El traqueteo del carruaje resonaba con un ritmo monótono mientras avanzábamos por el camino empedrado rumbo a Wilwol. El paisaje otoñal se extendía ante mis ojos: árboles con hojas rojizas y doradas que danzaban con la brisa, campos que se extendían hasta donde la vista alcanzaba, y un cielo gris pálido que presagiaba la llegada del invierno. Apoyé el codo sobre el borde de la ventana y suspiré. El aire frío se filtró en el carruaje, pero la frialdad que sentía en mi pecho era mucho peor.
Wilwol. Hacía meses que no visitaba esta ciudad, desde que era un joven e importante Emperador. El motivo oficial de mi viaje era discutir la preocupante disminución de magos en el imperio, pero la verdadera razón era otra.
Navier.
Esta ciudad albergaba demasiados recuerdos de ella, de nosotros. Antes de que la arruinará todo, antes de que mi propia ceguera nos destruyera.
Mi mente viajó al pasado, a aquel día en que visitamos la Academia de Magia de Wilwol por primera vez. Yo tenía diecisiete años; Navier, apenas dieciséis.
—He escuchado que los magos son extraños, que pueden lanzar hechizos sin siquiera decir palabras —comentó Navier en voz baja, caminando a mi lado con las manos entrelazadas delante de su cintura.
Le miré de reojo y sonreí.
—¿Y tú temes a los magos, Navier Trovi? —bromeé, arqueando una ceja.
Ella me dedicó una mirada severa y elevó el mentón con orgullo.
—No les temo. Solo quiero estar preparada.
Su expresión firme me hizo reír. La Navier de entonces ya mostraba vestigios de la emperatriz que sería en el futuro.
—Cuando sea emperador, planeo implementar becas para los magos —afirmé con confianza—. Si logramos aumentar su número, el Imperio Oriental nunca bajará la guardia ante Occidente.
Navier se detuvo y me miró con los ojos brillantes.
—Entonces te apoyaré en todo lo que te propongas. Es mi deber como futura emperatriz.
Su voz sonó tan decidida que, por un instante, me estremecí. En aquel entonces, su compromiso conmigo y con el imperio era inquebrantable.
Regresé al presente con un nudo en la garganta. Me froté el rostro con ambas manos para contener las lágrimas que amenazaban con caer. Entonces, el carruaje se detuvo abruptamente. Parpadeé, desconcertado.
Unos golpecitos sonaron en la puerta.
—Su Majestad —anunció la voz del marqués Karl—. Hemos llegado.
Suspiré y me recompuse antes de descender. Los guardias imperiales ya estaban en formación para escoltarme. Karl me observó con atención.
—¿Cómo se encuentra, Majestad?
Fingí una sonrisa.
—Tranquilo.
Karl asintió y agregó en tono amable:
—No se preocupe por el imperio. El duque Trovi hará un excelente trabajo representándolo mientras usted se recupera.
Sonreí sin ganas.
—Acompáñeme solo un guardia.
Señalé a Sir Artina, el subcomandante de los caballeros imperiales y antiguo guardia personal de Navier. Asintió con solemnidad, y juntos cruzamos las puertas de la academia, donde dos maestras nos saludaron con respeto.
—Vengo a ver al decano —manifesté con firmeza.
Las maestras inclinaron la cabeza y abrieron las puertas. Di un paso adelante, listo para enfrentar un futuro incierto, mientras los ecos del pasado aún susurraban a mi alrededor.
Caminé lentamente por los pasillos de la Academia de Magia de Wilwol, observando cada detalle de su majestuosa arquitectura. Los techos altos estaban adornados con candelabros flotantes, que iluminaban con una luz cálida los relieves dorados en las paredes de mármol. La alfombra bajo mis pies amortiguaba mis pasos, mientras que el eco de voces lejanas se perdía en la inmensidad del lugar. A pesar del tiempo transcurrido, la academia seguía imponente, un testimonio del poder de la magia y el conocimiento.
De pronto, algo capturó mi atención.
Me detuve frente a un cuadro de gran tamaño colgado en una de las paredes. La figura en la pintura me resultaba dolorosamente familiar: un joven de cabellos rubios, mirada afilada y sonrisa enigmática. Henrey. Mi más grande rival, el hombre que me arrebató a Navier. Observé su retrato sin emociones, permitiendo que el veneno del resentimiento me recorriera por dentro.
—Majestad.
Una voz grave y educada resonó a mi izquierda. Parpadeé y me giré levemente. Era el decano de la academia, un hombre de avanzada edad con una postura firme y una mirada aguda tras unos lentes dorados. Se inclinó con respeto, y yo le respondí con un leve movimiento de cabeza.
—Decano —murmuré.
El hombre siguió mi mirada hasta el retrato y entrelazó las manos tras la espalda.
—Veo que ha notado el retrato de Su Majestad Henrey —comentó con tono neutral.
No aparté la vista de la pintura cuando pregunté:
—¿Por qué hay un retrato del emperador de Occidente en esta academia?
El decano esbozó una leve sonrisa.
—Su Majestad Henrey fue alumno de esta institución hace varios años, como parte de un programa de intercambio entre imperios. Destacó por su inteligencia y habilidades innatas para la magia.
Asentí lentamente, procesando la información. Henrey había estado aquí, en estos mismos pasillos, caminando y aprendiendo como cualquier otro estudiante.
—Entiendo —manifesté sin expresar opinión alguna.
El decano inclinó la cabeza ligeramente.
—Dígame, Majestad, ¿cuál es el motivo de su visita?
Recordé el verdadero propósito de mi viaje y aparté la mirada del retrato.