujo temporal.
—Sesenta horas. Tal vez sesenta y cinco. No mucho más.
—¿Y en todo ese tiempo... nada? —Kai sacudió la cabeza.
Amelia bajó la mirada a su manzana a medio comer.
—Aurelio siempre encuentra una forma.
—¿Y si esta vez no la encuentra? —dijo Kai, su voz más baja, casi culpable—. ¿Y si... no pudo?
—Entonces la encontraremos nosotros —respondió Amelia sin levantar la voz, pero con una firmeza que partió el aire.
Selene observó a Amelia con una ligera sonrisa triste.
—Eso fue lo más cerca a una orden que te he escuchado dar.
—No era una orden —respondió Amelia—. Era una promesa.
De pronto, un estruendo sacudió el suelo. No un simple crujido. Fue un golpe sordo y profundo, como si algo colosal hubiera golpeado la piedra desde las entrañas mismas del laberinto.
Todos se pusieron en pie de inmediato.
—¿Qué carajo fue eso...? —Kai giró en círculos—. ¿Viento? ¿Magia?
—No —dijo Thane, aferrando su arma—. Eso fue... un impacto.
Otro golpe. Más fuerte. Esta vez, incluso la fruta cayó del árbol. Un murmullo lejano, como un rugido, atravesó los corredores.
—¡Es él! —susurró Amelia, sus ojos ampliándose—. ¡Es Aurelio! Tiene que serlo...
El laberinto comenzó a mutar. Las paredes se estremecieron, se abrieron grietas donde antes no las había. Símbolos se encendieron como venas ardientes en la piedra.
—Está ocurriendo algo grande —murmuró Selene, sus sombras vibrando a su alrededor.
—¿Vamos hacia eso? —preguntó Kai, su tono cargado de duda.
Amelia asintió sin pensarlo.
—Vamos hacia él.
Y sin más palabras, comenzaron a correr.
"Hay batallas que se luchan con espadas.
Hay batallas que se luchan con magia.
Y hay batallas que se luchan con la esencia misma
de lo que significa estar vivo."
La cámara era un anfiteatro colosal, de geometría imposible que desafiaba las leyes de la perspectiva. Columnas flotaban en el aire sin soporte, retorcidas como si el espacio mismo sufriera bajo el peso de fuerzas invisibles. El techo se perdía en una oscuridad que parecía respirar, pulsando con un ritmo que no era del todo natural.
En el centro, sobre un círculo de piedra negra pulida hasta parecer un espejo, Aurelio se erguía entre los cadáveres de bestias antiguas. Su cuerpo respiraba con una calma antinatural, cada inhalación medida, cada exhalación deliberada.
Movía los dedos con elegancia quirúrgica, girando la muñeca, inspeccionando el brazo como quien prueba una nueva prenda. Había algo profundamente perturbador en esos movimientos, una precisión que no pertenecía a un niño de once años.
—Curioso —murmuró la Directriz, con esa voz que había sido de Aurelio pero ahora contenía ecos de muchas vidas—. La carne es... cálida. Limitada, sí. Pero fascinante. Se contrae. Resiste. Sangre. Me gusta.
Levantó la cabeza, y sus ojos —que ya no eran dorados sino prismas líquidos que reflejaban infinitas posibilidades— se fijaron en el aire frente a él.
El espacio se quebró como cristal bajo presión.
De la ruptura surgieron las dos criaturas, no caminando, no materializándose, sino simplemente... estando. Como si hubieran estado ahí desde el principio del tiempo, esperando este momento.
La Quimera Psíquica se manifestó primero. Un león cuyo cuerpo era una sinfonía de músculos y pesadillas, con tres cabezas de dragón que flotaban translúcidas alrededor de su cuello. Sus ojos destellaban fractales vivos, patrones matemáticos que dolían mirar directamente. Su aura mental envolvía la zona como una neblina tóxica, tratando de distorsionar la percepción misma de la realidad.
