El resurgir de los titanes [en edición]

Capítulo 1 - El despertar

Aquella era una de esas noches.

 Se había despertado gritando. Gritó y gritó hasta que una voz grave, acompañada de unos ojos claros pero severos y una barba canosa y oscura, le forzaron a volver a su realidad cotidiana.

 ―¡Jack!, ya pasó, solo es otra pesadilla, tranquilo.

 Su tío Henry se había sentado cerca de él en la cama. Apoyaba los brazos en sus hombros.

 ―Has vuelto a soñar con aquel día, ¿verdad?

 ―Sí. ―Fue todo lo que pudo decir el chico mientras aún intentaba dejar de temblar.

 ―Cuéntame, ¿qué has soñado?

 ―Lo mismo.

 ―¿Lo mismo que los otros días? ―dijo su tío con mirada claramente interrogativa. Intentó relajar su expresión y mostrar que podía esperar; así lo hizo. Tras un minuto, la voz del niño rompió el silencio para repetir esas mismas tres palabras que temía siempre que acompañaran  sus sueños.

 ―Estaba el gato.

 ―¿El gato?

 ―No sé si era un gato, pero sí.

 Sus sueños empezaban siempre en esa carretera que iba hacia Granada, muy lejos del inicio de ese viaje, en un pequeño pueblo del interior valenciano llamado Utiel.

 Su madre conducía nerviosa, subiendo la velocidad a límites poco recomendables para aquellas curvas. Él se dedicaba a llorar y mirar con gran súplica en sus ojos a su padre. La ventanilla de atrás se bajó con lentitud, mientras su padre intentaba asomar la cabeza para mirar hacia atrás. Mantenía los labios muy apretados.

 Jack apartó la vista de él un instante.

 El coche chocó contra algo y volcó. Su padre, Álex, salió despedido con suma violencia por el cristal delantero del coche, despeñándose junto con este, a través de un cortado de la montaña.

 Él, sin embargo, en una de las vueltas que dio el vehículo al caer, fue catapultado a través de la ventana lateral; cayó milagrosamente indemne y lejos de la curva de caída. No sabía si, en la realidad, era eso lo que había ocurrido, se trataba de un sueño.

  Todo solía terminar allí aunque, en ocasiones, en el lugar del acompañante, en el exterior, pegado al otro cristal, veía una sombra oscura y grande, de la que solo distinguía sus ojos, que eran como los de un gato, pero de mayor tamaño, y cuya mirada se cruzaba con la suya de forma intensa.

 

En todas esas noches, su tío Henry se empeñaba en desgranar cada detalle, antes de que se perdiera en el olvido. Decía que eso le ayudaría, que debía enfrentarse a sus miedos y recordar todo lo que pasó. Pero Jack no quería recordar. Aquella noche perdió a su familia y nada los podría traer ya de vuelta, de eso estaba convencido. Así que primero fue un ojo y luego el otro. Sin espasmos, las gotas empezaron a salir, tal como una lluvia sin importancia termina convertida en un diluvio. Lágrima a lágrima se estremeció y encogió las rodillas sobre su pecho, rodeándolas con las manos, sin poder hablar.

―Jackie... ―Su tío Henry no supo cómo actuar en ese preciso instante. Toda su seguridad y mando le abandonaron y se convirtió en la persona solitaria y sin hijos, de cincuenta años, que se había visto en la obligación de cuidar a un niño traumatizado y sin más familia que lo cuidase . Aunque era una persona apasionada y un gran hombre de ciencias, le costaba demasiado expresar sus emociones, así que simplemente se levantó y le dejó espacio, todo el que necesitase. Eso siempre había sabido hacerlo en el momento adecuado.

―Estaré abajo, haciendo el desayuno ―dijo mientras se encaminaba a la puerta―. Si quieres preguntarme algo, lo que sea,  ya sabes, abajo en la cocina...

Era el ritual de aquellas mañanas: ambos simulaban que iba a ir al instituto, Henry le proponía hablar sobre algún tema o permitir que le preguntara sobre el universo, su trabajo o el porqué más rebuscado de cualquier fenómeno natural que a su sobrino se le pasase por la cabeza. Aprender cómo funcionaba el universo era su coraza, la del chico, se escondía en ella del accidente, de las pesadillas e inclusive de la verdad. No quería más que seguir adelante sin cuestionarse nada acerca de ese día.

 Tardó veinte minutos en dejar de mirar a un punto fijo de la pared blanquecina de su cuarto, de estar sentado con el pijama y de no parar de sollozar en silencio. Solo pudo pensar en sus padres, los seguía echando muchísimo de menos, tanto que su simple recuerdo ya dolía.

 A veces estaba enfadado y enrabietado con su padre por no estar allí, por haberle dejado solo, aunque sabía que era ilógico. Necesitaba un punto para descargar su rabia.

 Álex, antes de morir,  lo ayudaba con las tareas de ciencias cada tarde y por las noches, al menos las que podían. Y después acababan en lo alto de la azotea entre risas, asomados por la ventana y escudriñando el cielo con el viejo telescopio, que ahora yacía inerte en una caja, acumulando polvo.  Enfrente de la cama, en una estantería negra, no solo estaba este aparato, sino un mapa de la Tierra gigante enrollado y el intento fallido de crear una especie de aparato móvil perpetuo que sería capaz de generar movimiento y luz al mismo tiempo, auto manteniéndose. Su idea era buena, lo sabía, pero sin ayuda era solo eso.




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