La vida siempre me lleva a distintos puntos en los que pareciera estar obligado a cerrar. Dicen que hay que cerrar ciclos. Sin embargo, a veces siento que no es necesario hacerlos pero, sin ir más lejos, son los "ciclos" los que parecen buscarme para obligarme a hacerles frente.
Menos mal que son solo pequeñas situaciones del pasado las que me persiguen, no hay mucha gente que quiera o extrañe a Daniel Navarrete.
No voy a negar que hay días en que me cuesta despertarme, batallar con lo que tengo que hacer y en cumplir con mi horario de comidas. Lamento decir, para aquel que está pasando por lo mismo que yo, que cada persona es distinta y que, en mi caso, ese fantasma aún hoy me persigue.
Claro que, cuando entro en confianza y suelto parte de mi vida, muchos se atreven a juzgar por encima lo que me pasó. Solo muy pocos saben a fondo por qué me pasó.
Como primera premisa de mi historia debo resaltar que hay muchas formas de violencia y abandono de persona. Esta es una de las tantas y de las que no son atractivas para el morbo social.
Lo digo así, sí. Perdonen el ser tan frontal en ese sentido, pero es la verdad. Si no causa morbo, a las personas, les importa una mierda todo.
Para que cause morbo la violencia y el abandono de persona, en este caso de un niño, debe contar con elementos que sean atractivos para un artículo periodístico o una crítica social hecha en Facebook que deba juntar likes o reacciones como "me entristece": el niño debe andar sucio, con las ropitas rasgadas y los pies astillados contra el suelo. También debe llorar de hambre. Las reacciones llevarán a que un porcentaje de la gente tome acción, otros solo se harán los compasivos detrás de una computadora o un celular, pero nada más y habrá otro porcentaje que se dividirán entre culpar a los padres o al estado.
Bueno, mi infancia difiere mucho de lo mencionado anteriormente, en realidad. Es más, yo creí que no merecía tenerme lástima y eso cavó aún más mis problemas e hizo que no buscara ayuda. Siento, de alguna forma, que tuve mucha culpa en esto porque no solo caí yo sino también mis hermanos Aline, Orlando y Anete.
El que me conocía daba por hecho que iba a llegar lejos en la vida. Muchas personas de mi entorno daban por sentado que así sería, porque desde niño era un niño inteligente y muy despierto. Hasta los trece años me creí el cuento que así sería, solo que después empecé a encerrarme en mí mismo y a interactuar cada vez menos con chicos de mi edad. Entonces, al ojo público, me convertí en un chico desagradecido de la vida que tenía. Nada más alejado de la realidad.
La gente da por hecho que si perteneces a una clase social media alta no te pueden pasar y o afectar ciertas cosas porque, sencillamente, hay gente de un nivel de vida más bajo que el tuyo que la pasa mil veces peor; que eso es injusto y que ellos sí merecen ser dignos de lástima. "Lástima", como si eso solucionara las cosas de verdad. También dicen que hay gente proveniente de esta clase social marginada que se vieron en mí misma condición y que lograron salir adelante. Que lograron superarse, ir más allá de su entorno y que formaron una vida lejos de lo que fue su propio infierno. No obstante, si le sumamos una dosis de ansiedad con gran cantidad de depresión la cosa cambia. No todos salen airosos de una enfermedad mental, de dos o hasta de tres, por mencionar un poco mi caso.
La gente asumió que, si yo lo tenía todo, ¿por qué me pasó lo que me pasó? ¿Por qué a mis hermanos también? ¿Y mi madre por qué acabó como acabó? Según la sociedad, si padecemos depresión, ansiedad, fobias o trastornos de alimentación es porque fuimos unos dramáticos o porque no tuvimos nada mejor que hacer.
Hay silencios que cuestan la vida entera.
Dentro de mi proceso de recuperación tuve que aprender en mi etapa adulta todo lo que supuestamente tendría que haber adquirido de niño: armar relaciones sociales, de afecto, de cariño y de amistad. Tuve que aprender a confiar en la gente y aprender a dar sin esperar nada a cambio. No crean que, a pesar de los años, me recuperé del todo. Siempre va a tener esa voz en mi cabeza que me hará repensar en todo lo que hago o dejo de hacer. Por suerte, y gracias a mucho esfuerzo y voluntad, he logrado acallar esa voz que me impedía ser feliz y luchar por mi propia felicidad sin la sombra de mi madre.
Con la imagen de mi madre parte todo el "drama" familiar.
Yo era el hermano mayor de Aline y de los mellizos, Orlando y Anete. Victoria, nuestra madre, nos había criado sola, jactándose ante todos los que la conocían, de que era una luchadora y una buena profesional. A pesar de haber empezado con muy poco debido a la separación de nuestro padre, logró en pocos años posicionarse y hacer de la familia una de las más nombradas de su círculo social. Victoria tenía mucha influencia en el mundo hotelero y turístico, recibiendo invitaciones a eventos de todo tipo, que le sirvieron de vidriera para mostrar los hijos perfectos que tenía.
Sus ambiciones la llevaron a inscribirnos en el mejor colegio privado, en el mejor club y en la mejor academia de idiomas. Poco a poco nos vimos invadidos de actividades, de reuniones sociales. Éramos asiduos a estos hasta que puse un alto, a resistirme a todas esas actividades "que no me llevaban a nada" y pasé a ser un ermitaño que apenas salía de su casa. Vivía encerrado en mi habitación, estudiando como un loco porque, sin acordarme cómo o por qué, creía que tener las mejores notas de mi promoción me iban a sacar rápido de las tiranías de mamá.
Sí, tiranías. Fuera de casa los Navarrete éramos la familia perfecta. Puertas adentro... apenas éramos compañeros de casa.
Cuando entré a noveno año, mi madre me propuso que ni bien acabara el colegio iba a mandarme a un departamento para mí solo. Ella contaba que, en los próximos meses, iba a ascenderla a vicepresidenta ejecutiva de la empresa hotelera, lo cual significaba que sus ganancias iban a ser millonarias. Lo cierto es que, en ese momento y a pesar de no tener una relación estrecha, mamá y yo nos llevábamos tan mal. Con los años la relación fue empeorando hasta que se hizo insostenible vivir bajo el mismo techo. Claro que, en ese momento, no me imaginaba que iba a ser así y hasta qué punto las cosas iban a ponerse feas. Esto motivó a que yo estudiara mucho más, conseguir el apoyo de profesores y lograr ser el mejor de mi promoción.