El Retorno del Emperador

7.- El dolor de una emperatriz

El traqueteo del carruaje era constante, un vaivén que normalmente habría sido irritante, pero en esta ocasión apenas lo notaba. Miraba por la ventana sin realmente ver el paisaje que pasaba rápidamente ante mis ojos. El viaje al Imperio de Occidente duraba varios días, pero esta vez el tiempo parecía correr a una velocidad insoportable. Cada hora que pasaba me acercaba a un momento que no quería enfrentar: ver a Navier destrozada por la pérdida de sus hijos.

Respiré hondo y cerré los ojos por un instante. Me repetía a mí mismo que este viaje era solo un protocolo, una demostración del apoyo del Imperio de Oriente al Imperio de Occidente. Sin embargo, sabía que era imposible separar mis emociones de este suceso. Navier había perdido lo más preciado que una mujer podía tener: sus hijos. Y aunque ella ya no era mi esposa, aunque el destino nos había colocado en caminos distintos, no podía evitar sentir su dolor como si fuese mío.

El carruaje avanzaba sin interrupciones, y yo permanecía en silencio, perdido en mis pensamientos. Karl, que me acompañaba en este viaje, me observaba de reojo, como si intentara leer lo que pasaba por mi cabeza, pero no dijo nada. Era un silencio respetuoso, quizás porque él mismo entendía que no había palabras adecuadas para este momento.

Al cabo de un tiempo, el cochero anunció que nos acercábamos a la capital del Imperio de Occidente. Me enderecé en mi asiento y miré por la ventana. La tristeza parecía haberse instalado en el corazón del pueblo. Calles que alguna vez habían sido vibrantes y llenas de vida ahora se veían cubiertas por un velo de luto. Banderas negras ondeaban en lo alto de los edificios, un recordatorio del peso de la tragedia que había caído sobre esta nación.

Los ciudadanos se reunían en las calles, algunos con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. No solo Navier y Henrey habían perdido a sus hijos. El pueblo también había perdido a sus futuros gobernantes, a la esperanza de la continuidad, a la promesa de un futuro próspero. Me di cuenta de que la tristeza de Occidente era también la mía.

Cuando el carruaje llegó a las puertas del palacio, asomé la cabeza por la ventana y llamé al cochero.

—Izad la bandera blanca —ordené con voz firme, aunque mi garganta se sentía apretada.

El cochero se detuvo y asintió rápidamente. Bajó del carruaje y tomó la tela blanca, ondeándola sobre la estructura del vehículo. La bandera blanca simbolizaba el cese de hostilidades, una muestra de apoyo entre imperios en tiempos de dolor. En ese instante, algo inesperado ocurrió.

Aplausos.

Miré sorprendido hacia la multitud. No esperaba esa reacción. El pueblo de Occidente nos observaba con lágrimas en los ojos, algunos inclinaban la cabeza en señal de respeto. Para ellos, Oriente y Occidente eran enemigos, dos imperios que habían estado en conflicto por la historia que los envolvía. Pero yo nunca podría odiar nada que estuviera ligado a Navier. Y, aunque llegaba aquí como emperador, también estaba aquí como el hombre que aún la amaba.

Karl se inclinó ligeramente hacia mí y comentó en voz baja:

—Parece que su majestad ha hecho algo que el pueblo no esperaba.

—No lo hice por ellos —murmuré—. Lo hice por ella.

El carruaje volvió a moverse, atravesando las enormes puertas del palacio. Mi corazón latía con fuerza dentro de mi pecho. No sabía qué encontraría al bajarme. No sabía si Navier querría verme, si siquiera sería capaz de levantar la mirada en mi dirección. Pero algo era seguro: yo había venido a estar aquí por ella, aunque fuese en silencio.

Y aunque el mundo entero nos separara, aunque ya no pudiera decirle lo que sentía, aunque fuese demasiado tarde para recuperar lo perdido, mi amor por Navier no había desaparecido. Y quizás, en medio de este dolor insoportable, ella sabría que nunca estuvo sola.

.

El carruaje se detuvo con suavidad, y por un instante, permanecí sentado, observando la gran entrada del palacio del Imperio de Occidente. Había esperado una recepción formal, quizás algún funcionario imperial, pero no al propio Henrey. Su presencia me sorprendió, y por un momento, casi olvidé que además de ser el emperador de estas tierras, era también el esposo de Navier y el padre de los pequeños que ya no estaban.

Bajé del carruaje con solemnidad, ajustando la capa sobre mis hombros mientras Henrey se acercaba con pasos firmes. Su rostro reflejaba cansancio, pero mantenía la compostura. Nos miramos por un breve instante antes de intercambiar un apretón de manos, un gesto formal, pero también cargado de respeto.

—Bienvenido, emperador Sovieshu —expresó con voz grave, inclinando ligeramente la cabeza.

Su postura era firme, pero sus ojos reflejaban un cansancio indescriptible, el peso de la tragedia estaba marcada en su rostro.

—Mis condolencias, emperador Henrey —repuse con tono solemne, apretando su mano con firmeza.

Lo miré con atención. A pesar del dolor que compartía con Navier, se mantenía en pie, cumpliendo su deber como monarca. Yo no podía imaginar el infierno que estaba viviendo, ni cuánto debía dolerle ver a la mujer que amaba en un estado tan frágil.

—Gracias por recibirme, majestad —respondí con formalidad, aunque mi corazón latía con una inquietud que no lograba disipar.

Henrey se giró y comenzó a caminar hacia la entrada del palacio. Lo seguí en silencio, pero justo antes de cruzar el umbral de la gran puerta, recordé las palabras de mi padre: "Un emperador solo debe arrodillarse ante otro imperio en dos situaciones: cuando se le tiene un gran amor o cuando se lamenta la pérdida de un miembro de su familia imperial".

Y en ese momento, Navier era ambas cosas para mí.

Me detuve. Henrey frunció el ceño y volteó hacia mí, sorprendido al notar que no lo seguía. Luego, ante la mirada atónita de los guardias y plebeyos cercanos, doblé una rodilla y bajé la cabeza.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.