El eco de unos tacones en el silencioso pasillo, resonaban antes de que tocaran con firmeza la puerta de mi oficina. Me froté el puente de la nariz, intuyendo que no se trataba de una visita cualquiera.
—Adelante —ordené, sin apartar la vista de los documentos que descansaban sobre el escritorio.
La puerta se abrió con suavidad, y el marqués Karl entró con una expresión solemne. Hizo una leve reverencia antes de hablar.
—Su Majestad, han llegado.
El aire pareció escaparse de mis pulmones. Mi corazón palpitó con fuerza, un reflejo inmediato de la ansiedad que me provocaba escuchar esas palabras. Aun así, mantuve el rostro inmutable.
—Hazme el favor de recibirlos tú —pronuncié con calma, volviendo la vista a los papeles ante mí.
Karl arqueó una ceja.
—Es inusual que no sea usted quien los reciba personalmente.
Exhalé lentamente antes de responder.
—Navier estará más preocupada por su padre que por cualquier protocolo. No creo que le importe demasiado cómo sea recibida.
El marqués me observó por un instante antes de asentir.
—Como ordene, Su Majestad.
Se retiró con la misma elegancia con la que había entrado. Me puse de pie y me acerqué al ventanal. Desde la distancia, pude ver el carruaje del Imperio de Occidente llegar a la entrada del palacio. Los colores dorados y azulados de su estandarte resaltaban contra la piedra blanca del edificio.
Entonces, ella bajó del carruaje.
El aire se sintió denso de repente. Era imposible no mirarla. La forma en la que su cabello se movía con el viento, la manera en la que su porte seguía siendo inquebrantable. Se veía tan... imperial. A su lado, Henrey la acompañaba, su presencia imponente y su mirada protectora. Pero eso no fue lo que me hizo sentir un nudo en el estómago.
Fue cuando nuestras miradas se cruzaron.
Por un instante, el tiempo se detuvo. No había palacio, no había responsabilidades, solo ella y yo en un abismo de recuerdos. Asentí con leve discreción y ella, con la misma neutralidad, correspondió el gesto. Me alejé del ventanal con rapidez, sintiendo cómo mi pecho se contraía.
[...]
Las horas transcurrieron con lentitud. Me refugié en mi oficina, evitando cualquier encuentro innecesario. Sabía que verla de nuevo, escuchar su voz en persona, ser testigo de su felicidad con otro hombre, solo me destruiría un poco más. Así que cuando la hora de la cena se acercó, hice sonar la campanilla de mi escritorio.
Una sirvienta entró con prontitud y se inclinó con respeto.
—Ordene, Su Majestad.
—Preparen la cena para nuestros invitados del Imperio de Occidente —anuncié con tono firme—. Pero yo cenaré en mi habitación.
La sirvienta asintió y salió con rapidez. No quería compartir el mismo espacio con ellos, no esta noche. Con pasos decididos, abandoné la oficina y me dirigí directamente a mi habitación. Una vez dentro, me desabroché el cuello del traje, tratando de aliviar la tensión acumulada en mi cuerpo.
Entonces, un toque en la puerta interrumpió mi momento de respiro. Supuse que era la sirvienta con mi cena.
—Entra —ordené sin mirar.
Pero la voz que respondió no era la que esperaba.
—¿Así es como el Imperio del Oriente trata a sus invitados hoy en día?
Me congelé.
Me giré con lentitud, y allí estaba él. Henrey. Con su postura relajada pero con una expresión que dejaba claro que no estaba aquí solo para intercambiar cortesías.
Exhalé con pesar y le sostuve la mirada.
—No sabía que los emperadores del occidente se preocupaban tanto por los modales de los demás —repliqué con un deje de ironía.
Henrey sonrió levemente, pero sus ojos reflejaban algo más.
—Cuando se trata de mi esposa, suelo ser bastante observador.
Me tensé sin querer. Lo sabía. Sabía que me estaba poniendo a prueba, viendo cuál sería mi reacción. Me negué a darle esa satisfacción.
—Entonces habrás notado que mi intención nunca fue ser descortés —retruqué, caminando hacia la mesa donde descansaba una copa de vino servida—. Simplemente, consideré que Navier querría estar con su padre antes que perder tiempo en protocolos innecesarios.
Henrey me observó por un momento, evaluando mis palabras. Luego, asintió lentamente.
—Al menos en eso coincidimos —expresó con tranquilidad. Luego, su tono se volvió más serio—. Pero sabes tan bien como yo que no puedes evitarla eternamente.
Me quedé en silencio.
Henrey me lanzó una última mirada antes de girarse hacia la puerta.
—Nos veremos en el desayuno, espero —comentó con naturalidad antes de salir de la habitación, dejando tras de sí un aire denso de tensión.
Solté un suspiro pesado y me dejé caer en el sillón. Era verdad. No podría evitarla por siempre.
Pero eso no significaba que estaba listo para enfrentarla.
[.NAVIER.]
El viento mecía suavemente las hojas de los árboles en los jardines del palacio. Caminé despacio, disfrutando de la tranquilidad del lugar, hasta que mis ojos se posaron en el espacio vacío donde solía estar el columpio que alguna vez coloqué aquí. Una sonrisa nostálgica se dibujó en mi rostro. Había crecido en este palacio, conocía cada rincón, cada sendero, y aunque mi vida ahora pertenecía al Imperio de Occidente, parte de mí siempre recordaría este lugar como mi hogar.
Después de visitar a mi padre y a mi madre, me sentí un poco mejor. Sin embargo, no podía ignorar la extraña ausencia de Sovieshu. No nos recibió cuando llegamos ni cenó con nosotros. Por un momento, me pregunté si simplemente nos estaba evitando. Aunque, siendo sincera, con Sovieshu nunca se sabía con certeza.
Seguí caminando hasta el ala oeste del palacio, el palacio que había sido mi hogar durante tantos años. Recorrer los pasillos me llenó de una sensación cálida y melancólica. Mis dedos rozaron las paredes mientras avanzaba, recordando tantas memorias de mi juventud, de mis días como emperatriz. Al llegar a la puerta de mi antigua habitación, extendí la mano para abrirla, pero justo en ese instante la puerta se abrió desde adentro.