Los pecados de nuestras manos

Capítulo 12 Ep. 5 - "Estratega"

La presencia de Gabriel invade todos los recovecos de su casa a medida que avanza, con Dante siguiéndolo detrás. Su aura, llena de una energía densa y ofuscante, es capaz de quemar a cualquier infeliz que accidental o desafortunadamente, se tope en su camino. Su mirada parece dar una inconfundible advertencia: «muévete, o te aplasto»; mientras llega a su destino para marchar a hacer su trabajo demorado. Una mañana de mierda que está acabando con su buen humor.

Tiene un manojo de llaves en su mano izquierda, y su celular y las llaves del auto en su diestra. Echando un suspiro de hastío, empieza a buscar en el manojo aquella que abre la puerta que da a la cochera. Jodidos candados y puertas. El eco metálico de los engranajes cediendo mientras gira con furia la llave correcta en la cerradura. Gabriel abre la puerta y permanece quieto un momento mientras sus fríos ojos recorren la oscura galería con desidia.

Bien. ¿En qué nos quedamos?

Da dos pasos adelante antes de frenar otra vez y soltar un gruñido frustrado.

—Genial, ¿y ahora qué? ¿Tampoco hay luz? —se queja, con el sonido del vidrio crujiendo bajo sus pies—. ¿Qué pasó aquí?

Gabriel continúa refunfuñando en su idioma materno y se mete al coche. Dante deja de oírlo cuando cierra la puerta con mayor fuerza de la necesaria. Pero el sistema de la cochera automático tampoco funciona, y sale fastidiado a abrir el portón manualmente. Otra vez a buscar la llave en el jodido manojo que trae consigo. ¿Por qué nunca se le ocurrió conseguir una llave maestra?

»Dante, Dante, Dante Ziegel, aftí eínai i douleiá sou, óchi dikí mou. —«Este es tu trabajo, no el mío», masculla con la voz grave y para sí mismo como si conjurara un hechizo, no queriendo enojarse con el hombre; pues encargarse de las llaves no es realmente parte de su trabajo ni tampoco es algo necesario desde que él automatizó cada acceso de la casa. Bueno, no era necesario. Hasta hoy—. Pandora, aparta un espacio en mi agenda para recordarme que revise esto antes de…

Gabriel se detiene bruscamente, parado justo delante del portón metálico. Los engranajes en su cabeza haciendo clic y trabajando con eficiencia. La luz de la alarma había titilado de manera extraña anoche. La puerta de su oficina no respondía a sus comandos, y tuvo que subir a buscar las llaves de todos los cerrojos de la casa que ya no usaba en absoluto. Insultó la pantalla parpadeante del monitor, tomándose su tiempo para funcionar correctamente, porque los holográficos hoy no funcionaron. Cualquier estúpido podía seguir el patrón. Ni siquiera la jodida cafetera había querido calentar su café y el horno eléctrico decidió que iba a cocinar sus pasteles hasta carbonizarlos.

Fantástico. Ahora se suman a la lista unas cuantas bombillas estalladas y el sistema remoto del portón que no sirve para nada.

Gabriel Samaras mira a Dante a los ojos.

»¿Pandora? —vuelve a llamarla, pero la inteligencia artificial no responde. Entonces vuelve en sus pasos rodeando su coche, y escanea con la agudeza de una navaja si hay acaso algún rastro de que un intruso haya entrado a robar. La probabilidad es un absoluto cero, la seguridad de la casa es muy alta e imposible de sabotear.

Su vista va hacia el capó. El polvo blanco de las lámparas estalladas descansa sobre él como una fina capa de harina espolvoreada en la mesada de la cocina. Gabriel pasa un dedo, dejando una marca sobre él y luego se arrodilla para mirar por debajo. Dante lo observa impasible mientras él estira la mano y alcanza algo. Son los restos de un aparato que no se demora en identificar.

»Una PEM. Por supuesto, debí imaginarlo… —murmura. Ni siquiera parece enojado. Gabriel muerde el interior de su mejilla y sacude el aparato hacia Dante—. ¿Por qué habría…? —Se le corta el aliento cuando su mente hace otro clic.

Los dos hombres se quedan mirándose fijamente hasta que Dante alza las cejas.

—¿Señor?

Gabriel sonríe.

—Ese bastardo.

Se sube al auto y se va pisando el acelerador sin dar una sola explicación. Conduce irascible a doscientos cincuenta por la autopista. El último rastro conocido de Gris proviene de una fábrica de botones inoperante, a seis kilómetros del auditorio donde la ubicó el día anterior.

Gabriel baja del coche con su Glock ya en la mano. No puede permitirse ningún margen de error. Una mueca malévola se cincela en sus labios. No hablará, tampoco le dará la oportunidad de preguntar nada. La mirará directo a los ojos y no dudará en disparar.

El pequeño punto azul en su reloj digital le indica dónde debe buscarla. Gris debió apagar su celular, ahora ya es demasiado tarde. Su boca empieza a salivar. Su sed de sangre busca ser saciada. ¿Quién mejor que Gris Ledesma como sacrificio para satisfacer aquella urgencia perversa?

Gabriel presiona un poco más la Glock y una linterna ahora, buscando sigilosamente en el depósito donde se despachan los pedidos, y sube por unas ruidosas escaleras metálicas cubiertas de polvo y telarañas para comprobar cada oficina del área superior. Una de ellas cuenta con una pequeña ventana que da hacia afuera, unas destartaladas estanterías de cajas y registros repletos de mugre le dan la bienvenida. Se parece a cualquier otra oficina de la Delegación 107. Si no se sintiera tan enfermo de ira podría sonreír. Apenas le sale una mueca torcida. Sobre la mesa yace una botella de agua media llena, aparentemente limpia, y una envoltura de cigarrillos vacía. Aún puede oler el fresco humo a tabaco. Esa sala ha sido usada hace poco tiempo. ¿A dónde fue?




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