El funeral había concluido, pero la atmósfera seguía impregnada de tristeza y tensión. Miré a Navier de reojo; su rostro estaba pálido, su postura rígida. De repente, su cuerpo pareció ceder por un instante, tambaleándose. Antes de que pudiera reaccionar, Henrey ya la sostenía por los brazos para evitar que cayera. Pero Navier, apenas recobró el equilibrio, lo apartó bruscamente.
Los murmullos entre la alta nobleza de Occidente no se hicieron esperar. Vi cómo algunos intercambiaban miradas discretas, cuchicheando entre ellos. Sabía lo que eso significaba: si no intervenía, esos rumores afectarían la imagen de Navier.
Con paso firme, me acerqué y la rodeé con mis brazos, jalándola con suavidad pero con la suficiente determinación para alejarla de Henrey. Pude sentir su fragilidad, pero también su resistencia. Henrey me fulminó con la mirada y, en un tono bajo, lleno de fastidio, masculló:
—¿Qué crees que estás haciendo, Sovieshu?
Le sostuve la mirada sin inmutarme y respondí con igual discreción:
—Haciendo que parezcas el agraviado, para que hablen mal de mí y no de Navier.
Henrey pareció entender de inmediato. Su ceño fruncido se suavizó, aunque su mirada seguía cargada de enojo y resentimiento. Después de un breve silencio, exhaló con frustración y murmuró:
—Llévala al palacio para que descanse.
Miré a Navier y le pregunté con la voz más serena que pude:
—¿Quieres que te lleve al palacio?
Ella, aún apoyada en mí, asintió lentamente antes de agregar con una determinación que hizo titubear a Henrey:
—Sí. Llévame al palacio de Oriente.
El ambiente se volvió aún más pesado. Por primera vez desde que llegué, vi una reacción sincera en Henrey que no fuera culpa o tristeza. Esta vez era enojo. Sus labios se apretaron en una línea dura, y su mandíbula se tensó.
En ese instante, una figura se abrió paso entre la multitud con pasos decididos. Kosair Trovi. Su presencia siempre imponía. Alto, con su melena rubia desordenada por el viento y aquella cicatriz en la mejilla izquierda que contaba la historia de amor por su hermana Navier. Sus ojos verdes me evaluaron con detenimiento antes de fijarse en su hermana.
—Navier —llamó con preocupación. Se detuvo frente a nosotros y me miró con intensidad antes de extender su brazo hacia ella—. Yo la llevaré.
Antes de que pudiera replicar, los Duques de Trovi también se acercaron, el rostro de su madre desbordaba angustia y el de su padre, gravedad. Navier se apartó de mí con un leve movimiento y, sin dudarlo, Kosair la tomó en sus brazos con la misma naturalidad con la que un hermano protege a su hermana desde la infancia.
Asentí sin objeciones y di un paso atrás para cederles el espacio que les pertenecía.
Mientras ellos se alejaban, busqué con la mirada a Karl. Lo encontré observándome desde una distancia prudente. Me acerqué y, sin preámbulos, le pregunté:
—¿La hechicera ya está en camino?
Karl asintió con la eficiencia de siempre.
—Ya fueron a buscarla, espero que la encuentren rápido. Si no hay contratiempos, debería llegar pronto al Imperio de Oriente.
—Bien. —Crucé los brazos, meditando por un instante antes de preguntarle—. ¿Cuántos días más crees que debamos permanecer aquí?
Karl frunció el ceño.
—No lo sé, Majestad, pero debo recordarle que en Oriente no hay nadie a cargo de los asuntos imperiales.
Sabía que tenía razón. La estabilidad de mi imperio no podía depender solo de la lealtad de sus funcionarios. Suspiré, pasé una mano por mi cabello y decidí:
—Regresa a Oriente. No podemos darnos el lujo de dejarlo desprotegido. Encárgate de que todo siga en orden hasta que yo vuelva.
Karl me observó por un momento, como si intentara descifrar lo que realmente estaba pasando por mi mente. Finalmente, asintió.
—Empacaré de inmediato y partiré en cuanto esté todo listo.
Lo observé alejarse, y sentí que estaba al borde de una tormenta de la que ni siquiera yo conocía la magnitud.
[...]
Regresé al palacio occidental tras el funeral, con la mente sumida en el peso de los eventos recientes. Pero algo llamó mi atención de inmediato: la seguridad del palacio era escasa, demasiado laxa para una residencia imperial. Tras el funeral, esperaba ver una guardia reforzada, un ambiente de luto tangible, pero en cambio, lo único que encontré fue un vacío alarmante. La seguridad era mínima, casi nula, como si el palacio estuviera abandonado a su suerte.
Un presentimiento me invadió y sin pensarlo mucho, dirigí mis pasos hacia la oficina de Henrey. Si había respuestas, debía encontrarlas ahí. No podía dejar Occidente sin intentar descubrir la verdad. Si había algo que pudiera esclarecer la muerte de los hijos de Navier, debía encontrarlo.
Los pasillos estaban silenciosos, apenas iluminados por la luz de las antorchas. Mientras avanzaba, un guardia imperial me interceptó, con el ceño fruncido y la mano en la empuñadura de su espada.
—Esta parte del palacio está prohibida, su majestad —señaló con firmeza—. Solo los emperadores y sus funcionarios pueden acceder.
Lo miré con picardía, inclinando apenas la cabeza.
—Soy el emperador de Oriente —le recordé con un tono despreocupado—. Así que, por definición, tengo derecho a pasar.
El guardia no cedió.
—Solo los emperadores de Occidente tienen acceso.
Asentí lentamente, fingiendo resignación, y luego le sonreí con aire condescendiente.
—Entiendo, no quiero causar problemas. En realidad, solo busco un lugar privado para escribir una carta a mi imperio. Son asuntos diplomáticos confidenciales, y no puedo hacerlo en cualquier salón.
El guardia pareció dudar.
—Pero si así es como tratan a un invitado de la familia imperial de Oriente, tendré que marcharme —proseguí, suspirando con teatralidad—. Aunque, claro, sería una lástima, considerando que el propio emperador Henrey me pidió quedarme para asistir a su majestad Navier, pero si ayudarlo significa descuidar mi propio imperio, no tengo otra opción.