El Retorno del Emperador

30.- El renacer de la noche

La oscuridad era densa, opresiva, un peso invisible sobre mi pecho. No podía moverme. Mi cuerpo entero era una prisión de dolor, como si hubiera sido triturado en la rueda del destino y arrojado a este lugar para pudrirme en agonía.

Un ardor profundo en mi pecho me arrancó un gemido ahogado. La sensación era extraña, como si un cuchillo aún estuviera allí, enterrado en mi carne, desgarrando cada fibra de mi ser. Intenté respirar, pero el aire entró con dificultad, pesado, espeso.

¿Dónde estaba?

Parpadeé, intentando enfocar mi vista, pero todo estaba borroso. Sombras distorsionadas danzaban en la penumbra, figuras humanas cuyos rostros se desdibujaban en el vaivén de mi consciencia. Solo entonces lo escuché.

—El príncipe heredero ha despertado.

Su voz era firme, profesional, pero tenía un matiz de alivio. Un doctor... ¿Doctor imperial?

Quise preguntar qué ocurría, dónde estaba, pero mi lengua era de plomo dentro de mi boca.

—Avisad de inmediato a Su Majestad. —Otra voz respondió con premura, una voz más grave, aunque las palabras se convirtieron en un murmullo distante, irreconocible.

Intenté girar la cabeza hacia donde provenían las voces, pero un latigazo de dolor me inmovilizó. Mi pecho ardió como si aún tuviera la hoja de Henrey clavada, como si la herida nunca hubiera cerrado.

No... eso no era posible.

Yo había muerto.

La imagen de la batalla volvió a mi mente como un relámpago. Henrey. Su expresión de incredulidad cuando mi cuchillo se hundió en su corazón. La sangre cubriendo la tierra. Su cuerpo desplomándose junto al mío.

Y luego...

El vacío.

La voz de Zerpanya...

Sus deseos son órdenes... mi emperador.

Mi respiración se volvió errática. Intenté mover los dedos, las piernas, cualquier parte de mi cuerpo, pero el cansancio me arrastró de vuelta a la inconsciencia antes de poder entenderlo.

[...]

No supe cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos, horas o siglos. Pero cuando volví a la consciencia, sentí algo distinto.

El calor del sol.

No el calor abrasador del campo de batalla, ni la sensación pegajosa de la sangre secándose en mi piel. No. Era un calor reconfortante, amable, filtrándose a través de un ventanal amplio.

El sonido de una melodía llegó a mis oídos.

Dulce. Familiar.

Una voz femenina tarareaba suavemente, la misma voz que me arrullaba cuando era niño, la que me cantaba en las noches frías para espantar las pesadillas.

Abrí los ojos con dificultad.

El techo alto, las cortinas ondeando con la brisa matutina, los muebles de caoba pulida... Todo me resultaba increíblemente conocido.

No podía ser.

Con un esfuerzo titánico, giré la cabeza hacia la fuente de la voz.

Y entonces la vi.

Mi madre.

Su silueta estaba bañada por la luz del sol, su cabello dorado brillaba como el trigo en verano. Sus ojos claros, esos ojos que hacía tanto creía haber olvidado, me miraban con una ternura infinita.

Mi pecho se agitó con incredulidad.

—M-Madre... —murmuré, y mi propia voz me sonó extraña, áspera, como si no me hubiera pertenecido en años.

Ella dejó de cantar al escucharme y se acercó con una sonrisa serena.

—Al fin has despertado, mi cielo —expresó, y su tono era cálido, como la miel derritiéndose en la boca—. Nos diste un gran susto.

Suavemente, mojó un paño en un cuenco con agua y lo pasó por mi frente.

Yo no podía apartar la mirada de ella.

Era imposible.

Ella estaba muerta.

—Entonces... después de todo... me gané el cielo —musité con una sonrisa débil, sintiendo una extraña paz inundarme.

Mi madre frunció ligeramente el ceño, con la dulzura de alguien que no comprende del todo lo que acaba de escuchar.

—¿Qué dices, hijo? —inquirió con un aire divertido, inclinando la cabeza con curiosidad.

Tragué saliva con dificultad.

—Si tú has venido a recibirme... —mis labios se curvaron en una sonrisa lánguida—, entonces debo estar en el cielo.

Ella soltó una risa baja y melodiosa, como campanas repicando suavemente.

—No digas tonterías —rió, sacudiendo la cabeza—. Has tenido fiebre durante días, pero ya está bajando. Solo necesitas descansar.

Fiebre.

Días.

Las palabras me sonaban extrañas, irreales, como si no fueran para mí.

Esto... no podía ser el cielo.

Mi madre no habría hablado de fiebre.

No habría mencionado días.

Pero...

No.

Sacudí la cabeza levemente. No quería pensar en nada más. No en la guerra. No en Henrey. No en la sangre. No en la desesperación.

Solo quería disfrutar de este momento.

Si esto era el cielo, entonces no me importaba nada más.

—Gracias —susurré, cerrando los ojos—. Gracias por venir a recibirme.

Ella me miró con ternura y acarició mi cabello con dedos suaves.

—Siempre estaré aquí, Sovieshu.

Asentí lentamente y, con ese consuelo en mi corazón, me dejé arrastrar de nuevo por el sueño.

Asentí lentamente y, con ese consuelo en mi corazón, me dejé arrastrar de nuevo por el sueño

[...]

El dolor me desgarró el pecho como un hierro candente.

Mi cuerpo se arqueó en la cama, con un grito mudo atorado en mi garganta mientras mi mano se aferraba al lugar donde Henrey había hundido su cuchillo. Podía sentirlo todavía, la hoja rompiendo mi carne, el calor de la sangre escapando de mi cuerpo... pero cuando bajé la vista, no había herida.

Solo mi respiración errática y el sudor perlado en mi frente.




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