El sonido de los cascos retumbó en la piedra del patio del palacio. Apenas sentí cuando mis hombres me rodearon, sus voces preocupadas se mezclaban con el murmullo del amanecer.
—¡El emperador está herido! —exclamó alguien.
Un par de manos me sujetaron antes de que mi cuerpo cayera del caballo. No tuve tiempo de ver quién era, porque mi vista se nubló. Solo me aferré a Navier, su peso frío en mis brazos, y con la poca fuerza que me quedaba, murmuré:
—Solo la traje a casa...
El mundo se volvió un eco distante. Escuché gritos, pasos apresurados, el sol comenzaba a teñir el cielo con un color dorado. Una voz sobresalió entre el caos.
—¡Navier! —Era el duque de Trovi. Su voz tembló al pronunciar su nombre.
Quise abrir los ojos, quise ver su rostro al ver a su hija de vuelta en su hogar, pero la oscuridad me arrastró sin compasión.
[...]
Un ardor lacerante me sacó de mi inconsciencia. Un dolor abrasador, como si estuvieran desgarrando mi piel con fuego.
Gruñí, pero no me moví. Sabía que estaban cosiéndome. Los pinchazos de la aguja atravesaban mi carne sin piedad, y el aroma del alcohol ardía en la herida abierta.
—Aguante, Majestad —susurró una voz femenina, serena pero firme.
Respiré con dificultad. Mis labios estaban secos, la fiebre empezaba a consumir mi cuerpo, pero no podía perder más tiempo.
—¡Tráiganme a Zerpanya Vaelcourt! —gruñí con voz rasposa.
El murmullo de las enfermeras me molestó.
—¿Quién es esa persona? —susurró una de ellas.
—¡No lo sabemos! —mencionó otra con inquietud.
Sentí cómo mi paciencia, ya de por sí agotada, se desmoronaba.
—¡Vayan y pregunten en el palacio! —ordenó la mujer que estaba cosiéndome. Su voz, estaba llena de autoridad, acalló cualquier discusión.
Las enfermeras se apresuraron a salir, y el silencio se instaló en la habitación. Respiré profundo, tratando de calmar el dolor.
—Eso debería mantenerlo estable —murmuró la mujer, terminando de coser la herida.
La vi moverse con precisión. Se quitó los guantes ensangrentados y luego el tapabocas.
Fue entonces cuando la miré de verdad.
Era alta, de piel clara, con ojos azul rey tan profundos que parecían ocultar secretos ancestrales. Su cabello negro caía en ondas suaves alrededor de su rostro, enmarcando su expresión serena y calculadora.
—Soy Zerpanya Vaelcourt, majestad ¿Para qué ha mandado a llamarme? —se presentó con una leve inclinación de cabeza.
Mi corazón dio un vuelco.
El destino me había concedido una última oportunidad.
Y no pensaba desperdiciarla.
[.HENREY.]
El dolor era insoportable. Mi pierna vendada ardía con cada latido de mi corazón, y mi cuerpo estaba agotado, pero mi mente no dejaba de trabajar.
El silencio de la habitación solo era interrumpido por el crepitar de la chimenea. Afuera, la noche avanzaba lentamente, como si el mundo entero contuviera la respiración antes de la tormenta que se avecinaba.
Entonces, llamaron a la puerta.
—Pasen —ordené, sin mucho ánimo.
La pesada madera se abrió y Mackenna entró con su usual expresión neutra. Su cabello despeinado y las ojeras bajo sus ojos delataban que tampoco había descansado en mucho tiempo.
—El Emperador Sovieshu ha llegado al palacio de Oriente —informó con voz calma, aunque su mirada me examinaba con detenimiento.
Asentí, sin sorpresa. Aquel bastardo tenía la resistencia de una plaga, y la suerte de un maldito.
—¿Y el marqués Karl? —pregunté después de un momento de silencio.
—Ya va en camino —contestó Mackenna sin vacilar—. Lo envié junto con dos de los guardias de Sovieshu que habían sido capturados en la torre.
Otra vez, asentí. Pero no hice ningún comentario.
Me quedé en silencio, mirando las sombras que la luz del fuego proyectaba en las paredes.
Mackenna notó mi repentino ensimismamiento.
—¿Todo bien? —me interrogó con cautela.
Respiré hondo.
—Dime, Mackenna... ¿Qué opinas de esta guerra?
Él inclinó la cabeza apenas un poco. Sus ojos, tan parecidos a los míos, se entrecerraron, midiendo mis palabras.
—¿Me lo preguntas como tu primo? —inquirió con seriedad—. ¿O como un emperador a su secretario?
Solté una risa seca.
—Responde ambas —exigí, esperando su juicio.
Mackenna suspiró, cruzando los brazos.
—Si me lo preguntas como tu primo... —empezó con un tono más personal— creo que esta guerra es innecesaria. Tanto tú como Sovieshu están en la misma posición en la balanza. Los dos ya lo han perdido todo.
No respondí de inmediato. Sus palabras se clavaron en mi mente, pesadas como cadenas.
—¿Y como secretario? —lo apuré.
Sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible.
—Entonces, mi opinión cambia —declaró con calma—. Si miramos el panorama desde la perspectiva de un emperador, la guerra ha sido tu plan desde el principio.
Le lancé una mirada afilada.
—¿Mi plan?
Mackenna asintió sin dudar.
—Sí. Has estado debilitando a Oriente desde hace tiempo. Si no tomaras este momento para atacarlos, ¿Qué sentido habría tenido todo tu esfuerzo? Este es el momento en que Occidente puede ganar poder territorial y prestigio mundial.
Lo observé, analizando cada palabra que decía.
—Solo se perderán vidas —repliqué, sin emoción.
—Ese siempre es el propósito de la guerra —contestó sin titubear—. Se sacrifican vidas esperanzadas a cambio de la idea de un futuro prometedor y brillante.