El Rencor de Daniel

Capítulo 4.

—¿Por qué no nos conocimos antes? —me soltó ella, después de un largo silencio. Estaba recostada sobre mi pecho, ambos tendidos en el sofá.

Yo, con la mirada sobre el techo, traté de seguir con mi papel y no caer en el error de pensar en lo que había hecho.

—Quizás no era el momento.

Ella alzó la vista y se restregó sobre mi cuerpo hasta llegar a mi boca. Me besó de manera profunda, a lo que respondí de la misma forma.

—Alguien está listo para una segunda vuelta.

Sonreí a medias. Ella se alzó y me hizo levantar del sofá para llevarme a su habitación.

Los siguientes días fueron así, yo encerrada en el departamento y “pretendiendo” que todo estaba bien cuando, en realidad, a medida que pasaban los días yo comenzaba a sentir una congoja enorme que me dejaba sin aliento.

Las Fiestas de Fin de Año, por mucho tiempo, se tornaron en fechas muy tristes para mí. Era el recuerdo de verme solo, por esa semana, en el departamento. La profesora debía seguir manteniendo las apariencias y se tuvo que ir a pasar esas festividades con su familia en el interior provincial. Yo, para no correr el riesgo de que me vieran sus vecinos de edificio, vivía encerrado.

Como en casa.

La Nochebuena fue un tormento. Vi por el gran ventanal dar las doce, escuchar música en otros departamentos con gente celebrando y ver los fuegos artificiales inundar el cielo. Imaginé que mamá habría llevado a mis hermanos a su tradicional fiesta de hotel. Sentí un poco de envidia, la verdad que estar encerrado era una mierda total. Para Año Nuevo me propuse que no sería así por lo que hice algo que no era muy prudente de mi parte pero que me ayudaría con la melancolía y la tristeza: emborracharme.

Para el tres de enero la profesora regresó de su visita a los parientes. Estaba en mis cinco sentidos, para mi desgracia, cuando ella entró al departamento, me vio y ahí, sin siquiera saludarme, me besó apasionadamente. Se empezó a quitar la ropa con desesperación, desnudándose para mí y yo apenas controlando su ímpetu. Su ansia de sexo, de tocarme sin pudor, hizo que me costara entrar en el papel de adolescente despreocupado que tenía una aventura con la profesora, que lo tuve que disfrazar indiferencia para salir al paso.

—¿Qué tienes, Daniel? ¿Acaso extrañaste todo esto?

—Claro que sí, estuve solo todos estos días.

—Pero te llamé todos los días, bombón —seguía besándome.

—No fue suficiente.

Sonrió, cayendo en la mentira de la mujer deseada y admirada.

Fue el mes más largo de mi vida. A pesar de que ella mantenía sus rutinas, sus amistades, cuando volvía de ellas era una urgencia de verme y sentirme. Ella se sentía en el paraíso. Se esmeraba en irse y regresar rápido de sus obligaciones y salidas. Apenas cruzaba la puerta empezaba a besarme sin pudor ni miramientos. Dónde estábamos, en cualquier rincón de la casa, era sitio donde teníamos sexo. A cambio yo me aseguraba el tener los servicios básicos.

Cuando la encontraba con la guardia baja, que era después de que se saciara de, según ella, “pasión”, yo aprovechaba para sacarle la información que necesitaba. Me contó que mi madre, en realidad, provenía de una villa miseria de Buenos Aires, que no sabe cómo es que cruzó el país completamente sola. Ahí entendí que, por más que se arreglara o se mostrara fina, mi madre sacaba su sucio pasado a flote mediante algunas actitudes que hacían dudar del origen que ella había creado alrededor suyo. El hecho es que, con los años, se formó profesionalmente, pero desarrolló malas mañas como meterse con hombres y obtener dinero y protección. La cuñada de la profesora le contó a su vez que mi madre llevaba mucho tiempo con el señor Torres Quiroga y que él, en realidad, fue el segundo hombre de poder que había atrapado porque el anterior era también casado pero la mujer, muy distinta a Francisca Torres Quiroga, la había amenazado de muerte.

Así como me contó.

Y, con eso, debía de creer que la mujer era de verdad brava como para que mamá se hiciera a un lado. Fue esa la razón por la cual nos tuvimos que mudar a la ciudad. Comprendí y armé parte de mi historia, aunque seguía con algunos cabos sueltos. La profesora Vallejo me rodeó con sus brazos y no dejaba de acariciarme el pecho.

—En fin, cielo. Si vos y tus hermanos salieron tan guapos, inteligentes y con clase es por su padre. Su madre, pobrecita y con todo lo que estudió y se “refinó”, lo de vulgar, lo de negra villera, no se la va a quitar ni aunque se bañe en lavandina.

Quedé mudo. La profe lanzó una risita burlona que me dejó sonsacado. Me levanté de la cama.

—Voy a… hacer una llamada.

—¿Vas a hablar con el profesor Cáceres? Claro, ya es tiempo, seguro ya debe haber vuelto de sus vacaciones y debe estar en la ciudad.

—Sí. Creo estar listo para enfrentarme a lo sucedido. Ha pasado más de un mes —comenté mientras me vestía.

—Te voy a extrañar —soltó ella, siguiendo su perfil de mujer fatal—. En cuanto él te de luz verde me avisas, quiero hacer algo especial antes.

Sonreí a medias. Ya sabía lo que me esperaba, como si ella no fuera muy imaginativa la verdad. Fui a la cocina, me hice un café y tomé el celular decidido, a pesar de sentir mis manos temblorosas, porque el solo hecho de imaginar la famosa “despedida” de la profesora Vallejo me hacía cortar el aire y sentirme ahogado.




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