Salí de la academia con pasos apresurados, sintiendo el aire frío de la tarde golpearme el rostro, pero no detuve mi marcha. Mi mente seguía atrapada en las palabras del decano y en aquel maldito expediente que había dejado sobre la mesa. Todo en mí estaba envuelto en un torbellino de emociones: furia, desesperación, frustración... y un profundo dolor.
Detrás de mí, escuché el sonido de pisadas rápidas, seguidas de un jadeo entrecortado.
—¡Su Majestad, por favor! —exclamó el decano, corriendo tras de mí con evidente desesperación.
De inmediato, Sir Artina reaccionó. Desenvainó su espada en un acto reflejo, posicionándose con firmeza entre el decano y yo. Sus ojos evaluaban la situación, fríos y calculadores, como los de un guerrero entrenado para responder a cualquier amenaza.
Levanté una mano en un gesto de calma.
—Detente —ordené con voz baja, pero firme.
Sir Artina vaciló un segundo antes de bajar el arma, aunque sin apartar la mirada del decano, listo para actuar si la situación lo requería.
Me giré lentamente para enfrentar al hombre que osaba seguirme con tan descarada insistencia. Su rostro mostraba un brillo de arrepentimiento, y su respiración agitada dejaba en claro que había hecho un esfuerzo considerable por alcanzarme.
—Le pido disculpas, Su Majestad —musitó, inclinando la cabeza con respeto.
Lo fulminé con la mirada. Mi voz se endureció, cargada de desprecio.
—¿Cómo puede creer que yo haría algo así? —le espeté, sin molestia alguna en ocultar mi indignación.
El decano tragó saliva.
—Pensé que... sería una oportunidad... —balbuceó, sin atreverse a sostener mi mirada.
Solté una amarga carcajada, una que no contenía rastro alguno de humor. Pasé una mano por mi cabello, sintiendo la ira arder en mis venas como un fuego imposible de extinguir.
—Aunque amo a Navier más de lo que amo mi propia vida, jamás le quitaría la oportunidad de ser feliz. Nunca más le robaría su familia, su amor, su destino... aunque eso signifique que lo viva con el Emperador Henrey y no conmigo —declaré con una convicción feroz.
El decano pareció encogerse ante mis palabras. Su rostro palideció y, en un acto de desesperación, cayó de rodillas frente a mí.
—¡Perdóneme, Su Majestad! No debí haber insinuado tal cosa... —suplicó, con la voz temblorosa.
Lo miré con desdén.
—Levántese —ordené, con la frialdad de un emperador—. Pero no vuelva a mencionarme ese tema. No me haga reconsiderar su posición en esta academia.
Sin esperar su respuesta, giré sobre mis talones y caminé con paso firme hasta mi carruaje. Aún podía sentir la mirada de todos clavada en mi espalda: la incertidumbre en el rostro de Sir Artina, la preocupación de Karl, la tensión en los guardias.
El Marqués Karl se apresuró a mi lado en cuanto me vio acercarme, su expresión reflejaba una mezcla de inquietud y curiosidad.
—¿Qué ha pasado, Su Majestad? —preguntó con cautela.
Negué con la cabeza, exhalando un suspiro pesado.
—No tiene caso mencionarlo —murmuré, sin intenciones de alargar la conversación.
Uno de los guardias imperiales abrió la puerta del carruaje, permitiéndome entrar. Me acomodé en el asiento, y cerré los ojos por un instante y exhalé un largo suspiro, sintiendo el agotamiento caer sobre mí como una losa. El carruaje comenzó a moverse, alejándome de la academia y de la insensatez de aquel hombre.
Mis ojos vagaron por la ventana, recorriendo las calles de la capital con indiferencia, hasta que, sin quererlo, mi mirada se detuvo en una pequeña cafetería al otro lado del camino. Un escalofrío recorrió mi espalda al reconocerla.
Mi mente fue arrastrada sin compasión a un recuerdo de juventud.
—Esto es absurdo —refunfuñé, apoyando los codos sobre la mesa de la cafetería, mientras revolvía con fastidio la bebida en mi taza—. Mi padre tiene una nueva amante, y pretende que lo vea como algo normal.
Navier, sentada frente a mí, observó mis gestos con atención. Siempre había sido así: callada cuando debía escuchar, reflexiva cuando debía hablar.
—Los libros de historia dicen que es común en los matrimonios arreglados. Muchos emperadores han tenido amantes —comentó con voz tranquila, tomando un sorbo de su té.
Fruncí el ceño y negué con vehemencia.
—No es común, es cruel. No lo acepto. Y te prometo algo, Navier... Yo jamás tendré una amante. Porque yo sí te quiero.
Ella no respondió de inmediato. Me observó por unos segundos, como si quisiera asegurarse de que mis palabras eran sinceras. Finalmente, sus labios se curvaron en una sonrisa dulce, esa sonrisa que en el futuro me sería arrebatada.
—Si tú eres leal a mí, Sovieshu, yo seré igual de leal a ti.
Volví en mí de golpe, sintiendo que un cuchillo invisible se clavaba en mi pecho. Me cubrí el rostro con una mano, tratando de contener las lágrimas. Cada promesa rota, cada error cometido, me perseguía sin tregua, como espectros que se negaban a abandonarme.
No supe cuánto tiempo pasó hasta que el carruaje se detuvo frente a la mansión de campo. Bajé lentamente, sintiéndome más cansado de lo que recordaba haber estado en mucho tiempo.
El Marqués Karl estaba allí, esperándome con los brazos cruzados y un suspiro contenido en los labios. Me miró con severidad y luego sacudió la cabeza.
—Otra vez no, Su Majestad.
Sabía exactamente a qué se refería. Mis ojos debían reflejar la sombra del llanto silencioso que había sufrido en el camino. Esbocé una sonrisa amarga, sin molestia en ocultar la fatiga emocional que me consumía.