El Retorno del Emperador

18.- Hasta volver a recuperarte

El pasillo parecía interminable, cada paso que daba hacia la habitación donde yacía Navier se sentía como una daga perforando mi pecho. Sir Artina y la condesa Jubel caminaban a mi lado, en absoluto silencio, respetando el peso de la tragedia que cargaba sobre mis hombros. Me detuve frente a la gran puerta de madera adornada con tallados dorados. Mi mano tembló antes de posarse sobre la manija. No podía hacerlo. No quería verla así.

—Su Majestad... —la voz suave de la condesa Jubel me sacó de mi trance—. Si no la ve ahora, tal vez no vuelva a tener la oportunidad.

Respiré hondo y asentí. Tenía razón. No podía huir de esto. No otra vez. La puerta se abrió lentamente y un frío abrumador me envolvió al entrar.

Navier estaba allí, tendida sobre la cama, con el rostro más pálido que nunca, su cuerpo inmóvil, tan distinto a la mujer fuerte que una vez gobernó con elegancia y sabiduría. Su vestido aún tenía manchas oscuras de sangre seca, un testigo silencioso de su último acto de desesperación. Sobre su pecho y cuello, vendajes improvisados intentaban ocultar las heridas que ella misma se infligió con su corona imperial.

Mis rodillas flaquearon. Caminé con pasos lentos, como si cada metro que me acercaba a ella fuese una condena. Cuando finalmente estuve a su lado, me desplomé en la silla junto a la cama y tomé su mano con la mía. Estaba helada. Vacía.

—Navier... —su nombre se quebró en mi garganta, ahogado en un sollozo. Apreté su mano con fuerza, como si con ello pudiera devolverle el calor, la vida—. No... No puede ser...

Una lágrima cayó sobre su piel inerte y se deslizó lentamente, perdiéndose entre los pliegues de la tela. No la merecía. Nunca la merecí. La dejé ir dos veces... pero esta vez, no lo haría.

—Te juro... —susurré entre dientes, mi voz rota por el dolor—. Te juro que enmendaré todo. Que no te dejaré ir por tercera vez.

El peso de mis errores se hacía insoportable. Me incliné sobre su mano y la besé con ternura, como si aquel simple gesto pudiera devolverle el alma. Cerré los ojos con fuerza, incapaz de soportar la imagen de su cuerpo sin vida.

—Voy a corregirlo todo —repetí, casi como una plegaria—. Esta vez, lo haré bien.

El llanto me sacudió el pecho, desgarrándome desde dentro.

—Te amo, Navier... Te amé desde el principio y te amaré hasta el final.

Sentí una presencia a mi lado. Levanté la vista y vi a Sir Artina de rodillas junto a la cama. No pronunció palabra alguna, pero su mirada reflejaba un pesar profundo. Había servido a Navier desde que era una joven en preparación para convertirse en emperatriz, y ahora la veía partir sin poder hacer nada.

—Ella era la mejor de nosotros... —murmuré, más para mí mismo que para alguien más.

Sir Artina asintió en silencio, su semblante tan sereno como siempre, pero sus manos, apretadas en puños, traicionaban el dolor que sentía. La condesa Jubel permanecía a un lado, con la mirada baja, respetando nuestro duelo.

Me incliné una última vez sobre Navier y, con un susurro apenas audible, me despedí de ella.

—Al menos hasta volver a recuperarte.

Con el corazón destrozado y la determinación ardiendo en mis venas, me puse de pie. No dejaría que este fuera nuestro final. Si el destino me había arrebatado a Navier una vez más, entonces me encargaría de reescribirlo. Aunque tuviera que desafiar el tiempo mismo.

Salí de la habitación de Navier limpiándome las lágrimas con la manga de mi camisa

Salí de la habitación de Navier limpiándome las lágrimas con la manga de mi camisa. Mi pecho ardía, como si la herida que ella misma se había infligido también hubiera atravesado mi carne. Pero debía mantenerme firme, al menos hasta cumplir la promesa que le hice.

Apenas di unos pasos por el pasillo, cuando vi a los duques de Trovi. Su padre, el duque Trovi, tenía el rostro endurecido por la tristeza y la rabia contenida. Su madre, la duquesa Trovi, tenía los ojos hinchados y rojos, pero mantenía la elegancia que siempre la había caracterizado.

El duque avanzó hacia mí con paso decidido, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, me miró fijamente.

—Emperador Sovieshu —dijo con voz grave, pero sin titubear—. Quiero llevarme a mi hija a casa. Quiero que descanse en nuestro cementerio familiar, junto a su familia.

Su pedido era razonable, pero el problema era evidente.

—Henrey no permitirá algo así —respondí con amargura.

—Kosair ha ido a hablar con él —intervino la duquesa, su voz reflejaba cansancio y resignación.

Eso me tomó por sorpresa. Fruncí el ceño, inquieto.

—¿Kosair? —solté en un susurro.

Kosair Trovi jamás hablaba, solo golpeaba primero y preguntaba después. Era más probable que terminara desenvainando su espada antes de llegar a cualquier tipo de acuerdo.

—Temo que esa conversación no acabará bien —murmuré.

—Lo sabemos —suspiró la duquesa—. Pero es nuestro derecho. No queremos que Navier sea enterrada en tierras ajenas. Por favor, majestad... Sovieshu, ayúdanos.

El duque Trovi, quien jamás me había pedido nada, asintió.

—Si alguna vez la amaste, intercede por ella.

La frase me perforó el alma. No respondí de inmediato. No podía prometer algo que tal vez no podría cumplir.

—Haré lo que pueda —fue lo único que dije.

Ambos duques inclinaron la cabeza en señal de gratitud, aunque la desesperanza seguía reflejada en sus miradas.

Me di la vuelta y caminé con dirección a la oficina de Henrey. No sabía aún qué diría, ni qué estrategia usaría para convencerlo. Solo tenía claro que debía hacer algo.




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