El sonido de los pasos de mis guardias resonaba sobre el empedrado de la ciudadela mientras avanzábamos. El aire era denso, impregnado de un silencio incómodo, apenas interrumpido por el murmullo de las órdenes y el llanto ahogado de algunos ciudadanos.
A los lados del camino, vi a mis soldados guiando a las familias hacia los refugios designados. Algunos lo hacían con amabilidad, ayudando a las madres a cargar a sus hijos, cargando pertenencias de ancianos que no podían hacerlo por sí mismos. Otros, en cambio, mostraban prisa en sus acciones, tratando de mover a la multitud lo más rápido posible antes de que fuera demasiado tarde.
Todo esto era culpa mía.
Todo.
Si hubiera sido un mejor emperador, quizás esta guerra nunca habría ocurrido.
Si hubiera sido un gobernante más cercano a su pueblo, quizás habría visto las sombras de la traición antes de que envolvieran todo lo que amaba.
Si hubiera amado más y odiado menos.
Si hubiera escuchado en vez de imponer.
Si... si tan solo...
Mi pecho se apretó con un peso insoportable al ver a una niña abrazar con fuerza a su muñeca mientras su madre la alzaba en brazos, apresurándose a seguir a los soldados que evacuaban a la población.
Me pregunté qué pensarían de mí.
¿Sería yo, para ellos, el emperador que los protegió hasta el final?
¿O solo sería una sombra, un líder distante que nunca supo demostrar amor por su gente hasta que ya era demasiado tarde?
Tragué en seco y apreté los labios en una delgada línea. Ahora no tenía sentido pensar en lo que no hice.
El pasado no podía cambiarse...
...Pero el futuro sí.
No este futuro, sino el otro.
Uno donde volvería a tener una oportunidad.
Uno donde no cometería los mismos errores.
Uno donde no sería este Sovieshu.
Exhalé con lentitud y aceleré el paso. No podía dejarme consumir por la culpa ahora.
Ya no.
A medida que nos alejábamos de la ciudadela, las murallas del Imperio de Oriente quedaron atrás. Frente a nosotros, la vasta extensión de la llanura se desplegaba bajo un cielo teñido de tonos dorados y rojizos por el atardecer.
Y allí estaban ellos.
Mis tropas.
Cuatro mil hombres, alineados en formación impecable, con la bandera de Oriente ondeando en lo alto. El viento la sacudía con fuerza, como si incluso el cielo quisiera presenciar lo que estaba a punto de ocurrir.
Cada uno de esos soldados había tomado una decisión: luchar por su emperador.
Por un emperador que no había sido lo suficientemente bueno con ellos.
Monté mi caballo con una lentitud calculada y avancé al frente, dejando que mis ojos recorrieran cada rostro. Algunos mostraban determinación, otros nerviosismo. Pero todos estaban allí.
Esperándome.
Confiando en mí.
Tragué saliva y respiré hondo. Sabía que debía hablar, pero las palabras parecían atorarse en mi garganta.
No tenía un discurso preparado.
Solo tenía mi corazón... y los arrepentimientos que pesaban en él.
Entonces, simplemente hablé.
—Soldados de Oriente... —mi voz resonó con firmeza, aunque la emoción se filtraba en cada palabra—. Hoy estamos aquí por una razón. No solo para defender nuestras tierras, sino para demostrar que nuestro imperio sigue en pie. Que Oriente no se doblega ante nadie.
Un murmullo de aprobación recorrió las filas.
Tomé aire y continué.
—Han servido a su patria con honor. Han luchado con orgullo. Y les estoy agradecido. Más de lo que las palabras pueden expresar.
Los soldados se quedaron inmóviles, como si nadie esperara que un emperador les hablara así.
Pero no terminé ahí.
—He sido su líder durante seis años. Seis años en los que hice lo mejor que pude... pero no fue suficiente.
El viento aulló entre nosotros, como si el destino mismo me pidiera seguir.
—Pude haber sido un mejor emperador. Un mejor hombre. Un mejor esposo. Pero, sobre todo... —hice una pausa, dejando que mi voz temblara por primera vez—. Un mejor líder para ustedes.
Un silencio espeso cayó sobre el campo de batalla.
Algunos soldados apretaron los puños. Otros inclinaron ligeramente la cabeza, como si esas palabras hubieran sido un golpe inesperado.
Yo solo sonreí con amargura.
—Pero aunque el tiempo no me haya permitido ser ese líder que ustedes merecían, hoy lucharé con ustedes. Hoy marcharemos juntos, como hermanos, y sin importar el resultado... lo haremos con la cabeza en alto.
Se hizo un segundo de silencio... y luego, una explosión de vítores se elevó en el aire.
Gritos de guerra.
De lealtad.
De fe.
La bandera de Oriente ondeó con más fuerza, y en ese instante, comprendí que... aunque no merecía su amor, ellos seguían creyendo en mí.
No los defraudaría.
No otra vez.
[.HENREY.]
El sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo con un fulgor carmesí que recordaba la sangre que pronto empaparía la tierra. El aire estaba pesado, cargado con la tensión de los que sabían que estaban a las puertas de la guerra. A lo lejos, el silbido del viento se mezclaba con el sonido de los cascos de los caballos y el murmullo de los soldados que aguardaban mis órdenes.