El aire de la mañana estaba impregnado con la humedad del rocío y el aroma a tierra fresca. El sol apenas había empezado a teñir de dorado los muros del palacio cuando mis guardias comenzaron a cargar mi equipaje en el carruaje imperial. Observé en silencio cómo cada baúl era colocado con precisión. Todo estaba listo.
Pero no podía irme aún. No sin ella.
Mis manos se cerraron en puños dentro de mis guantes de cuero mientras daba órdenes con tono firme. "Asegúrense de que todo esté bien sujeto. No quiero retrasos cuando partamos."
Los guardias asintieron y continuaron su labor. Estaba terminando de ajustar los últimos detalles cuando sentí una presencia acercándose. No necesité girarme para saber quién era.
—No quiero dejar que Navier se vaya contigo —soltó Henrey, su voz estaba cargada de firmeza y resentimiento.
Suspiré con pesadez antes de voltearme a verlo. Sus ojos morados brillaban con intensidad bajo la luz matutina, pero su postura era rígida, como si contuviera la furia que hervía dentro de él.
—Si Navier quiere venir conmigo, no habrá nadie que se lo impida —repliqué con frialdad, cruzándome de brazos. Mi mirada se clavó en la suya—. Aunque eso implique que esta vez sí haya una guerra entre nuestros imperios.
El ceño de Henrey se frunció. Su mandíbula se tensó, y por un instante, pude ver cómo consideraba mis palabras.
Me incliné apenas hacia él y, en un susurro venenoso, agregué:
—¿Acaso no era eso lo que querías desde un principio? Una guerra solo por prestigio.
Henrey parpadeó. Sus labios se separaron levemente, pero no pronunció palabra. La sorpresa en su rostro era suficiente para confirmar lo que sospechaba. Una mueca burlona se dibujó en mi rostro.
—¿Qué ocurre, Henrey? ¿Acaso no te sorprende que lo sepa? —continué, disfrutando el desconcierto en su expresión—. Ese era tu plan desde el principio, ¿no? Desestabilizar mi imperio, incitar un conflicto, tomar a Navier para ti y quedar como el gran emperador que derrocó a Oriente. Pero te falló un detalle importante... Yo ya no tengo nada que perder.
Henrey entrecerró los ojos, la furia en su interior tornándose palpable.
—Cuidado con lo que insinúas, Sovieshu —murmuró con una voz peligrosa.
—Oh, no insinuo nada —repliqué, manteniendo mi tono impasible—. Lo afirmo. Perdí el amor de mi gente, y también a la única mujer que alguna vez amé. Así que, dime, Henrey, ¿qué crees que podría detenerme ahora si Navier decide marcharse conmigo? No hay emperador ni imperio que me lo impida.
Henrey llevó la mano al pomo de su espada. Su mirada se oscureció, y yo, reflejando su movimiento, me preparé para desenvainar la mía.
El ambiente estaba cargado de tensión, los segundos se sintieron eternos. La posibilidad de un duelo, de una guerra en ese mismo instante, pendía en el aire.
Pero antes de que el filo de las espadas pudiera brillar bajo el sol naciente, una voz interrumpió nuestra confrontación.
—Sus Majestades. —La figura de Mastas apareció en los escalones del palacio. Su tono era firme y sin titubeos.
Ambos giramos la vista hacia ella. La mujer de armadura liviana, con su postura marcial, nos miraba sin un atisbo de temor.
—La Emperatriz ha solicitado sus presencias —anunció, con la misma naturalidad con la que alguien mencionaría la hora del día—. Ambos están invitados a tomar el desayuno con ella.
Henrey se giró por completo para encararla, su expresión aún cargada de irritación.
—¿Navier ha salido de su habitación? —preguntó con incredulidad.
Mastas asintió sin inmutarse.
—Sí, su Majestad.
Henrey apretó los dientes y su puño se cerró con fuerza.
—Di órdenes claras de que no debía salir —gruñó, dejando entrever su frustración.
Y, sin decir más, se dirigió con pasos furiosos hacia el interior del palacio. Yo bajé la vista a mi espada, sintiendo el peso de la confrontación interrumpida, y la cubrí con mi capa. La guerra se había pospuesto, al menos por ahora.
Volteé la cabeza hacia Sir Artina, mi leal guardia, que permanecía expectante cerca del carruaje.
—Acompáñame —le ordené en voz baja—. Y escucha bien. Si en cualquier momento los occidentales intentan atacarme, tienes permiso para actuar sin reservas. A matar.
Sir Artina asintió con seriedad y me siguió mientras me dirigía al interior del palacio. No sabía qué pretendía Navier al convocarnos a ambos para desayunar juntos. Pero fuera cual fuera su motivo, presentía que esta mañana aún tenía muchas más sorpresas por revelar.
[.NAVIER.]
El aire matutino era fresco, con una brisa suave que hacía ondear la falda de mi vestido y el velo ligero que enmarcaba mi rostro. Me encontraba en los jardines traseros del palacio, cerca del lago, donde la superficie del agua reflejaba los destellos dorados del sol naciente. Había elegido este lugar para el desayuno, un sitio apartado y tranquilo, lejos del bullicio del palacio, porque hoy... hoy debía ser un día especial.
La corona imperial descansaba sobre mi cabeza, su peso familiar me recordaba la promesa que hice al Imperio Occidental, una promesa que estaba a punto de cumplir de la manera más definitiva posible.
—Su Majestad —la voz de la condesa Jubel me sacó de mis pensamientos—. El desayuno está servido.
Asentí con calma y le dediqué una leve sonrisa.
—Gracias, condesa. Esperaré a los emperadores antes de comenzar.
Jubel inclinó ligeramente la cabeza y se retiró unos pasos, manteniéndose a una distancia respetuosa. Sabía que me observaba, percibiendo algo extraño en mi actitud, pero no preguntó nada.