El vapor se elevaba lentamente desde la superficie del agua caliente, envolviendo la habitación en una neblina densa y perfumada. Me recosté contra la tina de mármol, sintiendo cómo el calor calmaba, aunque fuera un poco, la tensión acumulada en mis músculos. El aroma a hierbas medicinales flotaba en el aire, pero ni siquiera eso lograba despejar mi mente.
Sumergí mis manos en el agua y las observé por unos segundos. Estaban temblando. No por el calor, sino por la presión que cargaba sobre mis hombros. La guerra era inminente. Henrey había dejado claro su mensaje con la llegada del marqués Karl, y ahora no había vuelta atrás.
"¿Cómo diablos ganaré esta guerra?", pensé con amargura.
El Imperio de Oriente tenía territorio, tenía soldados, pero nos faltaba lo más importante: magia.
Escuché un leve chapoteo cuando mi criada, una joven de cabello oscuro recogido en un moño impecable, vertió más agua caliente en la tina. No levanté la vista, pero supe que esperaba órdenes.
—Eso es suficiente —murmuré con un tono seco.
Ella inclinó la cabeza en señal de obediencia y dejó la jarra a un lado.
En ese momento, resonó un golpe en la puerta.
—Adelante —manifesté con firmeza, sin necesidad de preguntar quién era.
El capitán de la guardia imperial entró de inmediato. Su armadura brillaba bajo la luz de las lámparas y su expresión era tan rígida como siempre. En cuanto puso un pie en la habitación, me incorporé un poco y le dirigí una mirada exigente.
—¿Cuántos hombres has reunido? —inquirí sin rodeos.
El capitán se cuadró y respondió con voz firme:
—Hasta el momento, tenemos cuatro mil hombres listos para la guerra, su majestad.
Asentí lentamente, procesando la información. Cuatro mil soldados. No era suficiente.
—Además... —añadió el capitán, con un tono que me hizo fruncir el ceño—. El Reino del Norte se ha enterado de la guerra y está dispuesto a enviar quinientos cincuenta hombres a cambio de diez magos de diferentes categorías.
Parpadeé.
—¿Magos? —repetí, con cierto interés—. ¿Cuántos magos tenemos disponibles?
El capitán no tardó en responder.
—La Academia de Magia ha reunido cincuenta magos. De ellos, cinco son sanadores, doce pueden crear escudos a prueba de fuego, agua, viento e incluso metal. Ocho tienen la habilidad de fabricar falsas realidades en las mentes de las personas. Cuatro son lectores de pensamiento. Once son paralizantes, capaces de infligir dolor y dejar inmovilizado a su objetivo. Y diez pueden cortar los sentidos de múltiples enemigos.
Mientras hablaba, mi mente ya calculaba las posibilidades. Esos magos eran valiosos, y no podía permitirme desperdiciar más poder del necesario.
—¿Y Evelie? —pregunté de repente, recordando su nombre.
El capitán desvió la mirada por un instante, como si estuviera eligiendo sus palabras.
—Nadie sabe dónde está —confesó al final.
Mi mandíbula se tensó. Evelie... Si no había noticias de ella, era probable que hubiera escapado. ¿A dónde? Lo más lógico era que estuviera oculta en Occidente o que haya podido escapar a Whitemond.
Respiré hondo y extendí una mano.
—Pásame la toalla —ordené a la criada.
La joven reaccionó de inmediato, tomando la tela suave y entregándomela con sumo cuidado. Me incorporé con algo de dificultad, sintiendo el dolor punzante en la herida de mi abdomen. No hice ningún gesto, no podía darme el lujo de mostrarme débil.
—Envíale los diez magos al Reino del Norte —le indiqué al capitán mientras me envolvía con la toalla—. A cambio, que nos manden sus quinientos cincuenta soldados cuanto antes.
El capitán inclinó la cabeza.
—Así se hará, su majestad.
—Y redacta una carta para el Reino del Norte —añadí—. Pide su ayuda para encontrar a una maga llamada Evelie. Pero hazlo en secreto. Si está en Occidente, no quiero que Henrey se entere de que la estamos buscando.
—Entendido.
El capitán asintió con firmeza y se retiró sin más palabras.
Suspiré pesadamente y giré hacia la criada.
—Prepara mi ropa. Y asegúrate de que mi corona esté limpia.
—Sí, su majestad —murmuró con una reverencia antes de apresurarse a cumplir mis órdenes.
Me pasé una mano por el cabello mojado y cerré los ojos por un instante.
Había llegado la hora.
Estaba listo para la guerra.
[...]
Me ajusté los últimos botones del uniforme con movimientos pausados. La tela era pesada sobre mis hombros, como si presagiara la carga que estaba a punto de asumir. La corona recién pulida descansaba sobre mi escritorio, brillando con una frialdad que no coincidía con el fuego que ardía dentro de mí.
No quedaba tiempo.
Las tropas de Henrey ya venían en camino. El fin se cernía sobre el Imperio de Oriente, y yo tenía que estar preparado.
Respiré hondo antes de salir de mis aposentos. No había lugar para la duda, no ahora.
Pero apenas crucé la puerta, me encontré con una presencia inesperada.
El marqués Karl estaba allí, con su postura erguida y la expresión seria, pero sus ojos... sus ojos mostraban algo más. Algo que no supe definir de inmediato.
Mi mirada descendió instintivamente a sus manos.
Vendadas.
Aquellas mismas manos que, durante años, habían sostenido plumas para redactar mis decretos, habían firmado documentos en mi nombre, habían trabajado incansablemente por este imperio... ahora estaban envueltas en vendas, ocultando la brutalidad con la que Henrey había decidido castigarlo.
Un nudo se formó en mi garganta.
Sin pensarlo, di un paso hacia él y lo rodeé con mis brazos.
Karl se quedó inmóvil al principio. No esperaba este gesto, lo sabía. Pero después de un instante, sentí cómo su respiración se volvía más profunda y su cuerpo dejaba de estar tan tenso.
—Lo siento —musité contra su hombro, con una voz apenas audible—. Lo siento tanto... Sobre todo contigo.