El Guardián del Vacío apareció un instante después. Un coloso de cuatro metros, con armadura orgánica que pulsaba como si estuviera viva, cada placa respirando al ritmo de un corazón de acero. Su mirada era hueca, sin odio, sin piedad, sin nada que pudiera reconocerse como emoción. Era la encarnación del fin último, el punto donde todas las historias terminan.
La Directriz arqueó ligeramente el cuello, su cabello aún empapado en sangre que se había vuelto fuego líquido. Una sonrisa cruzó su rostro, y en esa sonrisa había algo que hizo que la propia oscuridad retrocediera.
—¿Van a quedarse ahí como si tuvieran todo el tiempo del mundo... o van a entretenerme?
La Quimera no esperó. Sus tres cabezas emitieron un rugido que no era sonido sino pensamiento comprimido, una ola de imágenes que invadió la cámara como una plaga: muerte, abandono, oscuridad eterna. Memorias robadas de mil almas diferentes, el dolor destilado de criaturas que habían muerto sin esperanza.
Pero la Directriz solo sonrió más ampliamente.
—Intentas romperme con lo que ya está roto —dijo, su voz multiplicándose en harmonías imposibles—. Qué... ingenuo.
Y saltó.
Lo hizo sin magia visible. Sin aura. Solo con el cuerpo prestado de un niño convertido en furia conceptual, moviéndose más rápido de lo que la física debería permitir.
Golpeó a la Quimera con un puño directo en la garganta del león, rompiéndole no solo la respiración física sino también la psíquica. El impacto resonó como un trueno, pero no en el aire sino en la mente.
El monstruo respondió con una cola que era un espiral de lenguas bífidas, cada una susurrando secretos que enloquecían. Pero la Directriz giró sobre su propio eje, le quebró una pata trasera con una patada giratoria que desafió la gravedad, y lo lanzó contra una columna flotante.
La columna se hizo añicos. Los fragmentos cayeron como lluvia de estrellas rotas.
—Tu mente es compleja —dijo la Directriz, bajando del aire como quien camina por el viento—. Laberíntica. Hermosa, incluso. Pero yo soy el lenguaje que viene antes del pensamiento. Soy la gramática de la existencia.
La Quimera se levantó, sangrando pesadillas que se materializaban como pequeñas criaturas de sombra antes de disolverse. Sus ojos fractales giraron, reconfigurándose en patrones que intentaban hipnotizar, controlar, dominar.
Volvió a embestir, esta vez con las tres cabezas de dragón escupiendo fuego que quemaba recuerdos.
Pero antes de que el ataque llegara...
¡BOOM!
Un puño gigantesco impactó directamente en el rostro de la Directriz.
El mundo se detuvo por un instante. El aire mismo se cristalizó alrededor del impacto.
El Guardián del Vacío, silencioso, implacable, se había unido a la batalla. El golpe fue directo, frontal, rompiendo aire, hueso y la propia continuidad del espacio. La Directriz se cubrió instintivamente, bloqueando parte del impacto con ambos brazos, pero fue lanzada varios metros, estrellándose contra el muro curvo con un estruendo que hizo temblar los cimientos de la realidad.
Hubo polvo que brillaba como estrellas moribundas. Hubo grietas que se extendían como venas de fuego. Y luego...
Risa.
No una risa humana. Era el sonido que haría la música si pudiera volverse loca. Era la melodía de la destrucción compuesta por un dios demente.
—... Fascinante.
Emergió de entre el humo y los detritos. Parte de su rostro sangraba luz líquida. Parte se curaba sola, la carne fluyendo como agua hasta reformarse. Sus ojos eran prismas que contenían galaxias enteras.
—Tú sí que sabes dar la bienvenida —dijo, limpiándose la sangre con el dorso de la mano—. Hacía tiempo que no sentía... esto. Dolor. Limitación. Mortalidad. Es... embriagador.
