Mi compañera volvió a echarme una mirada fugaz por encima de su hombro y volvió a susurrarle algo a su compañera, quien pareció reponer en sus palabras. Tomé aire, tratando de tener paciencia. Aquellos histeriqueos me causaban pena ajena, la verdad. Volví a mis apuntes y me dije que, una vez finalizando la clase, debía de acercarme a Rosalinda para cuadrar el asunto del trabajo grupal.
La pobre me hablaba sin mirarme a la cara. Tartamudeaba. Suspiré, tratando de ser paciente. Si tenía buena relación con los profesores, lo que menos quería era quedar como un mal compañero ante ellos. Rosalinda quiso que el trabajo lo hiciéramos en el colegio y yo acepté puesto a que no tenía ganas de ir a su casa ni quería invitarla a ella a la mía.
Así fue que dedicamos recreos y horas libres para trabajar. A pesar de los esfuerzos el tiempo no nos alcanzó y tuve que acceder a ir a su casa.
Tomé un colectivo, paré lo más cerca que pude y caminé un largo trecho hasta llegar al barrio donde vivía Rosalinda. Me sorprendí puesto a que nunca había entrado a esos lugares. Vi casas de muchos tamaños, grandes u otras más pequeñas, pero denotaban el status social que reinaba en el lugar. La de mi compañera no lo era tanto pero sí era lujosa. Pensé que mamá mataría por haber conseguido una así, aunque, a decir verdad, donde vivíamos era zona privilegiada de la zona céntrica.
Rosalinda estaba nerviosa. Su ropa era muy básica, demasiado. No podía juzgarla, yo me vestía igual que ella, así de aburrido y sin gracia con colores neutrales. Me hizo pasar y me presentó a sus padres, quienes me miraban sonrientes. Eso me incomodó y más cuando su mamá le guiñaba el ojo a su sonrojada hija.
Entramos a su habitación, nada fuera de lo normal lo cual me sorprendió. Si lo comparaba con el de mis hermanas, Rosalinda apenas tenía su cama, un velador y un escritorio. El único mueble prominente era una especie de biblioteca con sus libros y algunos peluches. Vi una puerta, a la que supuse habría sido su vestidor o su baño. Después... todo era muy normal y aburrido.
Hasta su cuarto se parecía al mío, solo que de color rosa.
Estuvimos unas dos horas, tratando de cerrar todo el tema elegido, el armado de las diapositivas, escribir una serie de cosas para guiarnos en nuestra presentación y controlar el tiempo estipulado del profesor para nuestra defensa. Estábamos haciendo una revisión general del trabajo cuando su padre tocó la puerta y entró a la habitación.
—¿Qué tal, chicos? ¿Les falta poco?
—Ya terminamos, papá —contestó mi compañera mientras se ponía los lentes de nuevo—. Estábamos dando un repaso. ¿Qué opinas? ¿Está bien?
El hombre hizo lo mismo que su hija; se calzó los lentes y se sentó en medio de nosotros a ver todo. Nos hizo un par de observaciones, con lenguaje típico de un profesor, a lo que yo lo miré extrañado. No me imaginaba que un hombre de tanto dinero, por lo que se veía alrededor, fuera docente.
En mi cabeza, los de dinero eran empresarios, políticos o tipos por los que mi mamá se desvivía en encantar...
—Está todo bien. Bien hecho —respondió. Luego me miró—. ¿Ya te vas? Puedes quedarte a merendar con nosotros. Mi esposa acaba de preparar la mesa, tiene todo listo.
—No, gracias, señor. No quiero molestar.
—Por favor. Mi hija no suele traer amigos ni compañeros a casa —rogó el hombre. Rosalinda se puso roja de la vergüenza.
—Está bien.
Abandonamos la habitación luego de guardar el trabajo y crear varias copias de seguridad. La madre de la chica se esmeró en preparar la mesa acorde para una visita, lo cual consideré demasiado. Disfruté de la merienda, soportando alguna que otra pregunta que hacía imaginar a los señores que yo era el novio de Rosalinda o que pudiera llegar a serlo.
Mi compañera estaba apenada. Ella tenía muy presente que yo poseía mal genio y seguro temía que me enojaría con ella después de aquello. Pese a algunos momentos incómodos y después de dejarle en claro, lo más educadamente que pude, que no había nada más que compañerismo entre nosotros, los padres se miraron con cierta pena. Un silencio inundó el salón.
Miré alrededor. Noté en el extremo de la mesa una pila de hojas. Parecían exámenes que el señor había estado corrigiendo antes de empezar la merienda.
—Mil disculpas, Daniel. Estaba corrigiendo unos parciales de la universidad. Suelo concentrarme mejor en este comedor que en mi propio despacho —comentó con gracia—. De vez en cuando también dicto cursos o capacitaciones y este lugar se llena de libros y papeles. Mi esposa a cada rato me dice que dejo un desastre la casa a causa de esto.
—¿Qué enseña usted? —quise saber al notar que había una tabla periódica, elementos de geometría y una calculadora científica.
—Matemática, química... —respondió—. Tengo doctorado en las dos.
Alcé las cejas de la sorpresa. Me encontraba ante una eminencia en el tema, en las materias que más me destacaba. Como si hubiera leído mi mente, Rosalinda se me adelantó.
—Daniel es el mejor en esas materias, papá. Nadie le gana en las pruebas. Siempre es el primero en entregar las hojas y con mucho tiempo de sobra.
—¡No me digas! ¿Por qué no me lo dijiste antes, nena? —preguntó el profesor.
—Basta, Mateo, que vas a aburrir a Daniel con tus métodos y fórmulas. Es un adolescente, no un adulto obsesionado como vos.
Si usted supiera, señora.
—Espero que no lo retes, papá. Recuerda que es una visita... y apenas estamos viendo contenido muy básico para lo que estás dando en la universidad —acotó Rosalinda.
—¿Retarme? ¿A qué? —le pregunté a mi compañera.
—A que resuelvas uno de sus exámenes de ingreso a la universidad. Es la tortura favorita de papá para los que están en quinto año o por ingresar a la facultad.
Le dediqué una mirada y sonrisas retadoras al hombre y éste, complacido, buscó una hoja en su carpeta. Me la pasó junto a unas hojas limpias, lápiz, borrador y calculadora. Comencé a resolver el ejercicio con él controlando mi tiempo y los comentarios madre e hija, suplicando tanto él como yo dejáramos de competir.