Mis pasos resonaron en el pasillo oscuro.
Cada latido en mi pecho era un tambor de guerra que marcaba la urgencia con la que corría. Mis pulmones ardían, mi cabeza palpitaba, pero nada de eso importaba.
Solo una idea gobernaba mi mente.
Navier.
Si esto era real... si realmente había regresado... ella estaría aquí.
La puerta de su habitación apareció ante mí. Me lancé contra ella con desesperación y la empujé con fuerza.
El aire se me atascó en la garganta.
No.
No.
El eco de mis propios pasos rebotó en las paredes desnudas.
La habitación estaba vacía.
No había muebles, ni cortinas, ni alfombras. No había rastros de su perfume, ni el sonido de su respiración tranquila mientras dormía. No había nada.
Mi mente se negó a comprender lo que veían mis ojos.
Di un par de pasos dentro, esperando—no, suplicando—que fuera una ilusión, que en cualquier momento todo volviera a la normalidad.
Pero el vacío me respondió con un silencio sofocante.
Mis manos temblaron cuando me pasé los dedos por el cabello, mi pecho subiendo y bajando con respiraciones irregulares.
—No... —murmuré, mi voz era apenas un susurro quebrado—. No puede ser...
No me di cuenta de que Karl había llegado hasta que escuché su voz.
—¡Por los dioses, Sovieshu! —espetó, jadeando por haber corrido tras de mí—. ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Corriste como un imbécil por todo el palacio!
Me giré bruscamente hacia él, la desesperación aún aferrándose a mi garganta como una garra.
—Karl —exigí, con voz cortante—. ¿Dónde está Navier?
Karl parpadeó, sorprendido por mi tono, y luego arrugó el ceño.
—¿Dónde más va a estar? —bufó, cruzándose de brazos—. En su casa, en la mansión de Trovi.
Sus palabras me golpearon como un martillo.
—¿Qué? —balbuceé, incapaz de procesarlo—. ¿En la mansión de Trovi?
Karl soltó una carcajada, como si lo que acababa de decir fuera la cosa más absurda del mundo.
—Sovieshu, por los dioses, ¿Qué te pasa hoy? —se burló, mirándome con incredulidad—. Espera un poco, ya casi serán marido y mujer, emperador y emperatriz. Pronto podrás hacerle todas las visitas que quieras.
El aire se volvió espeso a mi alrededor.
Marido y mujer... Emperador y emperatriz...
Mi estómago se contrajo.
—¿De qué demonios estás hablando? —solté, cada palabra empapada de confusión.
Karl, aún con una sonrisa socarrona, sacudió la cabeza y me miró con una mezcla de diversión y sospecha.
—¿De qué demonios hablas tú? —replicó—. Lady Navier debe estar en su cama, en su casa, durmiendo tranquilamente. Cosa que tú también deberías estar haciendo. Porque, si el secretario de tu padre nos ve vagando por el palacio a estas horas, nos va a regañar a ambos.
El suelo bajo mis pies pareció tambalearse.
—Mi... mi padre... —balbuceé, sintiendo un escalofrío recorrer mi espalda—. ¿Sigue vivo?
Karl me miró como si hubiera perdido la cabeza.
—Obviamente, idiota —contestó, ahora con una pizca de preocupación en la voz—. Aunque deberías ir a verlo. Sigue algo enfermo, pero estaba preocupado por ti.
Todo el aire escapó de mis pulmones.
Mi padre... el emperador Osis III... vivo.
Mis piernas temblaron y me sostuve del marco de la puerta.
Era real.
Zerpanya había cumplido su promesa.
Yo estaba en el pasado.
Y Navier... Navier aún no era mía.
Pero lo sería.
[...]
El camino de regreso a mi habitación se sintió irreal.
Las paredes del palacio, los tapices que colgaban majestuosos, el sonido de nuestras botas resonando contra el mármol... todo me era familiar y, al mismo tiempo, ajeno.
Karl caminaba a mi lado con las manos en los bolsillos, lanzándome miradas de soslayo. Sabía que mi comportamiento le resultaba extraño, pero no podía culparlo. Yo mismo sentía que estaba dentro de un sueño.
Cuando llegamos a mi habitación, cerré la puerta tras nosotros.
—Karl —pronuncié, con tono meditabundo.
Él arqueó una ceja.
—¿Qué?
—¿Qué edad tengo?
Karl parpadeó.
—¿Qué?
—Eso —insistí, observándolo con atención—. ¿Cuántos años tengo?
Él frunció el ceño, cruzándose de brazos.
—¿Estás seguro de que la fiebre ya se te bajó?
No respondí. Solo me quedé mirándolo con firmeza.
Karl suspiró.
—Tienes diecinueve, imbécil —bufó, sin dejar de analizarme con desconfianza—. Y yo veinte.
Asentí con lentitud.
Diecinueve.
Había vuelto seis años en el tiempo.
Exhalé y pasé una mano por mi rostro.
Karl me observó con creciente preocupación.
—¿Qué te pasa? —cuestionó, entrecerrando los ojos—. Desde que despertaste, estás actuando raro.
Le sostuve la mirada.
—Tengo algo que contarte.
Su expresión se endureció.
—¿Qué cosa?
Abrí la boca.
Iba a decírselo.
Iba a contarle todo lo que había hecho para regresar.
Cómo morí. Cómo maté. Cómo traicioné a mi propio destino y vendí mi alma por una segunda oportunidad.
Pero, justo en ese momento, alguien llamó a la puerta.
Karl y yo nos miramos con advertencia, y, tras un instante de silencio, asentí.
—Adelante.
La puerta se abrió y un hombre alto, de cabello oscuro y peinado con absoluta pulcritud, entró en la habitación.
Cassius Velmont.
El secretario personal de mi padre.
Su mirada calculadora recorrió mi figura con rapidez, como si evaluara mi estado en cuestión de segundos.