El Retorno del Emperador

28.- A heridas abiertas

[.HENREY.]

El rugido de la guerra me envolvía como una tormenta de caos y sangre, pero en medio del estruendo, su voz atravesó todo.

—¡HENREY!

Mis ojos buscaron el origen del grito con rapidez, y ahí estaba él.

Sovieshu.

Aún vivo, aún desafiante, aún con la misma mirada llena de odio que me dedicaba desde hace años.

Apresuré la búsqueda de un caballo. No iba a dejar pasar esta oportunidad. La guerra podía seguir su curso, los soldados podían seguir matándose unos a otros, pero entre él y yo... esto se tenía que resolver hoy.

Tomé las riendas del primer corcel que encontré, un animal imponente y negro como la noche. Lo espoleé con fuerza, dirigiéndolo directo hacia Sovieshu.

Pero antes de que pudiera acercarme, algo... cambió.

El mundo a mi alrededor se deformó.

Las voces de los soldados se convirtieron en susurros distantes, los sonidos de las espadas chocando y los gritos de dolor se desvanecieron en un eco distorsionado. Mi visión se nubló, como si una niebla oscura cubriera mis ojos.

Mi cuerpo dejó de responderme.

Intenté mover mis dedos, pero no los sentí.

Intenté respirar con normalidad, pero mi pecho pesaba como si toneladas de piedra me aplastaran.

Magia.

Un rugido de rabia burbujeó en mi garganta.

Sovieshu trajo magos a la guerra.

Venía preparado para esto.

Con toda la fuerza de la que aún era dueño, llevé mi mano al cinto, palpando con desesperación hasta encontrar lo que necesitaba.

Una piedra de maná.

La apreté con todas mis fuerzas y, en el instante en que mi piel tocó la superficie cálida de la gema, la bruma oscura que nublaba mis sentidos desapareció.

Recuperé la vista de golpe.

El sonido de la guerra regresó como un trueno a mis oídos.

Pero entonces, un ardor abrasador me recorrió el brazo.

Un corte.

Mi instinto me obligó a girarme de inmediato, y mis ojos se encontraron con el rostro de Sovieshu, su espada aún con rastros de mi sangre.

Maldito.

Su ataque no había sido letal, pero me había alcanzado.

Apreté los dientes y alcé la voz, lo suficientemente fuerte para que mis soldados me escucharan.

—¡HAY MAGOS ENTRE ELLOS! ¡SAQUEN SUS PIEDRAS DE MANÁ!

Los guerreros de Occidente y Bluhovan me miraron por un breve instante antes de reaccionar.

Uno a uno, comenzaron a extraer piedras de maná de sus cinturones y armaduras. Un destello azul y blanco iluminó sus filas cuando activaron su protección.

En ese momento, miré a Sovieshu.

Y lo vi confundido.

Su expresión se tensó, su mandíbula se apretó, y sus ojos destellaron con algo que no era ira... sino realización.

Descubrió la verdad.

Lo supe en el instante en que me miró.

No por los magos.

No por la batalla.

No por la guerra.

Sino porque finalmente entendió que fui yo.

Yo fui quien les arrebató la magia a sus hechiceros en el pasado.

Pero algo más llamó su atención.

Su mirada dejó de enfocarse en mí y bajó levemente... hacia las piedras de maná.

Lo comprendió.

Comprendió lo que esto significaba.

Las piedras de maná no eran cualquier recurso... eran poderosas, escasas, y hasta ahora, solo un grupo selecto sabía de su existencia.

Sovieshu no estaba conmocionado por mi traición.

Estaba conmocionado porque ahora entendía que yo tenía algo más. Algo que él nunca había imaginado.

Lo observé fijamente, y una risa amarga escapó de mis labios.

—Tú ya lo sabías, ¿cierto? —le solté, mi voz impregnada de burla—. Tú ya sabías que fui yo quien quitó la magia a tus magos.

Su expresión cambió.

Y sonrió.

Esa sonrisa fue suficiente para confirmármelo.

—Sí. —Su voz era serena, casi victoriosa—. Lo leí en tu diario imperial cuando estuve en tu palacio.

Mi mente encajó las piezas en un instante.

El muy bastardo.

Recordé el día en que Sovieshu estuvo en mi oficina imperial.

La excusa había sido simple.

"Necesito escribir una carta a mi consejo".

Yo le permití quedarse. No vi peligro en ello.

Pero mientras yo le había pedido que se quedara para que me ayudara a cuidar de Navier, él leyó mi diario.

Leyó lo que hice con los magos.

Leyó sobre las piedras de maná.

Leyó sobre Rashta.

Mis labios se curvaron en una sonrisa lenta.

No importaba.

No importaba si ahora lo sabía.

No importaba si descubrió todo.

Porque hoy, Sovieshu moriría.

Con esa certeza ardiente en mi pecho, apreté con más fuerza las riendas y espoleé a mi caballo.

Sovieshu entendió mi intención y, sin dudarlo, hizo lo mismo.

Ambos cabalgamos con fuerza, nuestras miradas fijas la una en la otra.

El choque final se acercaba.

Hoy, uno de los dos dejaría de existir.

Hoy, uno de los dos dejaría de existir

[.SOVIESHU.]

El estruendo del campo de batalla se desvaneció cuando mis ojos se fijaron en los suyos.

Henrey me miraba con el mismo odio con el que yo lo miraba a él.

Cabalgamos con furia, con una velocidad mortal, con un solo propósito en la mente: matar al otro.

Las pezuñas de nuestros caballos retumbaban en el suelo embarrado de sangre.

Nuestros soldados seguían peleando a nuestro alrededor, pero ninguno de los dos veía otra cosa que al enemigo.

El hombre que me arrebató todo.

El hombre que me quitó a Navier.

El hombre que ahora se atrevía a desafiarme en mis propias tierras.




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