El Retorno del Emperador

8.- No me dejes

El aire nocturno era denso, cargado de un silencio melancólico que solo era roto por el ocasional murmullo del viento. Me había retirado a mi habitación de invitado, pero el insomnio me consumía. Sentía el peso de los acontecimientos recientes sobre mis hombros como una losa invisible. Sin pensarlo mucho, decidí salir a tomar un poco de aire. Quizás la brisa fría de la noche podría aliviar el nudo en mi garganta.

Apenas había dado unos pasos fuera de la habitación cuando distinguí una figura avanzando con prisa por el pasillo. El brillo de las antorchas iluminó su rostro, revelando la expresión grave y preocupada del Emperador de Occidente. Henrey se detuvo frente a mí, su respiración agitada, su semblante pálido. Algo no iba bien.

—Sovieshu... —pronunció mi nombre con voz tensa.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda.

—¿Qué sucede? —pregunté, temiendo la respuesta.

Henry bajó la mirada por un segundo, como si le costara trabajo formular las palabras.

—Navier... intentó acabar con su vida.

Mi corazón se detuvo por un instante. Sentí que el suelo bajo mis pies desaparecía, y un vacío helado se instalaba en mi pecho. Las palabras de Henrey resonaban en mi mente con la fuerza de un trueno, incrédulas, dolorosas, devastadoras.

—¡No puede ser!—exclamé con voz entrecortada.

Henry asintió con amargura.

—Encontré un frasco de pociones entre sus cosas. Hace unas semanas, el Duque Kaufman nos envió un muestrario con varias de ellas. Creo que una de ellas era venenosa. Por suerte, no la mató... pero la ha dejado muy débil.

Un sentimiento de frustración e impotencia me recorrió el cuerpo. Me llevé una mano al puente de la nariz, cerrando los ojos con fuerza.

—¿Cómo pudiste permitir esto, Henrey? —pregunté con un deje de enojo en mi voz—. Se supone que debes protegerla, cuidarla... No puedes cometer los mismos errores que yo. No puedes fallarle como yo lo hice. Y ahora, por tu culpa, la mujer que...

Me detuve. Me mordí la lengua antes de terminar aquella frase. Mi corazón latía desbocado, mi respiración era agitada. Henrey me observó con el rostro sombrío y, tras un momento de silencio, replicó con voz serena, pero cargada de emoción.

—Precisamente por eso recurro a ti, Sovieshu. Porque si hay alguien en este mundo que la ama tanto como yo... ese eres tú.

Mis labios se entreabrieron, pero no supe qué responder. Bajé la mirada por un instante, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Lo siento... No debí hablarte así —admití finalmente—. Llévame a verla

Henrey asintió, y comenzamos a caminar por los pasillos del palacio, nuestros pasos resonando en la penumbra. Sin embargo, de pronto, Henrey se detuvo en seco. Me giré para mirarlo con el ceño fruncido.

—¿Qué sucede? —inquirí.

Henrey pareció dudar antes de hablar, pero al final susurró:

—Temo que la muerte de nuestros hijos no haya sido solo por neumonía.

Mi cuerpo entero se tensó. Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté con un tono de voz gélido.

Henrey apretó los labios, su expresión era indecisa.

—Hay muchas personas de fuera que desean hacerme daño... que desean dañar este imperio.

Exhalé lentamente, cerrando los ojos con resignación.

—¿Qué has hecho, Henrey? —solté con un susurro amargo—. ¡Se suponía que le darías la felicidad que yo no pude darle! Y ahora... arrastraste tu pasado hasta su presente.

Henrey frunció el ceño, su expresión era severa.

—¿Cómo sabes que se trata de asuntos de mi pasado? —preguntó, desafiante.

Lo miré con frialdad.

—Porque antes de ser emperador, solo eras un príncipe sin responsabilidades —respondí—. Era bien conocida tu fama de mercenario... y de mujeriego. Pero ahora tienes una debilidad, Henrey. Una que no solo te empeñaste en presumir ante el mundo, sino que también la hiciste tu emperatriz y esposa.

Henrey guardó silencio. Sus puños se apretaron, su mirada reflejaba un torbellino de emociones.

—Lo entiendo —continué con un suspiro cansado—. Porque yo también tengo la misma debilidad. Navier... siempre lo ha sido.

Los ojos de Henrey se suavizaron. Durante un largo instante, nos quedamos allí, en la penumbra del pasillo, compartiendo un silencio cargado de tristeza y entendimiento. Al final, sin decir más, ambos seguimos caminando hacia la habitación de Navier, el corazón latiendo con fuerza, preparándonos para enfrentar la realidad que nos esperaba.

[...]

Me senté al borde de la cama de Navier, observándola en silencio

Me senté al borde de la cama de Navier, observándola en silencio. Su rostro, antes lleno de vida y orgullo, ahora parecía una sombra de lo que alguna vez fue. Las ojeras bajo sus ojos, el color pálido de su piel y la delgadez de sus manos me decían lo que su voz aún no podía expresar. Con un nudo en la garganta, empecé a tararear una canción que solía gustarle en nuestra juventud, una melodía suave y melancólica que solíamos escuchar en las noches de invierno, cuando aún compartíamos un destino común.

Henrey estaba de pie al pie de la cama, con los brazos cruzados y una expresión de preocupación en su rostro. Su mirada iba de mí a Navier, como si no estuviera seguro de si mi presencia era un consuelo o un peso más en su agonía. Justo cuando terminaba la canción, un suave pero firme golpe resonó en la puerta. Henrey y yo intercambiamos una mirada rápida antes de que él hablara.

—Adelante.

La puerta se abrió y apareció su secretario, un hombre delgado de cabello azul que siempre llevaba una expresión de diligencia en el rostro. No recordaba su nombre con certeza... ¿Mackenna?




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