El Retorno del Emperador

5.- Aceptando el destino

Tan pronto como crucé el umbral de mi habitación, la puerta se cerró tras de mí con un golpe sordo. Sentí mis piernas temblar bajo el peso de mi propio cuerpo y, sin oponer resistencia, me dejé caer al suelo.

Mi respiración se volvió errática y, en un impulso incontrolable, hundí el rostro entre mis manos. El aire se sintió denso, pesado, casi sofocante. Y entonces, sin poder contenerlo, las lágrimas comenzaron a caer en silencio. Primero unas pocas, tibias y traicioneras, resbalando por mis mejillas hasta perderse en el suelo. Luego, con más intensidad, acompañadas de un sollozo ahogado que apenas se atrevió a romper la quietud de la habitación.

—Navier... —susurré, con la voz rota, sin fuerzas.

Pronuncié su nombre como si de un ruego se tratara, como si esperara que, de alguna manera, el destino se apiadara de mí y me concediera una última oportunidad. Solo una. Una sola oportunidad para hacer las cosas bien, para no cometer los mismos errores, para enmendar todo el daño que le había causado.

Apreté los puños con desesperación y, en silencio, prometí ser un buen emperador, un mejor hombre, un esposo digno de ella... Si tan solo pudiera regresar el tiempo.

El cansancio me fue venciendo poco a poco. El frío del suelo se apoderó de mi cuerpo, pero no hice el menor esfuerzo por moverme. La habitación entera comenzó a difuminarse en sombras borrosas hasta que, finalmente, me sumergí en la inconsciencia.

La habitación entera comenzó a difuminarse en sombras borrosas hasta que, finalmente, me sumergí en la inconsciencia

[...]

Unos golpes en la puerta me hicieron abrir los ojos con dificultad. Mi cuerpo se sintió entumecido, pesado, como si estuviera hecho de piedra. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero por la luz que se filtraba entre las cortinas, deduje que ya era de mañana.

—Pasen... —musité con voz ronca, sin fuerzas para levantarme del suelo.

La puerta se abrió con rapidez y escuché el sonido de pasos acercándose con prisa.

—¡Majestad! —exclamó el marqués Karl, su voz cargada de alarma. —¿Está bien?

Levanté la vista con esfuerzo y lo vi inclinarse a mi lado, con una expresión de evidente preocupación. Sus manos firmes me ayudaron a incorporarme, aunque mis extremidades apenas respondieron.

—Estoy bien... —murmuré, cerrando los ojos un instante para disipar el mareo que me invadió al ponerme de pie.

Con cierta dificultad, Karl me guió hasta la cama y me ayudó a sentarme. Entonces, al alzar la mirada, vi que la puerta de la habitación seguía abierta... y más allá, de pie en el pasillo, se encontraba ella.

Navier.

Mi corazón se detuvo por un instante, y luego golpeó con fuerza contra mi pecho. Su mirada se clavó en la mía, pero su expresión era indescifrable. No supe si estaba sorprendida, preocupada o simplemente curiosa. Solo sé que, en ese instante, quise desaparecer.

Me incliné hacia Karl y susurré con urgencia:

—Cierra la puerta.

Karl parpadeó confundido por un momento, pero siguió la dirección de mi mirada y comprendió la situación. Con rapidez, se dirigió a la entrada, inclinó levemente la cabeza en señal de disculpa y pronunció con respeto:

—Su Majestad, podrá hablar con el emperador en otro momento.

Navier no respondió. Se limitó a mirarnos unos segundos más antes de apartar la vista. Karl cerró la puerta con suavidad y, cuando volvió su atención hacia mí, suspiró profundamente.

—Majestad... —murmuró con un deje de resignación. —Necesito informarle algo importante.

Pasé una mano por mi rostro, tratando de recomponerme.

—Adelante... —musité con voz áspera.

Karl titubeó un instante antes de hablar.

—Hay plebeyos en la entrada del palacio... —anunció con seriedad. —Están gritando el nombre de Su Majestad Navier.

Sentí cómo un escalofrío me recorrió la espalda. Apreté los labios y, con un ademán cansado, ordené:

—Refuercen la seguridad del palacio.

Pero Karl no se movió. Permaneció de pie frente a mí, con una expresión tensa, como si aún tuviera algo más que decir.

—¿Qué más ocurre? —inquirí, impaciente.

Él bajó la vista por un momento antes de finalmente responder:

—El duque de Trovi... ha solicitado renunciar a su cargo de apoyo al emperador.

Asentí con lentitud. No estaba sorprendido.

—Lo veía venir... —murmuré, aunque las palabras dejaron un amargo sabor en mi boca.

La carga del cansancio, del pasado y del presente me pesó más que nunca. Sabía que todo esto era consecuencia de mis propias decisiones. Y, sin embargo, no podía evitar preguntarme cuántas de ellas podría cambiar si tuviera la oportunidad.

Observé el rostro serio del marqués Karl mientras aguardaba mi respuesta. Sabía que lo que estaba por decirle era inevitable, y, a pesar de que en el fondo me dolía, pronuncié las palabras con firmeza:

—Acepta su renuncia —exigí, sin apartar la vista de él—. Asegúrate de que el duque reciba un pago digno por sus servicios a la familia imperial. Es lo mínimo que podemos hacer por su lealtad y esfuerzo.

Karl asintió con solemnidad y, sin decir nada más, se giró para salir de la habitación. Al quedar solo, solté un suspiro pesado y me llevé una mano a la frente. La tensión se acumulaba en mi pecho como un peso insoportable.

Me acerqué al balcón y, al asomarme, vi lo que ya sospechaba: una multitud de plebeyos congregados a las afueras del palacio, clamando el nombre de Navier. Sus voces se alzaban en una sola exclamación, desesperadas, llenas de anhelo. Sentí una punzada de irritación y también de resignación. No importaba cuánto intentara avanzar, su sombra seguiría persiguiéndome en cada rincón del imperio.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.