[.NAVIER.]
El aroma de las flores impregnaba el aire mientras paseaba por los jardines imperiales junto a Laura. Habíamos pasado varios días en el Imperio Oriental, pero apenas había visto a Sovieshu. No era difícil notar que evitaba cualquier encuentro conmigo, y si él no tenía intenciones de dirigirme la palabra, yo tampoco haría el esfuerzo.
—Mañana partiremos al Imperio Occidental —murmuré, contemplando los pétalos de una rosa entre mis dedos.
Laura asintió con una leve sonrisa.
—Será un viaje largo, pero supongo que ya desea volver, su Majestad.
—Sí —respondí sin mucho ánimo—. Dejamos a Lari y Kai con la niñera imperial, y aunque confío en ella, me inquieta no estar cerca.
Laura iba a responder, pero un destello azul en el cielo llamó mi atención. Al alzar la vista, reconocí de inmediato la figura de un pájaro azul que volaba en nuestra dirección. Era Mackenna. Mi ceño se frunció ligeramente. ¿Qué hacia aquí?
El pájaro descendió con gracia y se posó en mi brazo con agitación. De inmediato, noté que una diminuta nota estaba atada a su patita. Con un rápido movimiento, la desaté y desplegué el pequeño pergamino.
Mis ojos recorrieron las palabras y sentí cómo el aire abandonaba mis pulmones.
—¿Su Majestad? —preguntó Laura, alarmada por mi expresión.
Pero yo no respondí. Sin pensarlo dos veces, giré sobre mis talones y eché a correr, impropio de una emperatriz. Mi corazón latía desbocado mientras avanzaba por los pasillos con el pergamino fuertemente aferrado en mis manos. Mis hijos... algo les pasaba.
Cuando llegué a la zona donde se hospedaban mis padres, los encontré conversando animadamente con Henrey. Pero mi esposo apenas me vio, su expresión cambió de inmediato. Se levantó de un salto y corrió hacia mí con el ceño fruncido de preocupación.
—Mi reina —pronunció, tomando mis manos entre las suyas—. ¿Qué ocurre?
Respiré hondo, tratando de calmar mi voz temblorosa.
—Se trata de Lari y Kai... —murmuré, mostrando el pergamino—. Mackenna trajo un mensaje desde el imperio. Ambos tienen fiebre y han estado vomitando.
La expresión de Henrey se endureció al instante, y sus ojos reflejaron la misma angustia que sentía en mi pecho.
—Debemos partir inmediatamente —declaró con firmeza.
—Sí —afirmé, sintiendo cómo la urgencia me invadía—. No puedo quedarme aquí mientras mis hijos nos necesitan.
Henrey asintió con decisión antes de volverse hacia mis padres.
—Disculpen, pero tenemos que marcharnos ahora mismo —expresó con seriedad.
Mi madre se levantó preocupada, mientras mi padre se mostró sereno, aunque su mirada reflejaba comprensión.
—Vayan, Navier —me instó con suavidad—. No hay nada más importante que sus hijos.
Les dediqué una última mirada antes de tomar la mano de Henrey y caminar apresuradamente hacia los carruajes. La paz que había sentido en estos días se desvaneció en un solo instante. Solo tenía un pensamiento en mente: volver a casa y estar con mis hijos.
[.SOVIESHU.]
El sonido abrupto de la puerta al abrirse con fuerza me sacó de mis pensamientos. Levanté la vista, sorprendido al ver al marqués Karl irrumpiendo en mi oficina con el rostro desencajado. Jamás lo había visto actuar de esa manera, él siempre era prudente, medido en sus acciones.
—Majestad, los emperadores de Occidente se marchan de urgencia —expresó con la voz agitada.
Fruncí el ceño, sintiendo un mal presentimiento instalarse en mi pecho.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? —inquirí con firmeza, poniéndome de pie de inmediato.
Karl tragó saliva y tomó aire antes de responder:
—Se dice que sus hijos están gravemente enfermos.
Mi cuerpo se tensó. El solo hecho de imaginar a los hijos de Navier en peligro me provocó una angustia inexplicable. Sin perder más tiempo, tomé una decisión rápida.
—Envíen a alguien a buscar a Evelie de inmediato. Necesitamos su ayuda.
Karl asintió sin cuestionar mi orden y salió rápidamente de la oficina. Yo, por mi parte, no dudé en dirigirme a la salida del palacio. Mis pasos eran apresurados, sentía una extraña urgencia en el pecho.
Cuando llegué, vi el carruaje imperial de Occidente listo para partir. Navier estaba subiendo, su porte era tan imponente como siempre, pero su rostro reflejaba la preocupación de una madre desesperada.
—¡Navier! —exclamé, corriendo hacia ella antes de que el carruaje se pusiera en marcha.
Ella se giró al escuchar mi voz y me observó con sorpresa. Henrey, que estaba dándole ordenes a su cochero, también dirigió su atención hacia mí, con una ceja arqueada.
—He mandado a traer a Evelie. Su magia de sanación podría ser de ayuda —le informé, intentando mantener la compostura, aunque por dentro sentía una mezcla de ansiedad y desesperación.
Henrey miró a Navier y comentó con seriedad:
—Podría sernos útil.
Navier, con la determinación que siempre la caracterizaba, sostuvo mi mirada por un instante. Su expresión se suavizó apenas y, con una leve inclinación de cabeza, me agradeció:
—Aprecio el gesto, su majestad.
Mi corazón se encogió con su tono calmado pero distante. Respiré hondo y asentí.
—Evelie partirá en cuanto llegue. No pueden esperar por ella, lo entiendo —murmuré, sintiendo un amargo pesar en la garganta.
Navier inclinó la cabeza en señal de afirmación y subió completamente al carruaje.
Henrey, quien siempre había sido mi rival, me miró por un instante. Parecía evaluar mis intenciones, pero finalmente exhaló y pronunció, por primera vez con sinceridad: