[.SOVIESHU.]
El estruendo de los cascos de los caballos y el chirrido del metal de las armaduras se mezclaban con el viento gélido de la frontera. Detuve mi montura en lo alto de una colina y observé a mis tropas. Cuatro mil hombres alineados con disciplina, la bandera de Oriente ondeando con orgullo sobre sus cabezas.
Al otro lado del campo, emergiendo de la penumbra del atardecer, las fuerzas de Occidente hacían acto de presencia. No eran muchas. A simple vista, calculé que no superaban los dos mil quinientos. Pero lo que más llamó mi atención fue la ausencia de Henrey. En su lugar, al frente del ejército, estaba Mackenna, su sombra más fiel. Sus cabellos largos y azulados resplandecían bajo la luz mortecina del sol poniente.
Un mal presentimiento se instaló en mi pecho.
—Majestad... —El capitán de mis tropas se acercó a mí, con la mirada alerta—. ¿Dónde está el emperador Henrey?
Entrecerré los ojos y observé a Mackenna. Algo no estaba bien.
—Escondido, como la serpiente que es —espeté, con una mueca de desdén—. Esto es una trampa... No confiaré en la aparente ventaja que tenemos.
—¿Debemos retroceder? —El capitán inclinó la cabeza, esperando mis órdenes.
—No. Pero envía un hombre a liderar a los quinientos soldados del Reino del Norte cuando crucen la frontera. Si es necesario, que ataquen en secreto.
El capitán asintió y añadió con voz firme:
—Los magos están posicionados entre nuestras tropas.
Giré la cabeza hacia él, frunciendo el ceño.
—¿Por qué los mezclaste con los soldados?
—Majestad, ellos mismos insistieron en luchar a su lado. Se ubicaron en la retaguardia, pero no dudaron en tomar sus posiciones como guerreros.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí algo cálido en mi pecho. Una extraña mezcla de gratitud y respeto. Personas con dones extraordinarios, magos con habilidades que los hacían únicos... habían decidido luchar por Oriente. Por mí.
Abrí la boca para decir algo, pero un latigazo de dolor en el abdomen me dejó sin aliento. Me llevé la mano a la herida que Henrey me había dejado dos días atrás, esa maldita puñalada que no terminaba de sanar. Apreté los dientes y respiré hondo, tratando de ignorar el ardor. No podía mostrar debilidad.
Pero entonces, un escalofrío recorrió mi espalda.
Sentí una energía extraña, una presencia observándome.
Volteé con rapidez hacia los montes cercanos y mi mirada se encontró con una silueta montada en un caballo oscuro. Su figura era difusa, pero no me hizo falta verla de cerca para saber quién era. Zerpanya.
Ella había venido a presenciar la masacre que estaba por ocurrir.
"¿Quieres verme hundirme en la sangre de inocentes? ¿Quieres asegurarte de que mi alma esté lo suficientemente manchada antes de regresarme en el tiempo?", pensé con amargura.
Mi cuerpo se tensó. Un sonido profundo y gutural rasgó el aire.
El cuerno de guerra de Occidente.
El campo quedó en un silencio sepulcral.
Los occidentales alzaron una bandera... No, no era una bandera. Era un bulto, un objeto cubierto por una manta negra que pendía de un asta alta.
Un escalofrío recorrió a mis soldados.
Mackenna, con una sonrisa cínica, jaló la tela y la dejó caer.
Un grito ahogado escapó de varias gargantas entre mis filas.
Era Kosair Trovi.
Muerto. Empalado.
Su cuerpo inerte colgaba de un asta de metal, atravesando su torso. La sangre seca teñía sus ropajes de carmesí oscuro. Sus ojos, abiertos y vidriosos, reflejaban el último destello de vida que alguna vez tuvo.
Un nudo me cerró la garganta.
—¡Malditos bastardos...! —alguien murmuró entre mis filas, con la voz rota de ira.
Los occidentales rieron. Y como si la escena no fuese lo suficientemente atroz, prendieron fuego al cadáver.
Las llamas danzaron sobre el cuerpo de Kosair. Su piel se retorció, su carne se carbonizó mientras la peste a carne quemada comenzaba a impregnar el aire.
Tragué saliva. Quise apartar la mirada, pero no lo hice. No podía.
Los soldados a mi alrededor se removieron inquietos, algunos con furia y otros con horror. El hijo del duque de Trovi... uno de los nobles más leales a Oriente... había sido asesinado de la manera más cruel imaginable.
Mackenna nos observó desde la distancia, con esa sonrisa burlona pintada en el rostro.
—¡Que esto sea un mensaje para ustedes, malditos orientales! —gritó, con una voz cargada de desprecio y burla—. Este será su destino cuando caigan ante Occidente.
Se escucharon gritos de indignación entre mis tropas. Algunos desenfundaron sus espadas, listos para atacar sin esperar mi orden.
Mi respiración se volvió pesada.
—Majestad... ¿ordenamos el ataque? —preguntó el capitán, con la mandíbula apretada.
Apreté los puños con tal fuerza que sentí las uñas clavarse en mis palmas. La herida en mi abdomen ardía. Pero nada, absolutamente nada, dolía más que la imagen de Kosair ardiendo frente a mí.
Mis ojos recorrieron el campo de batalla. Occidente ya estaba preparado. No nos darían más tiempo.
Me enderecé en mi caballo, con la mirada fija en Mackenna.
—A la guerra. —murmuré con voz fría y letal.
El estruendo de los tambores de guerra retumbó en el campo.
—¡NO TEMAN! ¡NO DUDEN! ¡ESTA ES NUESTRA BATALLA!
Mi voz retumbó en el aire, desgarrando el silencio que precedía al caos. El viento frío de la frontera me azotó el rostro, pero el ardor de la ira dentro de mí ardía más fuerte que cualquier brisa helada.