[.SOVIESHU.]
La puerta se abrió con suavidad, y entonces la vi.
Navier se quedó quieta en el umbral, su mirada reflejando sorpresa al verme allí de pie, sosteniendo torpemente un ramo de flores y un durazno en la mano. Su largo cabello rubio caía en suaves ondas sobre su espalda, y su piel nívea parecía brillar bajo la luz de la habitación.
Pero lo que más me impactó fue la juventud en su rostro.
Navier ya no era la mujer casada que conocí en mi otra vida, ni la emperatriz que soportó tanto dolor por mi culpa. Ahora era una joven de dieciocho años, mi prometida, mi novia... tan bella, tan pura, tan ajena a todo lo que en su otra vida sufrió por mi causa.
Mis labios se entreabrieron, pero ninguna palabra salió. Me sentí un completo idiota parado allí, mirándola con el corazón en la garganta.
—Su Majestad —su voz, firme y educada, me sacó de mi ensimismamiento—. ¿Qué hace aquí? Debería estar en reposo.
Frunció levemente el ceño, sus ojos escudriñándome con evidente molestia y preocupación.
Me removí incómodo bajo su escrutinio y, sin saber cómo justificarme, simplemente extendí la mano con el durazno y las flores.
—Solo quería verte... —admití en un susurro.
Pero en lugar de sonreír o recibir mis obsequios, Navier se giró con un suspiro exasperado y caminó hacia su cama.
—No debió venir hasta aquí solo para verme —protestó, sentándose con elegancia en el borde del colchón—. Pudo haber mandado a alguien por mí, y yo habría ido al palacio.
Me mordí el labio, sintiéndome reprendido como un niño travieso.
—No es lo mismo... —repliqué con suavidad.
Navier, sin embargo, no parecía dispuesta a aceptar mis excusas.
—Cuando la emperatriz se entere de que vino hasta aquí después de haber estado en cama con fiebre durante siete días, se enojará con ambos —declaró, cruzándose de brazos.
Verla tan molesta, con ese ceño fruncido y ese tono severo que, en el fondo, escondía su genuina preocupación por mí, hizo que una sonrisa se formara en mis labios.
—No me importa lo que diga o haga mi madre —solté con ligereza, encogiéndome de hombros.
Navier se giró de golpe con el rostro lleno de asombro.
—¿Cómo puede decir eso?
Antes de que pudiera responder, su expresión cambió a una mezcla de frustración y angustia, y, de pronto, tomó una almohada de su cama y me golpeó con ella.
—¡Estuve muy preocupada por usted! —exclamó, golpeándome nuevamente—. ¡Me sentí culpable!
—¡Navier, espera! ¡No es necesario—!
Otro golpe. Me cubrí la cabeza con ambas manos, intentando esquivar los almohadazos, pero en medio de la confusión, el durazno que llevaba en la mano se resbaló y cayó al suelo.
Y, como si el destino tuviera un sentido del humor retorcido, lo pisé.
Mi pie resbaló y, en cuestión de segundos, mi equilibrio se perdió por completo.
—¡MALDICIÓN! —fue lo último que alcancé a decir antes de caer de espaldas al suelo con un sonoro golpe.
Pero la situación no terminó ahí.
Navier, al parecer intentando atraparme, perdió el equilibrio también y cayó directamente sobre mí.
Abrí los ojos y me encontré con su rostro a escasos centímetros del mío.
El tiempo pareció detenerse.
Sus labios entreabiertos dejaron escapar un leve jadeo de sorpresa, y su respiración chocó contra mi piel. Su cabello dorado caía alrededor de su rostro, formando una cortina que nos aislaba del resto del mundo.
Mi corazón latía tan rápido que creí que ella podía oírlo.
Navier parpadeó, mirándome fijamente con sus ojos verde esmeralda, sin moverse, sin apartarse... y entonces, sin pensar, sin dudar, simplemente lo hice.
La besé.
Fue un roce tímido al principio, suave, apenas un susurro entre nuestros labios.
Pero entonces ella no se apartó, y mis dedos, como si tuvieran voluntad propia, se deslizaron hasta su cintura, atrayéndola más hacia mí.
Navier se tensó por un instante, pero luego, con una vacilación casi imperceptible, sus labios correspondieron a los míos.