Los pecados de nuestras manos

Capítulo 14 Ep. 4 - "Como el muro de Berlín"

Tres meses más le toma recuperarse, en los que ni siquiera puede disfrutar del verano. Gabriel insiste en que se recuperó en menos tiempo del que esperaba.

Un poco excesivo llamar adicción en su humilde opinión el hacerse de una o dos botellas de alcohol al día. Hacer trabajar a su hígado de una vez. Degustar licores de diversas graduaciones. Perder la consciencia, siempre al borde del coma alcohólico, por supuesto. Y estrellar botellas vacías contra las paredes que lo mantenían confinado a él, junto con toda su violencia e ira acumuladas como energía ardiente en sus nervios y venas, pero sin hacer daño a nadie. ¿Tanto problema por eso? ¡Bah! Exageraciones sin fundamento. Mas no para el quisquilloso de Gabriel Samaras: que su hijo sea un alcohólico y un vicioso es llanamente inadmisible. Palabra santa.

Helena tampoco se lo había permitido en su momento, cuando Maga también se había ido, y luego en los Alcohólicos Anónimos hicieron un lugar para él y tuvieron que añadir una silla con su nombre. Agridulces recuerdos… Agrios recuerdos. Había tantas similitudes en la forma en la que se fue Gris y en cómo lo había dejado Maga. Irónico que él se mantuviera alejado de la gente, pero las personas que de verdad le importaban se largaran sin volver a dirigirle la palabra.

Ja… Hasta Sebastián le había hecho lo mismo.

En la transición de un otoño moribundo, ya nadie busca por Aion Samaras. Pero ¿cuánto tiempo más ha de pasar hasta que pueda inventarse una nueva identidad, y así poder pasearse por Wintercold como antes, engañando a personas como Eric, y nuevos «Ivanes» y «Grises» y «Sebastianes»? Se lo pregunta gravemente mientras yace sentado alrededor de la isla de la cocina. Son las cinco de la mañana y Gabriel está en la oficina de arriba, o eso dijo cuando llegó el día anterior.

Aion considera la idea de invitarse una copa de vino, pero el pensamiento se va tan rápido como llega. Como sea, ya no puede. Las bebidas fueron retiradas de su alcance, aseguradas por su bienestar, durante los meses de rehabilitación doméstica.

«Tú no bebes, ¿por qué tendrías una cantina a la vista, en todo caso?», había preguntado Aion con inquietud. Y Gabriel, mientras vertía en el fregadero el trago que le había arrebatado de sus manos cuando lo atrapó una noche, le contestó con indiferencia:

«Todos los hombres ricos tienen una».

Le quedó nada más entonces averiguar dónde estaba el piano, y soltó una risa lúgubre cuando finalmente lo encontró en el sótano, cubierto con un viejo edredón de terciopelo rojo, debajo de una pila de cajas con libros y documentos. Pensó que, si así cuidaba Gabriel de sus costosas adquisiciones, entonces sin pruebas ni dudas habría una obra de Millares también por ahí tirado.

Aion apenas alza la vista al Monet exhibido en medio de la pared que enfrenta a la puerta principal que nadie parece usar nunca. Ahora que está sobrio, puede apreciar mejor el arte sofisticado que le rodea. Se rasca las manos, ya perdiendo la cuenta de cuántas veces ha sentido el profundo anhelo de que Gabriel cumpla con lo que le sugirió: salir de nuevo a las calles para no tener que recorrer de arriba abajo toda la casa, como si se encontrase en el maldito museo de Bellas Artes, y hablando con Pandora como si fuese una jodida guía turística.

Exhala humo al mismo tiempo que suspira cansino. Su piel erizada por el frío. Apenas lleva un par de pantuflas y pantaloncillos largos de lanilla. La cocina es un congelador, así que se arrastra hasta la cafetera y prepara el café del día antes de que Gabriel aparezca. Es mayor su frecuencia en casa ahora que regresó al trabajo cotidiano, sea lo que sea que él haga. Aion sospecha que acortó su horario adrede para estar suficiente tiempo con él. No obstante, son pasadas las ocho cuando hace acto de presencia al bajar por las escaleras, fresco como una lechuga.

—¿No pudiste dormir?

Por el tono de su voz, Aion advierte que Gabriel le está preguntando algo cuando le apunta con un gesto el cenicero lleno de filtros de cigarrillos, y su tercera taza de café enfriado.

—No te oigo.

—Te pregunté si no dormiste bien. —Aion mueve la cabeza en un «no», observando el cigarrillo mortecino entre sus dedos que olvidó colocar en sus labios—. No puedes solo fumar todo lo que encuentras y beber café sin parar, Sam —empieza su tío con exasperación, yéndose a abrir algunas ventanas y a activar el filtro de humo de la cocina—. Tendré que pedirle a Dante que lave las cortinas, los manteles y las fundas de los sillones para eliminar ese olor.

Aion lo ignora solemnemente, pero por dentro está rodando los ojos. Gabriel toma una soda, una pastilla efervescente de uno de los gabinetes de la encimera, y deja que se disuelva en el vaso antes de voltear hacia él y continuar:

»Ya viene siendo hora de que vayamos a dar una vuelta a la ciudad. —Aion dirige la mirada hacia él para poder entenderle mejor—. ¿Recuerdas a Eric? Me está llevando demasiado tiempo, sabes.

—No entiendo.

—Está enfermo —dice Gabriel—. Tiene cáncer.

—¿Y eso tiene que importarme? Es probable que muera.

—¡Oh, sí, morirá! —confirma Gabriel con las cejas alzadas—. Y no es que me urge que muera ya, pero sí me urge que muera ya.

Aion comienza a inquietarse por el giro que está tomando esa conversación.




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