El RetoÑo

EL RETOÑO

 

 

Mi abuela decía que  a las amistades debías cuidarlas como a una planta… Si no las regabas lo suficiente, se marchitaban. Si, por el contrario, las regabas en demasía, se pudrían…

Creo que algo no entendí de esa lección acerca de la amistad y la regada de las plantas, ya que luego de saber que Jazmín, mi antigua novia, vendría al pueblo, me dediqué a tratar de recordar viejos tiempos con ella. Supongo que la regué lo suficiente. No para que se marchitara, pero sí en cambio para que se pusiera frondosa al punto de tener un retoño meses después.

Mi vida cambió drásticamente a partir de entonces. Y seguía girando en torno al tema de la jardinería. Tuve que emplearme a fondo en el negocio de su familia que era el cultivo de la patata.

Levantarme cada mañana de madrugada era una auténtica proeza, pero no quería hacer quedar mal a mi abuela, que tanto abogó por mí ante el padre de Jazmín. Recuerdo que él solo meneaba la cabeza en forma contraria a lo que esperaba mi ancestra, ya que lo hacía como si estuvieran sobre sus hombros un ángel y un demonio, y le hablaran los dos al mismo tiempo al negarse. Sólo cuando comenzó a describir repetidamente con su frente, la trayectoria que tendría mi vida si fallaba, esto es, del cielo al infierno, entendí que había sido sellado un pacto al asentir. Brindamos con limonada con una seriedad tal, que pareciera haberse firmado un contrato entre dos grandes multinacionales.

Los antojos de Jazmín eran muy sui generis, variando desde cantidades industriales de chocolate, hasta los limones más ácidos que pudiera encontrar. Incluso, creo que ella alcanzó a desarrollar un sentido extrasensorial durante el embarazo, ya que se anticipaba medio segundo a mis ganas orgánicamente naturales de entrar al sanitario para ir a evacuar el intestino, con un bien elaborado esquema militar de ocupación del mismo por sus náuseas matutinas.

Tras nacer el retoño, pensé que las cosas mejorarían, pero descubrí el por qué todos los adultos portan unas bolsas debajo de los ojos. Algún médico debiera señalar que los niños son nocivos para la salud. Mis amigos continuaban con la rutina de divertirse hasta el amanecer, sin que eso les reportara una afectación en lo más mínimo en sus rostros. Bueno, también era verdad que no les veía antes del mediodía, pero aun así supongo que las bolsas se transformaban en algo imperceptible. No así conmigo, ya que ahora mis facciones eran irreconocibles al cabo de algunas noches de escuchar por horas lo decepcionado que estaba conmigo el retoño, ya que en cuanto lo cargaba su madre, cesaban sus protestas. De haber estado en la época de los hippies, hubiera sido un éxito cualquier cosa en la que manifestara su inconformidad.

Haciendo de lado el trabajo y los desacuerdos del retoño, no todo era malo. Mi abuela me visitaba regularmente, llevándome a esa suerte de reunión carcelaria, galletas, pasteles horneados y ocasionalmente algún cigarrillo. Supongo que se daba cuenta del trabajo tan grande que heroicamente me esforzaba en hacer, y lo agotado que acababa con ello, porque se paseaba con el inconforme en brazos mientras yo devoraba los regalos.

Tras un tiempo de jugar a ser el hombre de la casa, amanecí un día con la sorpresa de que el retoño tenía autonomía de vuelo y libertad total para practicar la anarquía más extrema con todos los objetos que quedaban a su alcance. Sobre todo las cazuelas, con las que conformaba una orquesta con un director que debía ser muy malo, ya que todos los músicos tocaban con el ritmo que les venía en gana. Bien hubiera podido estar en el ejército, para estimular a las tropas a que hicieran su máximo esfuerzo para terminar la guerra cuanto antes y dejara de tocar. Aunque no puedo quejarme. Fue una etapa de ejercicio extremo el tener que agacharme diariamente por las mañanas bajo todos los muebles existentes en la casa, para hallar el otro par de mis zapatos. Si se hubiera desatado una guerra en esos momentos, no habría tenido empacho alguno en rentarlo para que ocultara las minas y bombas subterráneas para el enemigo.

Pasó el tiempo y las patatas seguían dándose bajo tierra, el invierno seguía llegando, mi cabello continuaba disminuyendo, y el retoño parecía disfrutar de un extraño placer al desafiar la Ley de Gravedad, ya que cada vez se hallaba más lejos del piso su cabeza. La escuela había sido una afrenta para él, así que se empeñaba en idear los más ingeniosos y estrafalarios métodos para escabullirse de allí. Los reportes eran sorprendentes, dada su escasa edad. Si le hubieran tomado prisionero en caso de guerra, habría estado de vuelta en el cuartel para la cena, seguramente. En más de una ocasión lo había sorprendido camino al lago para pescar en horario de escuela. Dado que yo iba a la carga de la cosecha, no podía dedicarle mucho tiempo en reprenderlo. Pero siendo un asunto importante en su educación moral… llegábamos con pescado para la comida con el subsecuente reproche de su madre, ya que no le gustaba.



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En el texto hay: amor

Editado: 30.05.2018

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