La noche era apenas una leve amenaza sobre el palacio, y el aire olía a sangre y traición. En las caballerizas, el sonido de los cascos de los caballos impacientes se mezclaba con el entrecortado aliento de Sir Artina. Mastas, con manos firmes pero urgentes, me colocó una capa gruesa, cubriendo el cuerpo inerte de Navier en mis brazos.
—Esto la ocultará un poco, al menos hasta que salgan de Occidente —susurró, ajustando la tela con delicadeza.
—Más vale que sea suficiente —contesté, sintiendo la presión del tiempo sobre mis hombros.
Pero entonces, una voz fría y venenosa perforó la noche.
—No irás a ninguna parte, Sovieshu.
Mi cuerpo se tensó al instante.
Henrey.
Se encontraba a unos metros, con dos de sus guardias a los lados, su expresión tallada en pura determinación.
Maldición.
Apresuradamente, le pasé a Navier a Sir Artina.
—Llévatela —ordené con firmeza.
Ella me miró con duda, su agarre en el cuerpo de Navier se aferró con fuerza.
—No te dejaré solo —murmuró con desesperación.
Tomé su rostro entre mis manos, obligándola a verme.
—Debes hacerlo. Huye, Artina. Es una orden... Yo las alcanzaré pronto.
Sus labios temblaron, pero asintió.
Henrey levantó una mano.
—¡Deténganla! —exigió.
Uno de sus guardias se lanzó hacia Sir Artina, pero antes de que pudiera tocarla, un destello plateado cortó la oscuridad.
Mastas.
Con un solo y certero movimiento, atravesó el cuello del guardia con su espada. Un borbotón de sangre manchó su armadura y el hombre cayó al suelo sin emitir un sonido.
Henrey la miró con furia.
—Traidora.
Mastas le sostuvo la mirada, sin una pizca de remordimiento.
—Ya no le debo nada a este imperio.
El segundo guardia intentó atacar, pero Mastas fue más rápida. Se lanzó contra él, y en un par de golpes precisos, su cuchillo encontró su garganta.
El silencio se extendió por un segundo que pareció eterno.
Entonces, desenvainé mi espada.
Henrey hizo lo mismo.
Nuestros ojos se encontraron, y en ellos se reflejaba lo inevitable.
—Esto debió suceder hace mucho tiempo —murmuré, apretando el mango de mi espada.
—Lo sé —susurró Henrey, con una sonrisa amarga.
No hubo más palabras.
Solo el choque del acero.
Nuestros filos se encontraron con violencia, chispas saltaron al aire mientras nuestras espadas colisionaban una y otra vez.
Henrey era fuerte, sus golpes eran precisos y calculados. Pero yo no me quedaba atrás.
Me deslicé a un lado, esquivando un tajo dirigido a mi cuello, y giré la hoja de mi espada, buscando su costado. Él bloqueó mi ataque con rapidez, y aprovechó el impulso para empujarme hacia atrás.
Tropecé, pero recuperé el equilibrio justo a tiempo para detener su siguiente embestida.
El sonido del metal cortando el aire se mezclaba con nuestros jadeos, con el latido frenético de mi corazón.
Henrey lanzó una estocada hacia mi abdomen. Me giré justo a tiempo, pero la punta de su espada logró rozar mi costado, abriendo un corte ardiente.
Gruñí y, con la rabia impulsándome, giré sobre mi eje y lancé un tajo directo a su pierna.
Mi espada encontró su objetivo.
Henrey soltó un grito ahogado cuando la hoja cortó su muslo, haciéndolo caer sobre una rodilla.
Su respiración era pesada, su rostro una máscara de ira y dolor.
Apreté los dientes, mi pecho subía y bajaba con fuerza, con la adrenalina aún vibrando en mis venas.
Me giré, listo para escapar.
Pero su voz me detuvo.
—¡Mátame!
Su grito fue un ruego.
Me volví hacia él.
Su mirada ardía con desesperación, con un tormento que solo él comprendía.
Di un paso al frente y lo tomé por el cuello de su capa, obligándolo a levantar la cabeza para enfrentarme.
—No —susurré con desprecio—. Matarte sería un acto de misericordia.
Henrey intentó hablar, pero no se lo permití.
—Mereces vivir con esto. Mereces recordar cada día de tu vida cómo Oriente venció a Occidente con honor. Mereces recordar cómo perdiste a tu emperatriz, cómo la viste ser recuperada por su ex-esposo.
Sus ojos se oscurecieron con odio.
—Sovieshu...
Pero antes de que pudiera responder, un dolor abrasador estalló en mi abdomen.
Mi cuerpo se congeló.
Bajé la mirada.
Un cuchillo, hundido hasta la empuñadura en mi piel.
Henrey sonrió con satisfacción.
—Y tú... mereces morir lejos de ella.
Un grito ahogado escapó de mis labios, pero me obligué a no ceder.
Mastas se acerco de inmediato, sosteniéndome antes de que mis rodillas tocaran el suelo.
—¡Maldita sea! —exclamó, pasando mi brazo sobre su hombro—. ¡Tenemos que irnos!
Me obligué a mirar a Henrey una última vez.
Mi visión se volvía borrosa, pero aun así, encontré la fuerza para hablar.
—Mereces... terminar como un traidor.
Henrey no respondió.
Mastas me ayudó a subir al caballo, mi cuerpo se tambaleó, pero me aferré con todas mis fuerzas.
La sangre caliente se filtraba entre mis dedos, manchando mi ropa, pero no había tiempo para detenerse.
—¡En marcha! —ordené con la poca voz que me quedaba.
Mastas no dudó y se subió a otro caballo para seguirme.
Con un último vistazo a Henrey, apreté los dientes y espoleé al caballo.
La noche nos envolvió.
La oscuridad nos tragó.
Y la sangre... seguía cayendo.