El resurgir de los titanes [en edición]

Capítulo 11 - La llamada

Henry Efraín Gómez conducía rápido. No necesitaba mirar atrás para saber que los había despistado.

La jugada del dispositivo de seguimiento le había salido bien. A esas horas ya habrían descubierto el engaño. De seguro que el pobre propietario del camión se llevaría un buen susto.

Conducía por la N-III, una carretera llena de curvas que le obligaba a pasar por medio de Caudete. Aunque la autovía llevaba años construida, él prefería la belleza a la rapidez. Además, siempre sería más segura una mera nacional paralela, venida a menos, que cualquier otra carretera más saturada. En ese momento necesitaba no llamar la atención. 

Acariciaba un maletín de piel que tenía en el asiento del acompañante mientras observaba pasar el desvío al final del pueblo, que le habría llevado a Fuenterrobles. Su destino final. Antes debía ocuparse de otro asunto más urgente.

Se sentía molesto por su reloj. Había tenido que dejarlo caer distraídamente al subir al coche. Dichoso CNI, la habían tomado con él. Si lo hubiera sabido unos meses atrás, no habría colaborado con ellos. Se ve que un grupo de terroristas chinos estaba intentando duplicar, a pequeña escala, el experimento del ITER, buscando aplicaciones mucho más nocivas y peligrosas para la seguridad nacional. Querían construir un reactor de fusión nuclear y provocar que se desestabilizara hasta convertirse en un gigantesco sol en la tierra, que al desestabilizarlo fuera peor que cualquier bomba nuclear construida hasta el momento. Hubo varios robos tecnológicos y aduciendo a su deber patriótico, casi a punta de “amenaza”, le hicieron subir en aquel avión como experto. Como era de suponer, una tecnología que aun no estaba desarrollada completamente y que había necesitado el acuerdo conjunto de países tan dispares como: Estados Unidos, China o Rusia, entre otros, no podía realizarse por un grupo desorganizado de personas, por mucho empeño que le pusiesen.  Pero el miedo, es algo que ata en corto a los gobiernos y civilizaciones. Eso lo sabía Henry muy bien.

Las pesadillas de Jack eran cada vez más frecuentes, pobrecillo. No le bastaba con torturarse durante el día con el recuerdo de sus padres, sino que revivía el momento  también mientras dormía. El denominador común que unía a todos sus sueños eran sus padres y esa figura con los ojos de un gato. Solo pensar en aquella tarde le dio escalofríos…

El chico cada vez era más sensible al mundo que lo rodeaba. Henry lo observaba cada noche que escapaba al bosque. Lo seguía. Cuando Jack se relajaba, después de horas andando y se sentaba en su piedra favorita, mirando al cielo, sus sentidos se expandían adueñándose de todo el área. No era consciente de ello, pero el profesor sí, lo sentía, a pesar de aun no haber sufrido el proceso de la imprimación, ¡era increíble!

En aquella casa estarían seguros, se repetía cada día, pero no hacían más que estar fuera de ella, así no podía protegerle como le prometió a su madre la noche que la besó. Carla se apartó de ese beso, en parte correspondido.

Por respeto a Alex, su hermano legal y gran amigo, no dio más pasos en esa dirección, aunque ambos sabían, Carla y él, que había una conexión más allá de la mera amistad.

Antes de marchar, ella le dejó una carta explicándole el motivo de su huida. No quería que fuera a buscarlos, pero Henry, no supo hacer caso. En el papel, redactado apresuradamente, le pidió dos cosas, la primera, que no se fiara de nadie y que no tratara de seguirlos  y la segunda, que cuidara de un gran tesoro que para ella era incalculable en el valor y en el peligro que suponía su existencia. Se trataba de una “vulgar” piedra gris, con óvalos rojizos, que parecía brillar en la oscuridad, ¿ese sería su valor?

La carta terminaba con unas palabras que, aún ese día,  atesoraba como su bien más preciado. Cuando estaba triste o melancólico, volvía a leer esas líneas que ya sabía casi de memoria. A su modo, ella también sintió algo muy intenso que le dio miedo definir en vida. El texto terminaba con unos extraños símbolos que Henry, como guardián reconocía, aunque no logró descifrar su significado. Estaban escritos en lenguaje DOT, el lenguaje de los secretos:

¡No podía estar muerta!, la idea le obsesionaba.

Sus cuerpos no fueron encontrados, eso no lo supo nadie. Calandra y los antiguos se ocuparon de los papeles e informes. Incluso hubo un entierro con ataúdes vacíos y una ceremonia preciosa. Encontraron sangre en el lugar del accidente, pero nada más. Henry los persiguió hasta lograr llegar el primero, segundos antes de que el coche se despeñara al vacío. En la curva encontró al chico y a una pequeña perrita, un husky siberiano, precioso, gravemente herido por un enorme zarpazo, que estuvo a punto de terminar con su vida. Cogió al niño y a la perra y huyó de allí. Un miedo fiero e indefinido se había apoderado del científico.




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