El resurgir de los titanes [en edición]

Capítulo 13 - Los ojos del gato

Cesáreo después de ese mes durmió casi un fin de semana completo. No quería saber, ni preguntarse nada sobre todo lo que vio e hizo. Sabía que no le convenía ser curioso y romper un trato tan suculento, por algo tan nimio como la curiosidad.

Sin embargo, el destino es malo, recordaba.

Continuaba en su sillón, masturbándose sin mucha “gana”, mientras volvía a él la imagen de esa mujer, Carla. La volvió a ver a las pocas semanas, cuando ya consideraba que todo había sido un mal sueño.

Fue a hablar con Juan, un médico de cabecera que estudió con él en la universidad. Trabajaba en el ambulatorio del pueblo vecino, Utiel.

Eran las cuatro y poco del mediodía. Debían tratar un asunto urgente. No habían concretado aún, donde iban a tomarse esas dos docenas de cervezas que acostumbraban a beber los miércoles al acabar el turno. Acababa de entrar por la puerta de urgencias cuando, a través de unas cortinas, vio el cabello moreno acompañado de esas uñas cortas y negras. Era ella.

Se quedó transpuesto, sin saber que hacer o decir mientras abría mucho los ojos. Todo en su vida era un misterio recordó haber pensado y esa mujer tenía todas las respuestas.

Carla hablaba con un niño que salía ya de la sala. Tenía una pierna vendada y una cara radiante a pesar de eso. Ella lo miro cariñosamente, frotándole el pelo antes de descolgar una llamada de su móvil, que llevaba unos segundos sonando.

—¿Qué tal Jacky, cariño?, ¿estás comiendo bien con papá?

Esas palabras le vinieron ahora a su cabeza, mientras apagaba, con una mano, la pantalla del ordenador.

Cesáreo recordaba estar a unos escasos tres metros de ella cuando levantó la vista  y lo vio. Su cara reflejó una gran perplejidad, patente por sus brazos, congelados en el aire durante unos segundos. Recuperó la compostura rápido. Le guiñó un ojo y llevó el dedo índice de su mano izquierda, a sus labios. Luego juntó las manos, en forma de una plegaria silenciosa y lo miró a los ojos antes de marcharse. Esa fue la última vez que la vio viva.

El grueso doctor se balanceaba inquieto en su sillón, mascullando algún improperio al notar como sus manos se manchaban con un líquido denso y blanco, ese recuerdo le había hecho acabar. Se secó las manos  en su camisa, se levantó y subió sus calzoncillos y pantalones.

De nuevo recostado, miró al techo y continuó recordando ese día de hacía seis años.

Había salido de la clínica, sin poder hablar nada con Carla. Juan se había presentado, acaparando, como siempre, toda su atención. La mujer se había volatilizado.

En ese instante, le vino a la cabeza la niña curiosa de ocho años que le pareció ver como movía, sin llegar a tocarlas, más de una docena de margaritas que estaba observando con deleite. Ana se llamaba. A su mente también acudió la rubia de su madre, excitándole levemente mientras atravesaba las puertas automáticas del ambulatorio de Utiel, antiguamente un ampuloso colegio de curas.

Sin querer golpeó el hombro de un joven extraño. Estaba en las puertas de salida, absorto, mirando el cielo. Tendría unos veinticinco años, moreno, de ojos azules. Llevaba dos piercings en su nariz y uno en su oreja izquierda. Al chocar, el chico bajó la vista y se quedó contemplando a Cesáreo. Fue una mirada tan intensa que parecía que estuvieran intentando leerle el pensamiento. Él apartó la mirada como si le quemara el no hacerlo.

Entró rápido en su automóvil, se puso el cinturón y se fue. El joven continuaba en el mismo lugar, siguiéndolo con sus pupilas, sin mostrar expresión alguna, mientras hablaba por teléfono con alguien. Le dio miedo.

Durante quince minutos condujo acelerando sin motivo en las curvas y apurando la velocidad en la rectas. Cualquier cosa con tal de llegar a la seguridad de su consulta.

Eran ya las cinco de la tarde, quedó con Juan a las diez. Nada más llegar entró. Le temblaban las manos y apenas pudo acertar para abrir la puerta a la primera. Le afectaba mucho todo lo que tuvo que hacer durante ese mes, pero había algo más, se había vuelto paranoico. Los cuerpos fallecidos desaparecidos de la nada, los misteriosos pacientes que se iban yendo sin dejar rastro, las terribles heridas que tuvo que curar sin tener acceso a un hospital, era demasiado.

Al mirar por la ventana de su consulta, avanzando lentamente bajo las primeras gotas de una ligera llovizna, un ford focus azul pasó. En su interior vislumbró al joven con dos piercings en su nariz y los ojos claros, acompañado de dos personas más.

Le temblaban las piernas solo de pensar en ellos. Sentía la imperiosa necesidad de no estarse quieto y andar por la oscura consulta. Al levantarse, golpeó con el pie el dichoso maletín de piel que tenía a su lado. Trastabilló, recuperando el equilibrio a duras penas. Su respiración tardó en recuperarse hasta terminar en aliviado suspiro.




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