El Retorno del Emperador

23.- El precio del tiempo

Por un momento, mi corazón pareció detenerse. ¿Era real? ¿De verdad tenía una oportunidad de regresar en el tiempo? Mis labios se entreabrieron para decir algo, pero entonces un golpe seco en la puerta me interrumpió.

Giré bruscamente la cabeza hacia la entrada, intentando enderezarme en la cama. El repentino movimiento hizo que mi herida ardiera como si una brasa al rojo vivo se hundiera en mi abdomen. Apreté los dientes y luché por ponerme de pie, pero mis piernas flaquearon.

Zerpanya, con una calma perturbadora, se acercó y me sostuvo del brazo. Sus manos eran frías, y su agarre, sorprendentemente firme.

—No haga esfuerzos innecesarios, su majestad —musitó, con un matiz de burla en la voz.

Me solté de su agarre con un gesto brusco y, a pesar del dolor, logré mantenerme en pie.

—Entren —ordené con voz entrecortada.

La puerta se abrió de inmediato, y el capitán de la guardia imperial ingresó con pasos decididos. Su expresión era grave, y su uniforme, impecable, contrastaba con la tensión que emanaba de su cuerpo.

—Su majestad —pronunció, inclinando la cabeza—, el marqués Karl ha llegado al imperio.

Mi ceño se frunció de inmediato.

—¿Qué quieres decir con que ha "llegado"? —inquirí, sintiendo un mal presentimiento trepar por mi columna—. Se supone que el marqués llegó antes que los duques de Trovi.

El capitán negó con la cabeza, y su mirada se tornó más severa.

—No, su majestad. El marqués Karl va llegando... y no viene solo. Lo escoltan dos de nuestros guardias imperiales.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Solo dos guardias? —repetí con incredulidad—. Los demás deben estar...

El capitán asintió con pesadez.

Un nudo se formó en mi estómago. Había dejado a Karl atrás, confiando en que llegaría sano y salvo... pero si lo habían mandado con solo dos de mis guardias...

—Dioses... —murmuré, sintiendo un peso de culpa oprimirme el pecho—. Al menos ha llegado con vida...

El capitán permaneció en silencio por un instante, su mandíbula se tensó y entonces, con voz contenida, añadió:

—Su majestad... el marqués Karl llegó amarrado al caballo.

El aire pareció desaparecer de la habitación.

—¿Qué? —exhalé con incredulidad.

—Está herido —continuó el capitán con cautela.

Mis manos se crisparon a los costados.

—¿Qué tan herido? —indagué con una ansiedad creciente.

El capitán me sostuvo la mirada y, con un tono solemne, respondió:

—Le han cortado todos los dedos.

Un mareo me golpeó como un puñetazo.

Abrí la boca, pero ninguna palabra salió.

Karl... mi amigo... mi consejero más leal...

—Eso... no es todo, su majestad —añadió el capitán con un deje de amargura.

Levanté la mirada lentamente.

—¿Qué más? —pregunté, casi temiendo la respuesta.

—Le han cosido una bandera roja en la espalda.

Por un momento, mi mente se quedó en blanco.

Ese bastardo era un maldito psicópata, no puedo imaginar como habrá torturado a Karl solo para mandarme un absurdo mensaje de...

¿Rojo?

En Oriente, el rojo significaba felicidad y celebración. Pero en Occidente... en Occidente era la marca de la desgracia.

Mis entrañas se retorcieron con furia al comprender el mensaje. Henrey no solo le había declarado la guerra a Oriente... se había asegurado de que todo mi pueblo lo supiera.

Al enviar a Karl amarrado a un caballo, desangrándose con la bandera roja cosida en la espalda, sabía que pasaría por todo el imperio antes de llegar al palacio.

Un espectáculo.

Una advertencia.

Una declaración de guerra.

Sentí la sangre hervir dentro de mí.

—Reúnan a todas las tropas imperiales —ordené con voz gélida— Y que atiendan al marqués de inmediato.

El capitán asintió y salió sin titubeos.

Un silencio pesado quedó flotando en la habitación.

Respiré con dificultad, sintiendo cómo la ira y la impotencia me consumían desde dentro.

Entonces, giré la cabeza lentamente hacia Zerpanya.

—¿Qué necesitas para regresar en el tiempo? —pregunté con urgencia.

Ella me observó con una sonrisa ladina, cruzando los brazos con parsimonia.

—Mil hombres —declaró con un tono casi casual.

Mi rostro se endureció.

—¿Qué?

—Necesito la sangre de mil hombres para abrir el portal —repitió con una tranquilidad escalofriante.

El horror se apoderó de mi pecho.

—Eso significa que... —mi voz se quebró.

Zerpanya se acercó con lentitud, su sombra alargándose con la luz de las velas.

—Tendrá que sacrificar a sus propios hombres, su majestad —susurró con malicia—. Si quieres tu segunda oportunidad... primero debes ganar esta guerra. Necesito tu desesperación, necesito que necesites este favor.

Tragué en seco.

—Y eso solo es para abrir el portal —añadió, inclinándose ligeramente hacia mí.

Mis ojos se abrieron con pavor.

—¿Qué más quieres? —pregunté con un hilo de voz.

Zerpanya sonrió, y sus dedos fríos se posaron sobre mi pecho, justo donde mi corazón latía desbocado.

—Tu sangre.

Me quedé sin aliento.

—¿Qué significa eso?

Zerpanya no respondió. Solo me observó con esa sonrisa enigmática, como si disfrutara ver mi confusión y mi miedo.

—Apresura la guerra, majestad —susurró con voz seductora—, si quieres volver a estar con Mariposa.

Mi corazón se estremeció.

Navier.

Mi Navier.

Apreté los puños, cerrando los ojos con fuerza.

Lo haría.

No importaba el costo.

No importaba el costo

[.HENREY.]




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