El Retorno del Emperador

36.- El honor del pasado

[.HENREY.]

El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos dorados y rojizos mientras caminábamos por las calles adoquinadas del pueblo. Mackenna iba a mi lado, parloteando sobre quien sabe que. Su voz era un murmullo lejano en mi mente, como el zumbido de un insecto molesto.

—Dicen que el vizconde Eldrin estuvo en una cena con el Emperador Osis III —balbuceaba Mackenna con entusiasmo— Ojalá que los emperadores este año si vengan a tu fiesta Henrey.

Puse los ojos en blanco, sin molestarme en responder. No me interesaban esas cosas.

—¿Y qué hay de la prometida del heredero Sovieshu? dicen que no es muy bella, pero que es realmente intelig...

—¡Oh, basta ya de niñerías! —interrumpió de golpe Ergi, quien caminaba unos pasos por delante. Se detuvo y nos miró con una sonrisa ladina—. En vez de perder el tiempo con chismes insulsos, deberíamos entrar a ese bar y tomar algo.

Señaló con la cabeza un edificio de madera, de cuyo interior salía una algarabía de voces y risas. Desde la puerta, un grupo de hombres ebrios canturreaba desafinadamente, y el hedor a licor flotaba en el aire.

—No tiene sentido —rebatí, cruzándome de brazos—. Me reconocerán.

—Oh, por favor... —bufó Ergi, exasperado—. Es tan aburrido aquí en Occidente. Todo es reglas, normas y apariencias. Y lo peor es que tu hermano Warthon III no deja de vigilarnos cada vez que vengo.

Suspiré pesadamente.

—Se preocupa porque la última vez casi nos secuestran por tu culpa.

Mackenna soltó una risita ahogada, pero se cubrió la boca con la mano, fingiendo no haber dicho nada.

Ergi, en lugar de avergonzarse, sonrió con aire divertido y alzó una ceja.

—Sí, pero salimos ilesos, ¿no? Además, Mackenna es fuerte y sabe manejar una espada. Tú, bueno... eres el hijo del rey, nadie se atrevería a matarte. Y yo... tengo mucho dinero, comprar mi libertad no sería ningún problema.

Mackenna me miró de reojo y se encogió de hombros.

—¿Ves? Todo bajo control —remató Ergi con total tranquilidad.

Negué con la cabeza, fastidiado.

—Mi hermano solo quiere evitar problemas.

—No, tu hermano es un débil —me interrumpió con desdén—. Será rey solo porque nació primero, pero su enfermedad lo hace incapaz.

Mi mandíbula se tensó.

—No es débil, solo tiene un padecimiento.

Ergi soltó una carcajada sarcástica y agitó una mano en el aire, como si mis palabras no tuvieran valor.

—Justamente eso es ser débil, Henrey. ¿No lo entiendes? Un rey enfermo no es buen gobernante. Un líder debe ser fuerte, no alguien que se doblegue por su propio cuerpo.

Sus palabras me hirieron, aunque traté de ocultarlo. Sabía que Warthon no era el hombre más robusto ni el más imponente, pero eso no significaba que no pudiera gobernar.

—En todo caso, tú tampoco serás rey de Bluhovan —contraataqué, mirándolo de reojo.

Ergi sonrió de medio lado, con esa maldita expresión de suficiencia que tanto me irritaba.

—No me interesa el trono —explicó, con voz pausada y tranquila—. Solo el poder. Y para tener poder, no necesariamente debes ser rey o emperador. Solo necesitas ser astuto e inteligente.

Se inclinó ligeramente hacia mí y chasqueó la lengua.

—Pero en tu caso... estás perdido.

El calor me subió al rostro de inmediato, y un nudo de rabia se instaló en mi pecho. Ergi siempre encontraba la manera de hacerme menos, de hablar como si yo fuera inferior, a pesar de que mi posición era más alta que la suya.

Abrí la boca para responder, pero me detuve. No valía la pena. No podía darle el gusto de verme alterado.

Así que simplemente lo ignoré. O al menos, intenté hacerlo.

O al menos, intenté hacerlo

[.SOVIESHU.]

El carruaje se detuvo con un suave vaivén en la entrada principal del palacio. Afuera, el sol se reflejaba en los muros blancos y dorados de la residencia imperial, otorgándole un brillo casi celestial. Bajé del vehículo con paso firme, inhalando el aroma familiar del jardín real y el leve perfume a papel y tinta que siempre flotaba en el aire cerca de las oficinas administrativas.

Apenas mis botas tocaron el suelo, mis ojos se dirigieron, casi por instinto, hacia el patio de entrenamiento. Allí, un grupo de nuevos guardias imperiales recibía instrucciones de su capitán. Observé con más atención, mi mirada recorrió a cada uno de los reclutas hasta que mi respiración se entrecortó por un segundo.

Artina.

Estaba ahí, entre los recién llegados, más joven, menos endurecida por la guerra, con su porte firme pero aún con la frescura de alguien que no había presenciado la brutalidad del campo de batalla. Su cabello, recogido en una coleta baja, se agitaba levemente con el viento. Se veía distinta, pero seguía siendo ella.

Nuestros ojos se encontraron.

Le hice un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, sin poder evitar la extraña sensación que me invadió el pecho. Para mí, Artina era una aliada de confianza, una compañera en el campo de batalla, alguien que incluso arriesgó su vida para ayudarme a escapar cuando todo se vino abajo.

Pero ahora... ella no me conocía.

Artina me devolvió el saludo, pero con una expresión incómoda, como si no supiera cómo reaccionar. Claro, para ella yo no era más que el príncipe heredero, una figura lejana.

Me acerqué con calma al grupo, asegurándome de mantener una expresión serena. El capitán, un hombre alto y de semblante serio—que no era el mismo que peleo a mi lado, en mi otra vida—se volvió hacia mí e hizo una reverencia rápida.




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