El Retorno del Emperador

3.- Una nueva Emperatriz

Me encontraba en mi habitación, mirando fijamente el dosel de la cama, pero el sueño no llegaba. Cada noche era un frío recordatorio de mi soledad. No importaba cuánto cerrara los ojos, la imagen de Navier y Henrey juntos se dibujaba con cruel claridad en mi mente. Los imaginaba compartiendo el mismo lecho, susurrándose promesas, entregándose al amor que yo mismo destrocé. Sentí cómo un ardor punzante se instalaba en mi pecho y me incorporé con frustración.

—¿Por qué me torturo de esta manera? —susurré al aire, sintiendo el peso de mis propios errores ahogarme.

Me levanté de la cama y caminé con paso lento hasta el balcón. La brisa nocturna era gélida, pero la recibí con agrado. Me apoyé en la baranda, observando el lago que se extendía como un espejo oscuro ante mí. En mi mente, Navier cabalgaba a su orilla, su cabello ondeando con el viento, su risa cristalina llenando el aire. ¿Le habría gustado esta mansión? ¿Habría querido pasar tiempo aquí si las cosas hubieran sido distintas?

Cerré los ojos y murmuré en un tono que apenas era audible para mí mismo:

—Navier... perdóname. Perdóname por haberte lastimado, por haberte traicionado... Perdóname por haberme enamorado de otra mujer cuando en realidad... siempre fuiste tú.

El silencio fue mi única respuesta.

Unos golpes en la puerta me arrancaron de mis pensamientos. Exhalé con frustración y, sin girarme, ordené con impaciencia:

—Entra.

Escuché el rechinar de la puerta y pasos firmes detrás de mí. Giré la cabeza y vi a Sir Artina de pie, con su semblante serio.

—Su Majestad —pronunció con formalidad—. Tengo malas noticias del Imperio.

Me enderecé de inmediato y mi expresión se endureció.

—¿Qué ha pasado? —inquirí con tensión.

—Se trata del duque Trovi —respondió con voz grave.

Sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro. Mi corazón se encogió y una sensación de inquietud se apoderó de mí. El duque Trovi... el padre de Navier.

—Ordena que alisten el carruaje de inmediato —exigí sin titubear.

Sir Artina inclinó la cabeza y salió con rapidez. Yo permanecí en el balcón un momento más, tratando de ordenar mis pensamientos, pero el nerviosismo se apoderaba de mí. ¿Qué había sucedido? ¿Había enfermado? ¿Estaba...?

Sacudí la cabeza. No podía permitirme pensar lo peor.

Minutos después, el carruaje partió a toda velocidad de regreso al Imperio. Me acomodé en el asiento, pero la inquietud me carcomía. Apoyé el codo en la ventanilla y observé el paisaje nocturno. De día, aquellos caminos eran vibrantes, llenos de vida. Pero ahora, en la oscuridad, todo parecía desolado. Como si el mundo reflejara mi propio interior.

—Tal vez la carga de trabajo le pasó factura... —murmuré, sin apartar la vista del camino.

No pude evitar sentirme responsable. Yo le había dejado el Imperio a su cargo en mi ausencia, confiando en que podría manejarlo. Pero, ¿acaso había sido demasiado para él?

El trote de los caballos resonaba en la noche silenciosa, marcando el ritmo de mi ansiedad. Me aferré al asiento, impaciente por llegar. Algo en mi interior me decía que esta noche marcaría un nuevo giro en mi vida.

[...]

Corrí por los pasillos del palacio, el sonido de mis botas resonaba en el suelo de mármol mientras sentía la presencia de Sir Artina siguiéndome de cerca. Mi corazón latía con fuerza, no por el esfuerzo de correr, sino por la ansiedad que me consumía. Cuando llegué a la habitación del emperador en el ala este, empujé la puerta sin pensarlo dos veces.

El duque Trovi estaba sentado junto a la cama, con su semblante cansado pero firme, y a su lado, la duquesa de Trovi lo acompañaba, con una preocupación evidente reflejada en sus ojos. Me detuve un momento, tratando de recuperar el aliento.

—Disculpen que haya entrado de esta manera.— murmuré, con la voz aún entrecortada.

La duquesa negó con la cabeza y esbozó una leve sonrisa.

—No tiene por qué disculparse, su Majestad. Después de todo, este sigue siendo su palacio.

Sus palabras, aunque dichas con amabilidad, hicieron que mi pecho se sintiera más pesado. Me acerqué al duque, examinándolo con detenimiento.

—¿Cómo se encuentra?— inquirí con preocupación genuina.

El duque me miró con paciencia y asintió con un gesto sereno.

—Estoy bien, Majestad. El doctor imperial me revisó ayer y aseguró que solo fue el estrés.

Exhalé con alivio, aunque la culpa no tardó en asaltarme. Bajé la mirada por un instante antes de volver a hablar.

—Lamento haberlo dejado solo con toda la responsabilidad del imperio.

El duque negó con suavidad.

—Era necesario que usted también se tomara un respiro. Y más aún porque hay algo importante que debo decirle.

La duquesa, intuyendo la gravedad del asunto, se puso de pie.

—Los dejaré hablar a solas.— anunció antes de salir con un elegante movimiento.

El duque tomó un periódico doblado y me lo extendió. Lo recibí y, al desplegarlo, mis ojos recorrieron con rapidez el titular. Una sonrisa despectiva se formó en mis labios mientras leía.

—¿Así que el pueblo realmente intentó hacer un golpe de Estado?— comenté con ironía, sintiendo una mezcla de fastidio y resignación.

El duque bajó la cabeza, con una expresión de remordimiento.

—Lo siento mucho, su Majestad. Pensé que estaba haciendo un buen trabajo manteniendo la estabilidad del imperio.

Dejé el periódico a un lado y lo miré fijamente.

—No fue su culpa.— afirmé con firmeza. —Todo esto es por Navier. El pueblo esperaba que en algún momento ella regresara.

El duque soltó una breve risa y sacudió la cabeza.

—Mi hija ha puesto un estándar bastante alto.

Sonreí, aunque en el fondo sentía que aquella afirmación era una daga clavada en mi pecho.

—Sí.— respondí en voz baja.

Me aclaré la garganta y puse una mano en su hombro con suavidad.

—Descanse, duque. Yo veré la forma de calmar al pueblo.




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