Levantó una mano, hizo un gesto que era simple y, al mismo tiempo, contenía la complejidad de la creación misma. No había aura visible. No hubo hechizo perceptible.
Y sin embargo, el Guardián del Vacío fue lanzado por el aire como una hoja en una tormenta cósmica, estrellándose contra el techo curvo con un rugido metálico que resonó en dimensiones que no tenían nombre.
El choque hizo vibrar toda la estructura del anfiteatro. Las columnas flotantes se tambalearon. El aire mismo se ondulaba como agua perturbada.
—Ahora —dijo la Directriz, bajando la mano—. Ahora estamos hablando el mismo idioma.
En algún lugar, en una cámara sumida en penumbra tecnológica, un grupo de científicos observaba la escena proyectada en múltiples pantallas suspendidas por símbolos flotantes. No eran monitores. Eran fragmentos de realidad interceptada. Y en todos ellos... Aurelio. O algo que lo usaba como piel.
—¡Zoom en la cámara quince! —ordenó una voz entrecortada.
—¿Esa cosa… es el Sujeto 17? —preguntó otra, claramente temblando.
—No… —murmuró Roski, dando un paso adelante—. Eso es mucho más.
Su rostro estaba iluminado por el resplandor violento de las pantallas. Sus ojos no parpadeaban.
—Y pensar que nos cuestionaron por dejar que los gemelos ejecutaran el plan sin consentimiento oficial...
—¿Los gemelos? —intervino una mujer de bata gris, ajustando su transmisor—. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué interfirieron justo antes del enfrentamiento final?
Roski sonrió, con esa calma enfermiza que le era tan natural.
—Porque yo se los ordené.
—¿Por qué?
Roski no contestó de inmediato. Caminó hasta el centro de la sala, donde un símbolo antiguo flotaba dentro de un cilindro de contención. Lo tocó, y el símbolo latió.
—Sabíamos que Aurelio era especial. Que la Directriz le hablaba. Pero nunca supimos hasta dónde podía llegar. Lo que necesitábamos era... permitirle que se rompiera.
—¿Romperlo?
—Las estructuras más fuertes son las que renacen de cenizas. Pero si nunca caen, nunca cambian. Los gemelos crearon el espacio ideal para eso. Fragmentaron al grupo. Permitieron que él se enfrentara solo a la entidad. Lo que vemos ahí... —señaló la pantalla, donde Aurelio destruía una cabeza de dragón con un solo puñetazo— ...es el resultado.
—¿Y si no vuelve? ¿Y si la Directriz se queda con él para siempre?
Roski bajó la voz.
—Entonces será un sacrificio... hermoso.
La pantalla mostró al Guardián del Vacío levantándose una vez más. La Directriz lo esperaba de pie, riendo.
—O una victoria —susurró Roski—. Porque si conseguimos un recipiente consciente para una entidad como ella... habremos reescrito la historia del alma.
...
No había luz.
No oscuridad.
Solo un vasto vacío grisáceo que se extendía en todas direcciones, sin suelo ni techo, sin principio ni fin. Era como estar atrapado dentro de un pensamiento inacabado, una palabra que nunca fue pronunciada.
Y en medio de esa nada… él.
Aurelio.
O lo que quedaba de él.
Su cuerpo flotaba como una hoja sin viento. No sentía dolor. No sentía tiempo. Solo… ausencia.
—¿Dónde… estoy? —murmuró. Su voz se apagó al instante, como si la misma realidad no quisiera oírlo.
Por un momento creyó que había muerto. Otra vez. Una más en una cadena de vidas perdidas.
Miró sus manos. No estaban heridas, pero tampoco eran suyas. Eran pálidas, translúcidas, como si fueran el recuerdo de unas manos. Bajó la vista. Su cuerpo entero era apenas una silueta sostenida por voluntad.
—¿Será este mi final? —se preguntó en voz baja, casi con ternura—. ¿Después de todo… esto es lo que queda?
