El Retorno del Emperador

14.- Oriente vs Occidente

[.HENREY.]

Entré a la habitación de Navier sin anunciarme. Mis pasos resonaron en el suelo de mármol, y las damas de compañía, que se encontraban arreglando su equipaje, me miraron sorprendidas. El murmullo de sus conversaciones cesó de inmediato. Sus rostros reflejaban el desconcierto de verme irrumpir de esa manera. No les di tiempo de reaccionar.

—Salgan —ordené con voz firme, sin mirarlas directamente.

Dudaron por un breve instante, pero conocían mi autoridad. Una a una, se apresuraron a abandonar la habitación sin decir palabra, aunque sentí la mirada inquisitiva de la condesa Jubel antes de salir. Cuando la puerta se cerró detrás de ellas, el silencio se hizo abrumador.

Navier estaba de pie junto a la ventana, con su postura impecable, con la barbilla en alto y la expresión indescifrable. La luz de la luna iluminaba su perfil, resaltando la melancolía oculta en sus ojos. Aun así, se mantenía firme, como la emperatriz que siempre había sido. Me acerqué un paso, con la voz cargada de súplica y determinación.

—Navier, por favor, piénsalo una vez más. No te vayas al Imperio de Oriente. Ahora más que nunca debemos estar juntos.

No me miró de inmediato. Su aliento se escapó en un suspiro imperceptible antes de responderme con calma, pero con un matiz de agotamiento en su voz.

—Nos haría bien estar separados por un tiempo.

Su tono era suave, pero cada palabra era como una daga en mi pecho. Apreté los puños y avancé otro paso, intentando contener la frustración que hervía dentro de mí.

—Eres la emperatriz de Occidente —repliqué con urgencia—. Si no quieres quedarte por mí, hazlo por el imperio. No puedes abandonarlo.

Se giró finalmente para mirarme, su mirada era fría y calculada, impenetrable. Su autocontrol me desesperaba. Quería que me mirara con el mismo fuego con el que solía hacerlo, con el mismo ardor con el que alguna vez peleamos como iguales. Pero ella permanecía inmutable, como si ya no le quedaran emociones hacia mí.

La paciencia que trataba de mantener se desmoronó y mi voz estalló en un rugido.

—¡Deja de fingir, Navier! ¡Basta de esta maldita fachada! ¡Habla conmigo de verdad, aunque sea por una vez!

Ella alzó una ceja con desdén, su expresión de absoluta indiferencia me golpeó con más fuerza que cualquier grito. Dio un paso al frente, sus ojos clavándose en los míos con una intensidad que me dejó sin aliento.

—¿De verdad quieres eso? —murmuró, con una calma aterradora.

Tragué saliva y asentí, con mi respiración agitada.

—Quiero hablar con Navier Trovi. No con su majestad la emperatriz.

Entonces ella cambió. Su postura rígida se quebró apenas un instante antes de recomponerse. Su expresión se oscureció, y sus palabras fueron un golpe directo a mi alma.

—Entonces escúchame bien, Henrey. Navier Trovi no quiere estar un solo segundo más en este maldito imperio, y menos aún cerca de ti.

El impacto de sus palabras me dejó sin aire. Sentí cómo mi pecho se comprimía, cómo una ira y un dolor indescriptibles me devoraban desde dentro. Pero aún así, con la voz quebrada, logré susurrar:

—Te amo, Navier.

Su expresión se contrajo apenas por una fracción de segundo antes de endurecerse otra vez. Su respuesta fue tan cruel como la verdad que encerraba.

—Fue por culpa de ese amor que nuestros hijos están muertos.

El mundo se desmoronó bajo mis pies. Mi corazón latía desbocado, mis piernas temblaban. Caí de rodillas frente a ella, sin importarme la humillación, sin importarme nada más que su presencia.

—No me dejes —supliqué, con la voz ahogada—. No me abandones, por favor.

Sus ojos se llenaron de un dolor punzante, pero no hubo compasión en ellos. Me empujó con suavidad, apartándome de su camino.

—No quiero tenerte cerca —murmuró con dureza.

Me puse de pie de golpe. El dolor se transformó en furia, en desesperación.

—Entonces ni creas que te dejaré ir al Imperio de Oriente —espeté, con la voz gélida—

—Entonces ni creas que te dejaré ir al Imperio de Oriente —espeté, con la voz gélida—. Así tenga que encerrarte en este palacio, no permitiré que te vayas.

Su expresión no cambió, pero noté el brillo de furia en sus ojos. Ignoré el dolor en mi pecho y la rabia en mi garganta.

Salí de la habitación sin darle oportunidad de responder. Mis pasos retumbaron en el pasillo, mi corazón latía con rabia e impotencia. Cuando me encontré con los guardias, no dudé.

—A partir de ahora, la emperatriz no puede salir de sus aposentos sin mi autorización. Nadie entra ni sale sin mi permiso.

Los guardias asintieron, aunque noté el titubeo en sus expresiones. Sentí la mirada ardiente de la condesa Jubel clavada en mi espalda. Sabía que ella no se quedaría de brazos cruzados. Sabía que corría el riesgo de que fuera a ver a Sovieshu para contarle lo que acababa de hacer. Pero no me importaba.

Me dirigí a mi oficina con pasos firmes. Antes de entrar, di una última orden al guardia que esperaba fuera de la puerta.

—Vigila al emperador Sovieshu. No quiero que haga nada sospechoso antes de que se marche.

El soldado asintió y partió de inmediato. Cerré la puerta de mi despacho tras de mí y apoyé la espalda contra ella. Un suspiro tembloroso escapó de mis labios.

Había cometido un error. Uno del que tal vez nunca podría recuperarme.

[.SOVIESHU.]

El cansancio pesaba sobre mis hombros cuando me acosté en la cama, con la vista fija en el dosel, mientras mi mente no encontraba descanso. A pesar del agotamiento, el sueño no llegaba con facilidad. Solo el viento que se filtraba por las cortinas del balcón rompía el silencio de la noche.




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