Los próximos meses fueron de rutina. Mi vida se resumía en ir de la universidad al departamento. Apenas terminaba la clase me iba o a la biblioteca o a un ciber a cumplir con las horas de estudio y trabajos prácticos que entregaba de manera prolija. Casi terminando el primer cuatrimestre todo indicaba que estaba por muy buen camino y el profesor Cáceres, al que iba cada tanto a su oficina en la facultad, me felicitaba.
Los profesores que tenía, al igual que en el colegio, estaban encantados conmigo. Insistían que mi perfil de “investigador” que me tenían encasillado se iba a complementar muy bien con la carrera de Geología. El profe Cáceres, nuevamente, me decía que todo lo que yo había trabajado ya tenía sus frutos, que solo tenía que disfrutar de mi etapa, que me uniera a un grupo de compañeros y que iba a ser más llevadero el asunto. A él no le gustaba verme solo. Rosalinda, “para mi mala suerte”, estaba en Química y apenas me la cruzaba por el campus universitario, reduciendo nuestra amistad en mensajes de texto.
Tenía mis momentos en que quería ser más abierto a los demás pero, en cuanto reconocía esos sentimientos, me hacía para atrás. Quería cambiar mi vida, sin embargo, a la vez temía romper el patrón. De mi familia no sabía absolutamente nada, lo cual resultaba casi imposible, siendo que a la vez significaba para mí un gran alivio.
El profesor de cátedra demoraba en entrar al enorme salón de clase. Hacía mucho frío, el inverno cordillerano amenazaba con ser bien helado, por lo que muchos chicos estaban provistos de camperones, cafés y mates humeantes. El salón se sentía enorme. El curso quedó reducido a la mitad de asistentes, lo cual era esperable como en toda carrera y más sabiendo que algunos eran muy llorones, salvando las verdaderas excepciones como tiempo laboral, familiar o, simplemente, gente que no se sintió identificada con la carrera.
Por mi parte, como era usual el no darle bola a nadie, me concentré en ponerme los auriculares y escuchar algo de música. Imponía alejamiento con eso y con la capucha del buzo que tenía debajo del camperón. Así con mi estilo pandillero y ajeno al mundo, pasaba las emisoras de radio de mi celular, esperando encontrar algo bueno que escuchar debido a la tardanza del docente.
Al cabo de unos minutos observé que todos empezaron a acomodarse por lo que apagué la radio. El profesor llegaba, algo agitado, dejando unos papeles sobre el escritorio.
—Ya tengo las notas, las van a encontrar en el transparente de la cátedra una vez terminemos la clase. Ahora voy a entregar sus trabajos. Recuerden que es una buena guía para el examen final.
Todos prestamos atención. El profesor empezó a llamar uno por uno a entregar los trabajos prácticos corregidos. Algunos ya sabían que estaba libres pero que iban a dar batalla, otros tenían la esperanza de poder regularizar la materia. Cuando me tocó ir a por mi trabajo recibí halagos. Agradecí y me volví a mi asiento luego de firmar la planilla. El profesor dio un par de detalles más y luego dejó lugar para nuestras consultas.
Un alumno, decido, preguntó sobre alguna chance u oportunidad más para los que estaban muy cerca de regularizar la materia. El profesor le contestó que al haber existido un integrador estaba ahí la oportunidad para levantar la nota pero que, según la dinámica de sacar porcentajes entre la participación, trabajos prácticos y asistencias, solo conformaban la nota general en sí, que no se podía poder una recuperación si de antemano estas pautas estaban contempladas en el reglamento de la materia.
Ay, vamos, nadie leyó ese maldito papel al que yo dí como tres vueltas para tener en claro no había integrador y que solo se tomaba lo que decía el profesor: asistencia más trabajos prácticos aprobados.
El alumno, satisfecho a medias, agradeció la respuesta del docente. Otra chica, por lo bajo, murmuró un “Bueno, como no es el favorito…” a lo que todos lograron escuchar. Algunos contuvieron el aliento, otros se miraron, absortos, entre risas nerviosas por el exabrupto. Queríamos creer que aquello no era algo que se dijera así, en el aire, claramente y estando el profesor encima. Es más, creo que cualquier otro docente universitario hubiera puesto el grito en el cielo y hasta hubiera echado de su clase al alumno que lo acusara de algo así -aunque fuera verdad- en frente de todos. Nuestra sorpresa fue que el profesor, tomándoselo con humor, sonrió.
—¿Se nota mucho?
Los más tentados estallaron en risas. Otros se hicieron los ofendidos, siguiendo la broma. Sin embargo, además de mí, había un grupo que ni se reía. Estaban serios. El profesor quedó a disposición de quienes quisieran sacarse las dudas en privado o, si se reunían un grupo considerable, podía dar unas clases de consulta antes del examen final. Se despidió y salió del salón.
Algunos salieron. Otros quedamos, pues íbamos más lentos. Yo volví a ponerme la capucha, guardando todo en mi mochila. Algunos se cruzaron de un lado a otro, hacia el grupo que estaba molesto. Se decían que había que tomárselo con onda, que fueran a hablar con el docente a solas pero una chica, en particular, estaba al borde de la histeria.
“Ese tipo nunca levanta apuntes”, “Es el protegido de alguien, no me quedan dudas”, “viene con el dossier ya subrayado, seguro le pagó a alguien o a un alumno de otro año para que le resuelva todo” y, mi favorita, “solo es un tipo con cara bonita, no es tan inteligente como nos quiere hacer creer”.
Lo lamenté mucho por los intentos del profesor Cáceres el querer que hiciera amigos, el que me integrara a un grupo o que fuera más compañero. Lo intenté aunque no pude contenerme…