Silencio.
Y entonces, lo pensó: Este mundo me ha cambiado. Me ha vuelto... más débil.
Más humano.
Más... roto.
Quizá era justo. Quizá estaba pagando por lo que hizo en su vida pasada. Por cada pueblo que arrasó, por cada grito que ignoró como rey.
“Fui un conquistador... una tormenta con corona. Pero aquí… aquí ni siquiera puedo sostener una espada sin que tiemble mi mano.”
Bajó la cabeza. A punto de rendirse.
A punto de desvanecerse.
Pero entonces... la sintió.
No una voz. No una imagen.
Una llama.
Una chispa diminuta.
No venía de afuera. Venía de él.
Del niño.
Del tirano.
Del recuerdo.
De lo que aún no se ha rendido.
Y en esa chispa, escuchó algo. No palabras. Voluntad.
Y entendió.
No necesitaba ser puro. Ni fuerte. Ni perfecto.
Solo tenía que resistir.
Porque hay llamas que arden más cuando están a punto de extinguirse.
Levantó la mirada. Sus ojos ya no eran grises. Eran brasas.
—No soy solo lo que fui —dijo, y su voz retumbó por el vacío—. Soy lo que elijo ser ahora.
Se irguió.
—No por gloria.
Avanzó un paso.
—No por venganza.
Otro paso.
—Sino por lo que aún puede ser salvado.
Y entonces, el mundo tembló.
Una grieta de luz cortó el vacío.
Y Aurelio... volvió.
Corren.
Respiran con dificultad.
Pero no paran.
Las paredes del laberinto han comenzado a cambiar. Como si estuvieran replegándose hacia un único punto. Como si el corazón del lugar los estuviera llamando.
Selene se detuvo en seco.
—¡Esperen!
Amelia giró, casi tropezando.
—¿Qué pasa?
Selene respiró hondo. Cerró los ojos. Tocó el suelo. Las sombras le susurraban.
—Lo siento. Está cerca.
—¿Aurelio? —preguntó Thane.
Selene frunció el ceño.
—Sí… pero…
—¿Pero qué?
—Hay algo raro. Su presencia... no vibra igual. Es como si estuviera… duplicada. Una parte de él... y algo más.
—¿La Directriz? —susurró Kai.
Selene no respondió.
Amelia apretó el paso.
—No importa. Si está ahí, lo vamos a traer de vuelta.
—O enfrentaremos lo que haya que enfrentar —dijo Thane.
—Y si no vuelve —añadió Kai con voz baja—, nos quedamos con él.
Todos asintieron.
Siguieron corriendo.
Hasta que lo vieron.
Y entonces… lo vieron.
La cámara final.
Un anfiteatro retorcido, suspendido entre columnas flotantes y fragmentos de suelo desgarrado.
En el centro, erguida sobre los cadáveres del Guardían del Vacío y la Quimera Psíquica, estaba la Directriz.
El cuerpo era el de Aurelio.
Pero su postura… su aura… eran otra cosa.
Una figura inmóvil, de pie sobre los cuerpos humeantes.
Cabello peinado hacia atrás, fijado con sangre que se reabsorbía como tinta divina.
Los ojos… no dorados. No humanos. Eran prismas.
Cada reflejo una posibilidad.
Cada parpadeo una decisión no tomada.
Silencio absoluto.
Amelia se detuvo en seco. Sus labios temblaron.
—¿Aurelio…?
Bajó desde la plataforma.
No caminaba. Se deslizaba.
No vibraba. No respiraba. No era humano.
Kai dio un paso atrás.
—Ese… no es él.
Amelia intentó avanzar, pero la Directriz habló.
—Sus emociones me dan forma.
Sus culpas me dan poder.
Estoy más cerca que nunca.
¿No lo ven?
Esto no es posesión…
Es sinfonía.
La voz no era una sola.
Era un coro.
Era Aurelio… al revés.
Invertido. Redoblado.
