[.HENREY.]
El dolor era insoportable.
Cada latido de mi corazón era un martillazo ardiente en mi pierna, un recordatorio de mi derrota.
La sangre seguía fluyendo, empapando el suelo bajo mí. Traté de moverme, de al menos sentarme, pero un grito desgarrador escapó de mi garganta.
El eco de mi miseria se perdió en la fría madrugada.
—¡Aquí está el emperador! ¡Lo he encontrado!
Una voz rugió en la distancia, y pronto, pasos apresurados resonaron en las piedras del patio. Mi visión se nubló por la fatiga y el dolor, pero distinguí las siluetas de mis guardias acercándose.
—¡Majestad! —exclamó uno de ellos al arrodillarse a mi lado, su rostro pálido por la impresión—. ¡Por los dioses, su pierna...!
Otro se inclinó para intentar sostenerme, pero el más alto, el capitán de la guardia, alzó la mano, ordenando con su sola presencia.
—¡Tú! —bramó, señalando a uno de los más jóvenes—. ¡Corre por el doctor imperial! ¡Ahora!
El guardia asintió frenéticamente y salió disparado, con sus pasos resonando en la distancia.
Jadeé, aferrándome a mi pierna herida. Cada pulsación de mi cuerpo era una tortura. Pero no era solo el dolor físico lo que me consumía. Era el vacío, la rabia, la humillación.
Sovieshu me había derrotado.
Me había arrebatado a Navier.
Y yo... yo lo dejé escapar.
Apreté los dientes con tanta fuerza que sentí que mis muelas crujían.
No.
No terminaría así.
Respiré hondo y alcé la mirada al capitán de la guardia.
—¿Dónde está Mackenna? —pregunté con la voz ronca, cada palabra escapando con dificultad.
El capitán, un hombre de rostro severo y cicatrices en las mejillas, inclinó la cabeza levemente.
—Está supervisando el traslado de los prisioneros de Oriente, Majestad —explicó con tono firme—. Se está asegurando de que sean encerrados en la torre.
Mis labios se curvaron en una sonrisa amarga.
—¿Cuántos tenemos?
El capitán vaciló por un momento antes de responder.
—Ocho guardias imperiales y el marqués que acompañaba al emperador Sovieshu... Karl, creo que se llamaba.
Mi risa escapó antes de que pudiera evitarlo.
Un sonido hueco, áspero, cruel.
—¿Karl? —murmuré, con una burla venenosa—. ¿Sovieshu huyó sin su preciado secretario?
No podía creerlo.
Ese hombre había sido la sombra de Sovieshu, su consejero más leal... y sin embargo, en medio del caos, Sovieshu lo había olvidado.
—Qué patético.
Mi risa se intensificó, aunque cada movimiento hacía que la herida en mi pierna ardiera con más fuerza.
El capitán me observó con cautela, pero no dijo nada.
Respiré hondo, recuperando algo de compostura, y luego lo miré fijamente.
—Quiero que le corten los dedos a Karl.
El capitán frunció el ceño, pero no cuestionó mi orden.
—¿Todos, Majestad?
—Sí. Uno por uno. Que sienta el dolor de la traición. Que maldiga el momento en que confió en Sovieshu para salvarlo.
El capitán asintió con solemnidad.
—Como ordene.
—Después... —continué, con voz temblorosa pero firme—, súbanlo a un caballo y envíenlo de vuelta a Oriente.
El capitán me miró, esperando más instrucciones.
Sonreí con frialdad.
—Que sea nuestro mensaje. La guerra ha comenzado.
No había vuelta atrás.
Occidente se alzaría sobre la traición.
Y Sovieshu... Sovieshu pagaría con sangre.
[.SOVIESHU.]
La oscuridad de la madrugada se disipaba poco a poco, pero la tensión no nos abandonaba.
El sonido de los cascos resonaba en el camino de tierra, mezclándose con mi respiración entrecortada. El dolor en mi abdomen era insoportable, cada movimiento del caballo lo hacía punzar con más fuerza, como si un hierro ardiente me atravesara.
Pero no me detuve.
No podía detenerme.
Mastas y yo finalmente alcanzamos a Sir Artina. La vi más adelante, deteniéndose en medio del camino con su caballo y con Navier aún en sus brazos.
—¡Detente aquí! —exclamó Sir Artina con urgencia.
Mastas tiró de las riendas y bajó ágilmente de su caballo. Yo apenas logré desmontar, tambaleándome al tocar el suelo. Mastas fue más rápida y me sostuvo del brazo antes de que cayera.
—Haremos un cambio de caballos —anunció Sir Artina, sujetando mejor a Navier.
Me mordí el labio y asentí, aunque cada segundo que pasaba la debilidad se hacía más notoria. El sudor frío se deslizaba por mi cuello, y sentía mis párpados más pesados.
Mastas me miró con atención y luego dirigió su vista a Sir Artina.
—¿Cuánta sangre ha perdido? —preguntó Sir Artina con voz preocupada.
Mastas revisó rápidamente mi abdomen, palpando la herida con sus manos.
—Menos de lo que parece —respondió con seriedad—. Hace unos metros, cuando nos detuvimos por un instante, aproveché para meter unas hojas de baryntha dentro de la herida.
Sir Artina frunció el ceño.
—¿Baryntha?
—Sí —asintió Mastas—. Es una planta que ralentiza el flujo sanguíneo y evita la infección. Lo aprendí en el ejército.
Sir Artina respiró aliviada y me miró con firmeza.
—Aun así, no podemos confiar en que te mantendrás en pie por mucho más tiempo.
Ignoré su comentario. No podía permitirme caer.
—¿Cuánto nos falta? —pregunté con la voz más firme que pude.
Sir Artina miró al horizonte y luego a Mastas.
—Debemos estar a mitad de camino —calculó.
Me enderecé, ignorando el ardor en mis entrañas.