El Retorno del Emperador

16.- El final de una Emperatriz

El desayuno transcurría en un tenso silencio. Mientras cortaba mi pan con parsimonia, y observaba a Henrey con el rabillo del ojo. Su mandíbula estaba tensa, y su mirada afilada como una daga, reflejando la misma hostilidad que yo sentía hacia él. Sabía que me despreciaba, al igual que yo lo detestaba a él. Y, sin embargo, ambos estábamos aquí, sentados frente a Navier, atrapados en esta trampa que el destino había tejido para nosotros.

Navier, con su elegante porte y su corona resplandeciente, parecía ajena a nuestra hostilidad. Comía con calma, llevando los cubiertos a sus labios con la misma precisión y elegancia con la que gobernaba. Pero entonces, sin levantar la voz, pronunció las palabras que rompieron el equilibrio frágil del ambiente.

—A partir de hoy, quiero que el Imperio de Oriente y el Imperio de Occidente no se odien más —manifestó, con una serenidad que me inquietó. Levantó su copa, el líquido rojizo reflejando la luz del sol como si fuera sangre derramada—. Brindemos por un futuro donde la rivalidad entre nuestros imperios deje de existir a partir de este momento.

Henrey y yo nos miramos, dubitativos. Había algo en su voz, en su mirada, que nos helaba la sangre. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa, pero en sus ojos solo había un vacío insondable. Antes de que pudiéramos reaccionar, llevó la copa a sus labios y bebió hasta la última gota, dejando su copa sobre la mesa con un sonido sordo.

—Navier... —Henrey murmuró su nombre con desconcierto, pero ella ya no lo miraba. Con delicadeza, llevó sus manos a su corona y, sin vacilar, se la quitó.

Mi respiración se detuvo. La imagen de Navier sin su corona era casi más impactante que cualquier otra cosa que pudiera haber hecho. Sentí el peso de su próximo acto antes de que sucediera. Ella nos miró con dulzura y con un dejo de nostalgia en la voz, habló.

—Elegí este lugar para nuestro desayuno porque aquí es donde solía jugar con ellos... con Lari y Kai. —Su voz tembló por un instante, pero se recuperó al instante—. Aquí los vi reír por última vez.

Mi garganta se cerró y un nudo de angustia se instaló en mi pecho. Henrey, con el rostro tenso, se puso de pie de golpe, visiblemente alterado.

—Navier, entra al palacio —exigió con un tono de urgencia, comenzando a caminar en dirección al palacio, dándonos la espalda por un instante.

Y entonces, antes de que ninguno de los dos pudiera impedirlo, la vimos hacerlo.

Con la parte más filosa de su corona, Navier la hundió en su propio corazón.

—¡NAVIER! —grité, lanzándome hacia ella en el mismo instante en que su cuerpo comenzaba a desplomarse.

Caí de rodillas en el suelo, atrapando su cuerpo antes de que tocara el césped húmedo. El calor de su sangre empapó mis manos y mi ropa, y la visión de la herida me provocó un terror que nunca antes había sentido. Henrey corrió hacia nosotros, con su expresión reflejando un horror absoluto.

—¡Llamen al médico, ahora! —bramó, su voz cargada de desesperación.

Pero yo apenas escuchaba. Todo lo que existía en ese momento era Navier en mis brazos, su piel pálida y su aliento entrecortado. Sus labios temblaban, y con esfuerzo, levantó su mano ensangrentada hasta mi rostro. Su mirada, la misma mirada que un día me observó con amor y devoción, ahora solo reflejaba tristeza y despedida.

—Sovieshu... —susurró con voz quebrada—. Si en otra vida nos encontramos... prométeme que no me amarás demasiado tarde... y que esta vez... me elegirás sin dudarlo.

Su mano resbaló de mi mejilla y la sostuve con desesperación, como si con ello pudiera aferrarla a la vida. Un gemido de angustia escapó de mis labios.

—No... No, no, no, Navier, por favor... No me dejes... —supliqué, sintiendo cómo mi mundo entero se derrumbaba con ella.

Henrey se arrodilló junto a mí, con sus manos temblorosas acariciando el rostro de Navier con devoción.

—No hagas esto... No me hagas esto, Navier... —su voz era apenas un murmullo, un grito ahogado en su propia desesperación.

Navier giró su rostro ligeramente hacia él, su mirada nublada por el dolor y la muerte inminente. Con un esfuerzo titánico, sonrió con ternura.

—Cuando vueles... recuerda que hubo un tiempo... en el que quise volar contigo. Pero ahora... mis alas están rotas. —Sus ojos brillaron con lágrimas—. Te amé, Henrey... Gracias... por haberme salvado de la soledad... una vez... Pero esta vez... el amor... fue quien me destruyó...

Su aliento se escapó de sus labios en un suspiro final. Sus párpados, pesados, cayeron lentamente. Su cuerpo, antes tan majestuoso y fuerte, se volvió inerte entre mis brazos.

—No... No... —solté un sollozo desgarrador, abrazándola con desesperación. No podía ser. No podía ser real.

Henrey, con los ojos desorbitados, sacudió su cuerpo suavemente.

—Navier... Navier, por favor, abre los ojos... —susurró, pero no hubo respuesta.

Y entonces el silencio cayó sobre nosotros. Un silencio helado, cruel y devastador.

El amor de mi vida, la emperatriz de Occidente, la única mujer que había reinado con dignidad en mi corazón... se había ido. Y con ella, mi última oportunidad de redención.

La había amado demasiado tarde. Y ahora, ese era mi castigo eterno.

Y ahora, ese era mi castigo eterno

[...]

El grito de Henrey resonó en el aire como un eco de desesperación. Su rostro estaba desencajado por el horror cuando apartó a Navier de mis brazos y la sostuvo contra su pecho como si con ello pudiera retener su último aliento. Sin pensarlo dos veces la cargo y se levanto con ella en brazos, giró sobre sus talones y corrió hacia el palacio, sus pasos fuertes y apresurados golpeaban el suelo como un tamborileo de guerra.




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