Pero entonces… algo cambió.
La Directriz ladeó la cabeza. Frunció el ceño.
Miró sus propias manos.
Sus dedos temblaron.
—Hmm…
“Aún no es el momento… No se puede habitar por completo una casa donde la voluntad no ha muerto. No se conquista una llama si aún arde por dentro.”
Se quedó quieta.
Los demás corrieron hacia él.
—¡Aurelio! —gritó Amelia.
—¡Despierta! —dijo Kai.
—¡Resiste, maldito! —gruñó Thane.
Aurelio parpadeó.
Los ojos de Aurelio, por fin, dejaron de ser prismas.
Volvieron al azul que el grupo conocía.
Pero no al azul ardiente del estratega ni al resplandor frío del prodigio.
Era un azul apagado, empañado por la tormenta interior que acababa de atravesar.
Cayó de rodillas.
El aire entró en sus pulmones como si fuera la primera vez que respiraba.
Las manos temblorosas se aferraron al suelo como si dudara de su existencia.
Y entonces... Amelia corrió hacia él.
No lo dudó. No midió. No esperó.
Se arrodilló frente a él y lo abrazó con fuerza, como si abrazara un alma a punto de desvanecerse.
—Estás vivo… —susurró, su voz quebrada por un temblor de emoción—. Maldita sea… estás vivo.
Aurelio no respondió de inmediato.
Sus brazos, lentos, como si pesaran siglos, la rodearon por fin. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo… cerró los ojos.
—Creí… —dijo con voz ahogada—. Creí que no volvería.
Amelia separó su rostro del de él. Tenía lágrimas corriendo por sus mejillas, pero sus ojos brillaban con determinación.
—Siempre vuelves. Incluso cuando te pierdes. Incluso cuando todos te dan por muerto… tú vuelves.
—No estoy completo —susurró él.
—Nadie lo está —respondió ella—. Pero aún estás tú.
Selene se acercó en silencio. Se arrodilló a un lado, tocando con dos dedos la frente de Aurelio.
—El aura… volvió a su ritmo. Eres tú otra vez —dijo con una voz suave, pero firme—. Aunque algo… ha cambiado. En ti. En todos nosotros.
Aurelio levantó la mirada hacia ella.
—Gracias… por seguir buscando.
—No sabíamos a quién encontraríamos —añadió Kai, acercándose con una media sonrisa rota—. Pero juro que, por un segundo… pensé que estabas a punto de borrarte de la realidad.
Thane soltó un largo suspiro y se dejó caer sentado junto a ellos, limpiándose el sudor del cuello.
—Te ves como si hubieras peleado contra el universo… y hubieras ganado.
Aurelio se obligó a sonreír, apenas una curva cansada en sus labios.
—No gané. Solo me negué a desaparecer.
Kai lo miró de lado.
—Eso… es más de lo que muchos logran.
Silencio.
Un silencio bueno.
De esos que no pesan. De esos que envuelven.
Aurelio miró a su alrededor. Como si confirmara que no estaba soñando. Que no estaba solo.
—¿Y los demás? —preguntó con voz temblorosa—. Marcus… Zara… ¿están…?
Thane asintió.
—Zara despertó. Marcus la cuida. Están en una cámara más segura. Esperando… aunque no sabían si tú…
—No hace falta que digas más —interrumpió Aurelio, poniéndose de pie con lentitud, ayudado por Amelia—. Si están vivos… no podemos hacerlos esperar más.
Amelia le apretó la mano.
—Entonces vamos con ellos.
—Sí —murmuró Aurelio—. Vamos… antes de que el laberinto intente quitarnos otra vez lo que aún no ha logrado destruir.
Y así, bajo las luces moribundas del coliseo, entre cuerpos olvidados y ecos de voluntad, el grupo avanzó.
No como soldados.
No como sujetos de prueba.
Sino como lo que eran en ese momento exacto: sobrevivientes que se negaban a dejarse romper.