Caminamos en silencio por los pasillos del palacio de Occidente. A mi lado, Navier avanzaba con paso firme, pero su respiración era pesada, y sus manos temblaban levemente. No necesitaba preguntarle cómo se sentía; su mirada gélida, endurecida por el dolor y la determinación, hablaba por sí sola.
Cuando llegamos a la puerta de la oficina de Heinrey, Navier alzó la mano para abrirla, pero, antes de que pudiera tocar el picaporte, una voz potente y colérica se filtró desde el interior.
—¡Esto no debió suceder! —gritó Heinrey con furia. Su voz vibraba con una mezcla de ira y desesperación—. Esto no debe saberse, por nadie.
Navier se quedó inmóvil. Sus ojos se abrieron con asombro y su rostro palideció. Antes de que pudiera reaccionar, detuve su mano con la mía.
—No es el momento —le advertí en voz baja, mirándola con seriedad. Sabía que si entraba ahora, en medio de su ira y dolor, la situación podría volverse incontrolable.
Navier apretó los labios, debatiéndose entre su deseo de confrontarlo y la prudencia de esperar. Pero entonces, Heinrey volvió a hablar:
—Ella nunca podrá perdonarme... nunca...
Navier no pudo contenerse más. Con un movimiento brusco, empujó la puerta y entró en la oficina. Yo la seguí sin decir palabra.
En el interior, Heinrey y el duque Ergi estaban de pie, con semblantes tensos. Ambos se giraron al escuchar la irrupción abrupta de Navier. Heinrey, visiblemente sorprendido, parpadeó varias veces antes de reaccionar.
—¡Mi reina! —exclamó con desconcierto—. ¿Qué haces aquí...?
Navier no le dio oportunidad de terminar la frase.
—¡Dime ahora mismo, Heinrey! —le exigió con la voz temblorosa, pero cargada de rabia—. ¿Qué es eso que según tú, yo nunca podré perdonarte?
El rostro de Heinrey se descompuso. Me mantuve en silencio, observando la escena. El duque Ergi entrecerró los ojos y cruzó los brazos, como si estuviera evaluando la situación.
Heinrey no respondió de inmediato. Lentamente se acerco a Navier, bajó la cabeza y, para mi sorpresa, cayó de rodillas ante Navier. Con las manos temblorosas, tomó la falda de su vestido negro y apoyó su frente contra ella.
—Por favor... no me odies —susurró con un tono desgarrador. Su voz se quebró y su cuerpo temblaba de angustia.
Navier lo miró fijamente. Sus ojos reflejaban un mar de emociones: dolor, rabia, incredulidad... desesperanza.
—Fue por tu culpa... —murmuró, y su voz se volvió más cortante y fría—. ¡Fue tu culpa que nuestros hijos murieran!
El peso de esas palabras cayó sobre Heinrey como una losa. Su rostro se torció de dolor, pero no intentó defenderse.
—Voy a encontrarlos —murmuró, sin levantar la vista—. Voy a hallar a los culpables y haré que paguen... te lo juro, Navier.
—No quiero juramentos —le espetó ella—. Quiero la verdad. Quiero saber si mi esposo, el hombre que prometió protegernos, fue quien atrajo la desgracia sobre nuestra familia.
El duque Ergi desvió la mirada, como si el momento fuera demasiado incómodo incluso para él. Pero antes de que Heinrey pudiera contestar, Mackenna entró con expresión grave y solemnemente anunció:
—Todo está listo para el funeral de la princesa y el principe.
El silencio que siguió fue ensordecedor. Heinrey levantó la mirada con los ojos llenos de lágrimas, buscando el rostro de Navier, pero ella no lo miraba. Su decisión estaba tomada.
—Por el bien del imperio —musitó con voz helada—, fingiré que no te odio con todas mis fuerzas. Pero, después de enterrar a nuestros hijos, no quiero volver a verte en mi vida.
El aliento de Heinrey se detuvo. Su cuerpo entero pareció tensarse ante esas palabras.
—Navier... —su voz era un ruego. Levantó una mano temblorosa y tomó la suya con desesperación—. No me odies... te lo suplico...
Pero ella apartó la mano con brusquedad, como si su toque le quemara. Luego, giró sobre sus talones y me miró. Sabía lo que quería sin necesidad de que lo dijera. Extendí mi brazo en silencio, ofreciéndole apoyo. Sin dudarlo, Navier tomó mi brazo con firmeza.
Heinrey, aún de rodillas, nos observó con desesperación. Su voz se elevó con un grito cargado de dolor.
—¡Soy tu esposo! ¡Soy el padre de nuestros hijos! ¡No puedes hacerme esto, Navier!
Ella se detuvo en el umbral de la puerta y, sin volverse, respondió con una frialdad que heló la habitación.
—También eres el responsable de sus muertes.
No dijo más. La ayudé a salir de la oficina y caminamos juntos por los pasillos, en dirección al carruaje que nos llevaría al cementerio imperial.
La emperatriz de Occidente acababa de tomar su decisión. Y no había marcha atrás.
[..]
El carruaje se detuvo frente al cementerio imperial. Podía sentir la tensión en cada fibra de mi cuerpo mientras descendía primero, extendiendo mi mano para ayudar a Navier a bajar. Ella, con el rostro impasible, aunque sus ojos enrojecidos delataban su pesar, aceptó mi ayuda sin decir palabra. En cuanto sus pies tocaron el suelo, una figura apareció frente a nosotros.
—Desde aquí, yo me encargo —manifestó Henrey con firmeza, con su mirada clavada en mí.
Navier le dirigió una mirada gélida, cargada de resentimiento. Podía ver cómo sus manos temblaban levemente, aunque ella se apresuró a ocultarlo apretándolas en puños. Henrey, con un gesto de resignación, suavizó su voz.
—Por favor, caminemos juntos hasta donde están nuestros hijos. Si no lo hacemos, el pueblo empezará a hablar.
Navier desvió la mirada hacia mí, buscando confirmación. Yo asentí con solemnidad. Henrey tenía razón. Cualquier signo de discordia entre los emperadores podría desencadenar un caos político. Navier exhaló con un suspiro pesado y, a regañadientes, extendió su mano hacia Henrey. Él la tomó con cuidado, como si temiera que con el más mínimo contacto, ella se quebrara.