El Retorno del Emperador

29.- El final de dos imperios

[.SOVIESHU.]

La tierra bajo mis pies estaba empapada de sangre, un fango rojo que engullía los cuerpos caídos. El rugido del acero, los gritos agonizantes, el hedor de la muerte... todo se desdibujaba en el fondo de mi mente. Henrey y yo ya no éramos emperadores en este momento. Solo éramos dos hombres consumidos por el odio, dos bestias peleando por una mujer que jamás volvería.

Su rostro estaba cubierto de suciedad y sangre, su respiración era pesada, su pecho subía y bajaba con esfuerzo. Pero sus ojos... sus ojos todavía ardían con odio, con esa furia insaciable que nos había llevado hasta este momento.

—¿Cuántos han muerto por tu terquedad, Sovieshu? —gruñó, su voz era un gruñido entrecortado, manchado con la sangre que escupía—. ¿Cuántos más deben morir por tu obsesión?

No respondí. No porque no tuviera palabras, sino porque no había necesidad. El odio que compartíamos era más profundo que cualquier argumento.

Con un grito de rabia, corrí hacia él y lancé mi puño con toda la fuerza que aún quedaba en mi cuerpo. Mi nudillo chocó contra su mandíbula con un crujido sordo. Sentí cómo el impacto recorrió mi brazo entero, pero no me detuve. Lo golpeé otra vez, y otra, hasta que la sangre brotó de su boca, hasta que sus piernas flaquearon. Pero Henrey era un demonio, un maldito monstruo que no caía con facilidad.

Me tomó por la armadura y, con una fuerza sobrehumana, me arrojó contra el suelo. El golpe me sacó el aire de los pulmones y un dolor lacerante me recorrió el abdomen, recordándome la herida que ya estaba abierta. Intenté respirar, pero la sangre se acumuló en mi garganta, ahogándome por un momento.

—¡Levántate, Sovieshu! —rugió Henrey, limpiándose la sangre de la boca con el dorso de la mano—. ¿No decías que me ibas a matar? ¡Vamos, demuéstramelo!

El sonido de la guerra a nuestro alrededor se convirtió en un eco distante. Me impulsé con un gruñido, levantándome con dificultad. Un segundo de distracción. Solo uno.

Y Henrey aprovechó.

Un destello de acero. Un golpe certero.

Sentí el filo del cuchillo perforar mi carne, deslizándose lentamente hasta que el mango chocó contra mi pecho.

Todo mi cuerpo se tensó. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. La sensación era fría al principio... pero después, el dolor explotó. Como si cada terminación nerviosa se incendiara de repente. Mi boca se entreabrió, pero no salió ningún sonido. Solo un jadeo roto.

El maldito lo había hecho. Me había atravesado.

Me había atravesado

—Así se siente... —murmuró Henrey, sin soltar el arma—. Así se siente morir...

Sus palabras flotaron en mi mente, pero no llegaron a anclarme en la realidad. Porque de repente, todo comenzó a volverse borroso. Mis piernas temblaron. Mi visión se cubrió de un velo negro. Mis dedos se aferraron a la empuñadura del cuchillo, tratando de detener lo inevitable.

No.

No todavía.

Un murmullo se filtró en mi cabeza, suave, envolvente, seductora...

—Una muerte más... Sovieshu... —susurró Zerpanya—. Solo una... y lo habrás conseguido. Las 1000 almas están completas... el portal se abrirá... Navier... estará esperándote...

Navier.

La imagen de su rostro cruzó mi mente. Su sonrisa, su mirada... su risa perdida en el viento.

No podía perder. No ahora.

Mis dedos, débiles pero determinados, buscaron a tientas el cuchillo oculto en mi capa. Lo sostuve con lo último de mi fuerza. Cada músculo de mi cuerpo gritaba de agonía.

Henrey me miró fijamente cuando sintió el filo de mi arma contra su pecho.

—Mal...dito seas... —susurró, pero no tuvo tiempo de más.

Con un último aliento, clavé la hoja en su corazón.

El cuchillo se hundió hasta el fondo, desgarrando su carne, rompiendo su aliento. Henrey jadeó, sus ojos se abrieron con incredulidad. Su cuerpo se sacudió violentamente antes de perder toda su fuerza.

—Ha sido... una batalla digna... —susurró, y su voz se quebró.

El sabor de la sangre inundó mi boca. Apenas pude sonreír.

—Lo... ha sido... —murmuré.

Los dos nos desplomamos

Los dos nos desplomamos. Sentí cómo el suelo recibía mi cuerpo con frialdad. La sangre manaba de nosotros en ríos rojos que se mezclaban en la tierra devastada. Todo se volvió distante. El rugido de la guerra, los gritos de los hombres... nada importaba ya.

No había ganado. Pero tampoco había perdido.

Entonces, caí.

No mi cuerpo... sino mi alma.

El abismo se abrió, y la oscuridad me tragó. No había suelo, no había luz, no había nada. Solo yo, cayendo en la nada.

Desde lo alto, una figura me observaba. Su silueta era oscura, envuelta en sombras, pero sus ojos brillaban con un fuego que no pertenecía a este mundo.

La voz de Zerpanya resonó como un eco en la eternidad.

—Sus deseos son órdenes... mi emperador.

Y luego... el vacío absoluto.

el vacío absoluto




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