El amanecer trajo consigo una sensación de pesadez insoportable. Abrí los ojos a regañadientes, sintiendo el cuerpo entumecido y la mente nublada por el cansancio. Por un instante, olvidé dónde estaba, pero la realidad me golpeó con crueldad: estaba en el Imperio de Occidente, y hoy era el funeral de los hijos de Navier.
Solté un suspiro largo y me incorporé lentamente. No podía permitirme la debilidad. Representaba a mi imperio en este trágico suceso, y aunque todo dentro de mí se resistía a enfrentar lo que vendría, no tenía opción. Me levanté con determinación y comencé a vestirme con ropajes oscuros, propios de la ocasión.
Después de un rato, escuché unos golpes en la puerta. Me pasé una mano por el rostro, tratando de disipar la fatiga, y concedí el paso.
—Adelante.
La puerta se abrió y una sirvienta entró con una bandeja de desayuno. Colocó los platillos con sumo cuidado sobre la mesa y se inclinó con respeto.
—Su Majestad, su desayuno está servido.
—Gracias —murmuré, aunque apenas le presté atención a la comida.
Observé los alimentos por un momento, pero el hambre no acudió a mí. ¿Cómo podría comer cuando solo podía pensar en Navier y todo el dolor que le esperaba? Mi mente no dejaba de preguntarse cómo se encontraba, si había dormido al menos unas horas o si su estado emocional había empeorado. Necesitaba verla. Necesitaba saber que, al menos físicamente, estaba bien.
Me puse en pie con decisión y salí de la habitación. Mis pasos resonaron en los pasillos silenciosos mientras me dirigía hacia los aposentos de los emperadores. Cuando llegué frente a la gran puerta de madera tallada, me detuve por un instante y respiré hondo antes de llamar con suavidad.
Los segundos parecieron eternos hasta que la puerta se abrió, revelando a Evelie. Me recibió con una mirada atenta y algo reservada, como si evaluara el propósito de mi visita.
—Buenos días, Evelie —saludé con voz firme—. Vengo a ver a la emperatriz Navier.
Evelie me observó con cierta duda, pero se giró hacia el interior de la habitación.
—Su Majestad, el emperador Sovieshu ha venido a verla —anunció con tono sereno.
Contuve la respiración, esperando la respuesta de Navier. Estaba seguro de que se negaría a verme, de que cerraría la puerta en mi cara sin dudarlo. Ya estaba preparado para dar un paso atrás y aceptar su rechazo, cuando, para mi sorpresa, la puerta se abrió aún más.
—Pasa —manifestó ella con voz apagada.
Mis ojos la recorrieron con detenimiento. Navier estaba de pie con la espalda recta y la cabeza alta, pero sus ojos delataban el inmenso dolor que intentaba ocultar. Su vestido de luto, negro como la noche, hacía que su piel pareciera aún más pálida. Me estremecí al recordar que era la primera vez que la veía vestida de esa manera. Cuando mi padre, el difunto emperador Osis III, murió, ella había vestido de rojo, pues aquel mismo día nos proclamaron emperadores. Pero ahora... ahora vestía de negro, porque estaba de luto por sus hijos.
Entré con pasos medidos y cerré la puerta tras de mí. El silencio se instaló entre nosotros por unos instantes hasta que me animé a hablar.
—Navier... ¿En qué puedo ayudarte?
Ella me miró fijamente, con una expresión severa, sin rastro de la dulzura que alguna vez me mostró.
—Ayúdame a investigar la muerte de mis hijos.
Su voz, aunque firme, tembló levemente al pronunciar esas palabras. Sentí cómo algo dentro de mí se quebraba. No era una súplica, no era una petición con esperanza, era un mandato teñido de dolor, de rabia contenida y de una necesidad desesperada de respuestas.
—Lo haré —afirmé sin dudar—. Lo haré, Navier, y te prometo que encontraré la verdad, cueste lo que cueste.
Ella no respondió de inmediato. Sus ojos verdes me escrutaron como si intentaran leer mi alma, como si buscaran asegurarse de que hablaba en serio. Finalmente, asintió con lentitud, aceptando mi promesa.
Sabía que esto era solo el comienzo, que lo que descubriría podría cambiarlo todo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba haciendo algo correcto.
[...]
El sonido del viento helado golpeando los ventanales llenaba la habitación con un eco inquietante. Observé a Navier en silencio, su postura rígida, sus manos entrelazadas sobre su regazo y la sombra de la angustia marcando su hermoso rostro. Sus ojos, oscurecidos por la pena, me buscaron con determinación.
—Quiero que me acompañes a la oficina de Henrey —soltó de golpe, sin rodeos.
Fruncí el ceño ante su petición. No me la esperaba. Ladeé ligeramente la cabeza, analizándola.
—Sería mejor hacerlo después del funeral —argumenté con cautela—. No es el momento adecuado para... esto.
Navier negó con la cabeza, su mandíbula tensa, su mirada ardiendo con una mezcla de dolor y rabia contenida.