El Retorno del Emperador

17.- Las últimas palabras de una monarca

[.HENREY.]

El silencio de mi oficina era absoluto, roto únicamente por el crujido del papel entre mis manos temblorosas. La carta de Navier, su última carta, descansaba sobre mi escritorio, y cada palabra escrita en su delicada caligrafía parecía perforarme el alma con una precisión dolorosa. La leí una y otra vez, como si al hacerlo pudiera encontrar una explicación que mitigara mi sufrimiento.

"Mi amado Henrey,

Si estás leyendo esta carta, significa que ya no estoy a tu lado, y lamento profundamente haber tenido que partir de esta manera. Quiero que sepas que fuiste el amor más grande de mi vida, mi refugio en la tormenta, la mano que me sostuvo cuando más lo necesité. Contigo conocí la felicidad que nunca imaginé, y me regalaste la oportunidad de formar una familia, aunque efímera, la más hermosa que pude haber soñado.

Pero el dolor que cargo en mi pecho es insoportable. Me ha consumido, me ha despojado de todo lo que alguna vez fui. No soy solo una emperatriz, Henrey, también soy una madre... y el vacío de mis hijos es un abismo del que no puedo escapar. He luchado, he intentado seguir adelante, he tratado de ser la mujer fuerte que tú y todos esperaban que fuera, pero esta herida me ha superado. No puedo continuar.

Antes de irme para siempre, quiero pedirte algo. Devuélvele la magia a los magos del Imperio de Oriente. Que esta rivalidad termine aquí. Que los imperios no se destruyan mutuamente por rencores pasados, por un amor que ya no puede salvarse. Hazlo no solo por mí, sino por el futuro de ambas naciones.

Te amé, Henrey. Te amé con cada latido de mi corazón, y me llevo conmigo el recuerdo de cada beso, cada caricia, cada momento en el que fuimos felices. Gracias por haberme salvado una vez de la soledad... pero esta vez, ni siquiera tú podrías haberme salvado.

Con amor eterno, Navier."

Mis manos apretaron el papel con desesperación, mientras mi visión se nublaba por las lágrimas que intentaba contener. Sus últimas palabras me taladraban la mente. No quería aceptarlo. No podía. Ella no debía haberse ido así.

Un golpe en la puerta me sacó abruptamente de mi tormento interno. Enderecé la espalda y, sin apartar la mirada de la carta, di la orden de que entrara.

Esperaba ver a Sovieshu, pero en su lugar, Kosair Trovi irrumpió en la habitación. Su mirada fulminante, su postura rígida y su expresión de furia apenas contenida hicieron que me pusiera en alerta de inmediato. Se acercó con pasos firmes, sus puños estaban cerrados con fuerza.

—¿Qué se te ofrece, Kosair? —pregunté, intentando mantener la calma, aunque su repentina aparición y su semblante amenazador encendieron mis alarmas.

—Vengo a informarte que nos llevaremos el cuerpo de Navier al Imperio de Oriente —anunció con un tono helado, mirándome directamente a los ojos. —Mis padres y yo queremos que descanse en nuestro cementerio familiar, donde pertenecía desde el principio.

Un escalofrío recorrió mi columna. ¿Querían arrebatármela incluso después de su muerte?

—No. No lo permitiré —repuse con firmeza, poniéndome de pie. La silla rechinó sobre el suelo al moverme con brusquedad. —Navier fue no solo mi amada esposa, sino también la emperatriz de Occidente. Su lugar de descanso es el cementerio imperial, como dictan las tradiciones.

Kosair soltó una risa carente de humor y avanzó un paso más, acortando la distancia entre nosotros hasta quedar frente a frente.

—No te estoy preguntando, Henrey —espetó con desprecio. —No necesito tu bendición ni tu aprobación. Solo te estoy avisando de lo que haremos. Navier no es tuya. Nunca lo fue del todo. Y ahora, lo poco que queda de ella nos lo llevaremos para poder cuidarlo.

Mis puños se cerraron con fuerza, y sentí la sangre hervir en mis venas. El dolor se mezclaba con la rabia, con la impotencia de saber que tenía razón. Ya no tenía ningún derecho sobre ella, pero mi orgullo, mi amor y mi dolor no me dejaban ceder tan fácilmente.

—No dejaré que te la lleves, Kosair —gruñí, con el pecho agitado. —Ella era mi esposa. Yo la amé. Aquí fue donde reinó, donde se convirtió en la emperatriz más grandiosa que este imperio ha tenido. No permitiré que borres su legado.

—¿La amaste? —se burló Kosair con amargura. Sus ojos llameaban con furia. —¡Si la hubieras amado como dices, habría muerto en paz, no en desesperación! No te atrevas a hablarme de amor cuando fuiste tú quien la encerró en una jaula, quien le arrebató su libertad poco a poco. Ahora nos toca a nosotros cuidar de ella, aunque sea en la muerte.

Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier puñetazo. El nudo en mi garganta amenazó con asfixiarme, pero no retrocedí.

—No voy a permitirlo —repetí con dureza, aferrándome a la poca autoridad que me quedaba sobre su destino.

Kosair se tensó y, por un instante, pensé que me atacaría. Sin embargo, en lugar de eso, dio un paso atrás y me miró con la frialdad de quien ya había tomado una decisión irrevocable.

—No tienes opción, Henrey —murmuró con voz letal. —Haremos lo que debimos hacer desde el principio. Llevaremos a Navier a casa, con su verdadera familia.

Dicho esto, se giró sobre sus talones y salió de mi oficina sin esperar una respuesta.

Me quedé allí, de pie, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba aún más. La carta de Navier seguía en mi escritorio, testigo de mi derrota. Testigo de que, por mucho que la hubiera amado, nunca pude salvarla... y ahora, ni siquiera tenía derecho a velar su descanso.

El peso de su pérdida me aplastó con una fuerza insoportable. Por primera vez en mi vida, me sentí completamente impotente. Y supe lo que era perderlo todo.

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