[.HENREY.]
El viento cortante de Bluhovan se aferraba a mis plumas mientras descendía en picada desde el cielo nocturno. La silueta del castillo del duque Ergi se erguía majestuosa ante mí, con sus torres bañadas por la pálida luz de la luna y el brillo titilante de las antorchas encendidas en los pasillos exteriores.
El balcón estaba abierto, tal como lo esperaba. Ergi siempre había sido un hombre previsor.
Aleteé con fuerza una última vez y atravesé la apertura, aterrizando con precisión felina sobre la alfombra gruesa que cubría el suelo de su habitación. Mis garras se hundieron en la tela por un breve instante antes de que mi cuerpo comenzara a cambiar. Sentí cómo mis huesos se alargaban, cómo mis plumas se retraían, cómo mi piel desnuda volvía a cubrir mi forma humana.
Para cuando la transformación se completó, me encontraba de pie en medio de la habitación, sin ropa, con el morral de cuero aún colgado de mi cuello.
Ergi, que hasta entonces había estado observando la noche a través de la ventana, se giró instintivamente y desvió la mirada.
—Llegas algo tarde —comentó con tono despreocupado, como si mi desnudez fuera apenas un detalle irrelevante.
Sonreí con cansancio mientras me quitaba el morral del cuello y lo abría para sacar mi ropa.
—Por poco no llego en absoluto —murmuré, mientras desdoblaba una camisa y me la ponía.
—¿A qué te refieres? —indagó Ergi, aún de espaldas a mí.
Suspiré y me incliné para calzarme las botas.
—Estuve a punto de regresar... de detener todo esto.
Ergi se giró entonces, con sus ojos verdes clavándose en los míos con incredulidad.
—Ni se te ocurra —espetó con dureza—. Esta guerra debió haber ocurrido hace mucho tiempo.
Le sostuve la mirada con furia contenida.
—Sí, debió haber ocurrido antes... pero yo me enamoré de Navier —repliqué con voz áspera—. Y no cambiaría esos recuerdos por nada en el mundo.
El duque de Bluhovan frunció el ceño y negó lentamente con la cabeza.
—Los recuerdos no ganan guerras, Henrey.
—No, pero son lo único que me queda —repliqué con amargura.
Ergi no dijo nada más. En lugar de discutir, optó por cambiar de tema.
—Date prisa. Los hombres que te prometí ya te están esperando.
Asentí con un leve movimiento de cabeza mientras me terminaba de ajustar el chaleco.
—Te lo agradezco, Ergi.
El duque sonrió con esa expresión suya, entre altiva y burlona, y se acercó a su armario. Lo abrió con calma y, tras revolver algunas prendas, sacó una capa negra con el emblema de Bluhovan bordado en oro.
—Te falta algo —señaló mientras me la extendía.
Fruncí el ceño y bajé la vista hacia mi propia vestimenta.
—¿Qué más necesito?
Ergi agitó la capa en el aire antes de colocarla sobre mis hombros.
—Si vas a pelear en nombre de Occidente y de Bluhovan, hazlo bien.
Tomé la capa entre mis manos y la aseguré con un broche. Cuando volví a mirarlo, algo en su expresión me detuvo.
Por primera vez, sentí que quizás esta sería la última vez que nos veríamos.
El silencio se prolongó entre ambos, cargado de algo que ninguno de los dos quería nombrar. Finalmente, Ergi sonrió con su aire pretencioso y ladeó la cabeza.
—No termines muerto —espetó, como si fuera una orden más que un deseo.
Sonreí de lado y ajusté los guantes de cuero en mis manos.
—Haré lo que esté en mis manos.
Nos miramos por un largo instante y, en un acto tan inesperado como significativo, Ergi extendió su mano. Se la estreché con firmeza, pero él no se conformó con eso. Tiró de mí con fuerza y me envolvió en un abrazo rápido pero contundente.
—Gracias por haber estado en mis momentos más difíciles —murmuró contra mi hombro.
Sentí su sinceridad en esas palabras. Su historia, su dolor, su venganza. Sabía que Sovieshu había arruinado su vida, de una forma u otra, y ahora estábamos aquí... a punto de desatar el final de todo.
—No tienes nada que agradecer —le respondí en voz baja—. Para eso están los amigos.
Ergi asintió levemente y, tras soltarme, dio un paso atrás.
—Vamos. Te llevaré con tus hombres.
Respiré hondo y lo seguí.
Era hora de terminar lo que habíamos comenzado.
[...]
El sonido de nuestras botas hundiéndose en el lodo húmedo era lo único que rompía el silencio de la noche. El frío de Bluhovan calaba hasta los huesos, pero a mí no me afectaba. No cuando el fuego de la guerra ardía dentro de mí, consumiéndome desde que decidí cruzar la frontera para cobrar mi venganza.
A mi lado, Ergi caminaba con la misma elegancia despreocupada de siempre. Con su capa ondeando al ritmo del viento helado y su porte erguido, parecía más un noble que un estratega. Pero yo sabía que, detrás de esa sonrisa ladina, se ocultaba la mente de un hombre que siempre obtenía lo que quería.
Observé el horizonte. A lo lejos, más allá de la colina que estábamos cruzando, se distinguían los destellos de antorchas y el sonido de metales chocando. Sus guerreros estaban esperando.
—¿Qué les dijiste para convencerlos? —pregunté con curiosidad, sin apartar la vista del camino.
Ergi sonrió de inmediato, pero no me respondió de inmediato.
—Mejor no preguntes —contestó con una diversión oculta en su tono.
Fruncí el ceño y giré la cabeza hacia él.
—¿Por qué?
—Digamos que... solo me encargué de darles un motivo —explicó con un aire misterioso, como si le divirtiera la conversación.