El Retorno del Emperador

19.- La última promesa

Cuando llegué a la oficina de Henrey, encontré varios guardias apostados en la entrada. Sus armaduras brillaban bajo la luz del atardecer que entraba por las ventanas y sus miradas eran frías, calculadoras.

—El emperador Henrey ha solicitado verme —anuncié con voz firme, sin titubeos.

Los guardias intercambiaron una breve mirada antes de apartarse y abrir la puerta. Crucé el umbral con paso seguro, aunque mi pecho ardía con la rabia contenida.

Henrey estaba inclinado sobre su escritorio, revolviendo papeles con visible impaciencia. No alzó la mirada de inmediato, pero cuando la puerta se cerró tras de mí, giró el rostro en mi dirección.

—Tardaste —comentó sin emoción, sus ojos estaban observándome con ese brillo impenetrable que siempre llevaba.

Se giró de nuevo y continuó buscando entre sus documentos, como si yo no fuera más que una simple interrupción.

—Estaba aún en shock por lo sucedido con Navier —mencioné con sequedad, aunque ambos sabíamos que eso no era una excusa válida.

Henrey soltó un resoplido breve, sin detener su búsqueda.

—La familia Trovi ha solicitado llevarse a Navier a Oriente.

No reaccioné de inmediato. Quería ver hasta dónde llegaría con su discurso antes de intervenir.

—¿Tienes algo que ver con esa decisión? —preguntó de repente, clavando su mirada en mí.

—No estaba al tanto de nada de eso —respondí con honestidad.

Henrey me analizó por unos segundos, buscando cualquier indicio de mentira en mi expresión. No dijo nada más y regresó a sus papeles.

El silencio entre nosotros se volvió tenso, como una cuerda a punto de romperse.

—Y... ¿Qué harás con respecto a eso? —le pregunté finalmente, cruzándome de brazos.

Henrey encontró un papel entre la pila de documentos y sonrió de lado.

—No hay nada que hacer. El protocolo es claro —afirmó, levantando el documento y agitándolo ligeramente en el aire—. La emperatriz debe descansar en el imperio que gobernó.

Sus palabras eran definitivas, era una sentencia.

Mis ojos se clavaron en el papel que sostenía. Sabía que si Henrey lo había estado buscando con tanto ahínco, debía ser importante.

—A menos... —agregó después de un breve silencio— que el Imperio de Oriente también reclame su cuerpo.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Qué quieres decir?

Henrey dejó el documento sobre la mesa y lo empujó lentamente en mi dirección.

—Aquí está escrito. Hay una ley imperial y esta establece que un imperio puede reclamar a una persona siempre y cuando esta haya nacido en su territorio.

Sentí una punzada de adrenalina en mi pecho. Era eso...

Esa era la falla en su protocolo imperial.

—Si Oriente la reclama, ¿Cómo responderá Occidente? —pregunté, midiendo sus reacciones.

Henrey sonrió, esa sonrisa fría y llena de oscuridad.

—Esta vez, sí habrá un conflicto.

El aire en la habitación se volvió denso, cargado de un peso que parecía imposible de soportar.

Henrey comenzó a caminar hacia mí, despacio, con pasos calculados. Yo no me moví, pero mi cuerpo se preparó instintivamente para cualquier posible desenlace.

Se detuvo justo a mi lado y bajó la voz hasta que su aliento cálido rozó mi oído.

—Si Oriente la reclama, no habrán perdido a un monarca imperial. Habrá perdido dos.

Su significado era claro. No solo se refería a Navier.

Yo.

Me estaba diciendo que si cruzaba esa línea, no saldría vivo de esto.

Apreté la mandíbula, pero no retrocedí.

—Esta vez —murmuré con una sonrisa helada— ya no tengo nada que perder.

Henrey se alejó solo lo suficiente para mirarme de frente.

—Yo tampoco —respondió con voz dura.

Su mirada ardía con algo más allá del odio. Era el dolor de un hombre que había perdido todo lo que una vez amó. Lo sabia, porque esa misma mirada, era idéntica a la mía.

—Perdí a mis hijos y a mi esposa en un abrir y cerrar de ojos —continuó, con su voz grave y rota—. ¿Qué más podría temer?

La tensión era insoportable. En ese momento, ambos sabíamos lo que acababa de suceder. No era solo una disputa por un cuerpo.

Era una declaración de guerra.

Sonreí levemente, con la certeza de que esto solo era el principio.

—Entonces, que así sea.

Di un paso atrás, girándome para irme.

Pero antes de que pudiera moverme por completo, sentí un fuerte tirón en el brazo.

Henrey me sujetó con fuerza y, sin previo aviso, me golpeó en el rostro.

El impacto fue seco, brutal.

Mi cabeza se inclinó por la fuerza del golpe, y un instante después, sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca.

Me quedé en silencio por unos segundos, absorbiendo el dolor y el significado detrás de ese golpe.

Entonces, sonreí.

Me enderecé lentamente y lo miré con desafío.

—No creas que me rebajare a una pelea de machos Henrey, a diferencia de ti, yo si tuve una educación imperial más que decente. No atacare ahora, pero cuando lo haga... Te juro que vas a recordarme.

Henrey no respondió. Solo me miró con esos ojos violetas llenos de un odio indescriptible.

Me limpié la sangre del labio con el dorso de la mano y, sin decir más, salí de su oficina.

Había comenzado la guerra. Y esta vez, no pensaba perder.

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[...]

Salí de la oficina de Henrey con paso apresurado, sintiendo cómo la adrenalina quemaba mis venas. El golpe que me había dado aún palpitaba en mi rostro, pero no me detuve. Ahora no tenía tiempo para el dolor. Ni para el coraje.




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